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lunes, 24 de junio de 2013

''Santa'', Federico Gamboa. Novela (fragmento)

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

 

Santa

Federico Gamboa

 

 

 

 

Primera parte

 

 

I

 

 

Aquí es —dijo el cochero deteniendo de golpe a los caballos, que sacudieron la cabeza hostigados por lo brusco del movimiento.

—¡Aquí...! ¿En dónde?

—Allá, al fondo, en aquella puerta cerrada.

La mujer saltó del carruaje, del que extrajo un lío de mezquino tamaño; metióse la mano en el bolsillo de su enagua y le alargó un duro al auriga:

—Cóbrese usted.

—No me alcanza; me pagará usted otra vez, cuando me necesite por la tarde. Soy del sitio de San Juan de Letrán, número 317, y bandera colorada. Sólo dígame usted cómo se llama...

—Me llamo Santa, pero cóbrese, no sé si me quedaré en esa casa... Guarde todo el peso —exclamó después de breve reflexión, ansiosa de terminar el incidente.

Y sin aguardar más, echóse a andar de prisa, inclinando el rostro, medio oculto el cuerpo todo, bajo el pañolón que algo se le resbalaba de los hombros; cual si la apenara encontrarse allí a tales horas. Con tanta luz y tanta gente que de seguro la observaba, que de fijo sabía lo que ella iba a hacer.

 

Toda aturdida, desfogóse con el aldabón y llamó varias veces, con tres golpes en cada ocasión. La verdad es que nadie, fuera de los ociosos parroquianos del fonducho, paró mientes en ella; sobre que el barrio, con ser barrio galante y muy poco tolerable por las noches, de día trabaja.

 

Abundan las pequeñas industrias, destácase La Giralda, carnicería a la moderna, de tres puertas, piso de piedra artificial, mostrador de mármol y hierro, con pilares muy delgados para que el aire lo ventile todo libremente, con grandes balanzas que deslumbran por su exagerada pulcritud.

 

En la esquina opuesta, con bárbaras pinturas murales, un haz de banderolas en el mismísimo ángulo de las paredes de entrambas calles y sendas galerías de zinc en cada una de las puertas, divísase La Vuelta de los Reyes Magos, acreditado expendio del famoso Santa Clara y del sin rival San Antonio Ametusco.

 

Además del jardín, que posee una fuente circular, de surtidor, primitivo y charlatán por la mucha agua que arroja sin cansarse ni disminuirla nunca, la cruzan rieles de tranvías; su piso es de adoquines de cemento comprimido y, por su longitud, disfruta de tres focos eléctricos. ¡Ah! También tiene, frente por frente del jardín que oculta los prostíbulos, una escuela municipal, para niños... 

 

Con tan diversos elementos y siendo, como era en aquel día, muy cerca de las doce, hallábase la calle en pleno movimiento y en plena vida. Los tranvías, con el cascabeleo de los collares de sus mulas a galope y el ronco clamor de las cornetas de sus cocheros, deslizábanse con estridente ruido apagado, muy brillantes, muy pintados de amarillo o de verde, según su clase.

 

Del taller de los monumentos sepulcrales de las cobrerías italianas y de La Giralda salían, alternados, los golpes del cincel contra el mármol y el granito.

Los vendedores ambulantes pregonaban a gritos sus mercancías, la mano en forma de bocina, plantados en mitad del arroyo y posando el mirar en todas direcciones. Y escapados por los abiertos balcones de la escuela, cerníanse fragmentos errabundos de voces infantiles, repasando el silabario con monótono sonsonete:

 

—B—a, ba; b—e, be; b—i, bi; b—o, bo...

 

Como tardasen en abrirle a Santa, involuntariamente se volvió a mirar el conjunto; pero cuando estalló en la Catedral el repique formidable de las doce, cuando el silbato de vapor de la tintorería francesa lanzó a los aires un pitazo agudísimo, empezaron a salir a la calle y a obstruir la acera mientras se despedían con palabrotas, con encogimientos de espaldas los serios, y los viciosos, de bracero, enderezaban sus pasos a Los Reyes Magos; cuando los chicos de la escuela, empujándose y armando un zipizape de mil demonios, libros y pizarras por los suelos, los entintados dedos enjugando lágrimas momentáneas, volando las gorras y los picarescos semblantes enmascarados de traviesa alegría, entonces Santa llamó a la puerta con mayor fuerza aún.

 

—¡Qué prisa se trae usted, caramba...! ¿Doña Pepa, la encargada...? Sí está, pero está durmiendo.

—Bueno, la esperaré, no vaya usted a despertarla —repuso Santa muy aliviada de haber escapado a las curiosidades de la calle—, la esperaré aquí, en la escalera...

—¿De veras se iba a quedar con ella, en esa casa? ¿Dónde había estado antes? Usted no es de México... —preguntó la portera.

—Sí soy, es decir, de la capital no, pero sí de muy cerca. Soy de Chimalistac... abajo de San Ángel.

—¿Por qué va usted a echarse a esta vida...?

 

No le contestó Santa, porque en el mismo momento oyóse el estruendo de una vidriera abierta de repente y una voz femenil, muy española:

 

—¡Eufrasia! Pide dos anisados grandes con agua gaseosa en casa de Pepa, dile que son para mí...

 

Como si el pedido de los dos anisados representase una campanilla de aviso, la casa entera despertó, de manera rara, muy poco a poco, confundidos los cantos con las órdenes a gritos, las risas con los chancleteos sospechosos.

 

Santa escuchaba azorada, y su mismo azoramiento fue parte a que no siguiese el primer impulso de escapar y volverse, si no a su casa —porque ya era imposible—, siquiera a otra parte donde no se dijesen aquellas cosas. Pero no se atrevió ni a moverse.

 

 

 

Fuente: http://bivir.uacj.mx/libroselectronicoslibres/Autores/FefericoGamboa/Santa.pdf


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