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domingo, 29 de mayo de 2016

''Yo, robot'', Isaac Asimov. Cuento



Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

Yo, robot

Isaac Asimov

 

 

 

Capítulo 3. La razón (fragmento)

 

 

 

Medio año después los dos amigos habían cambiado de manera de pensar.

 

La llamarada de un gigantesco sol había dado paso a la suave oscuridad del espacio, pero las variaciones externas significan poco en la labor de comprobar las actuaciones de los robots experimentales. Cualquiera que sea el fondo de la cuestión, uno se encuentra frente a frente con un inescrutable cerebro positrónico, que según los genios de la ciencia, tiene que obrar de esta u otra forma. Pero no es así. Powell y Donovan se dieron cuenta de ello antes de llevar en la Estación dos semanas.

 

Gregory Powell espació sus palabras para dar énfasis a la frase.

 

—Hace una semana Donovan y yo te pusimos en condiciones... —sus cejas se juntaron con un gesto de contrariedad y se retorció la punta del bigote.

 

En la cámara de la Estación Solar 5 reinaba el silencio, a excepción del suave zumbido del poderoso haz director en las bajas regiones. El robot Qt-1 permanecía sentado, inmóvil. Las bruñidas placas de su cuerpo relucían bajo las luxitas, y las células fotoeléctricas que formaban sus ojos estaban fijas en el hombre de la Tierra, sentado al otro lado de la mesa.

 

Powell refrenó un súbito ataque de nervios. Aquellos robots poseían cerebros peculiares. ¡Oh, las tres Leyes Robóticas seguían en vigor! Tenían que seguir. Todo el personal de la U.S. Robots, desde el mismo Robertson hasta el nuevo barrendero insistirían en ella. ¡De manera que Qt-1 estaba a salvo! Y sin embargo..., los modelos Qt eran los primeros de su especie y aquél era el primero de los Qt. Los cálculos matemáticos sobre el papel no siempre eran la protección más tranquilizadora contra los gestos de los robots

 

Finalmente, el robot habló. Su voz tenía la inesperada frialdad de un diagrama metálico.

 

—¿Te das cuenta de la gravedad de una tal declaración, Powell?

—"Algo" te ha hecho, Cutie —le hizo ver Powell—. Tú mismo reconoces que tu memoria parece brotar completamente terminada del absoluto vacío de hace una semana. Te doy la explicación. Donovan y yo te montamos con las piezas que nos mandaron.

 

Cutie contempló sus largos dedos afilados con una curiosa expresión humana de perplejidad.

 

—Tengo la impresión de que todo esto podría explicarse de una manera más satisfactoria. Porque, que "tú" me hayas hecho a "mí", me parece improbable.

—¡En nombre de la Tierra! ¿Por qué? —exclamó Powell, echándose a reír.

—Lo llamo intuición. Hasta ahora es sólo esto. Pero pienso razonarlo. Un encadenamiento de válidos razonamientos sólo puede llevar a la determinación de la verdad, y a esto me atendré hasta conseguirla.

 

Powell se levantó y volvió a sentarse en el extremo de la mesa, cerca del robot. Sentía súbitamente una fuerte simpatía por el extraño mecanismo. No era en absoluto como un robot ordinario, que realizaba su tarea rutinaria en la estación con la intensidad de un sendero positrónico profundamente marcado.

 

Puso una mano sobre el hombro de acero de Cutie y notó la frialdad y dureza del metal.

 

—Cutie —dijo—. Voy a tratar de explicarte algo. Eres el primer robot que ha manifestado curiosidad por su propia existencia... y el primero, a mi modo de ver, suficientemente inteligente para comprender el mundo exterior. Ven conmigo.

 

El robot se levantó lentamente y siguió a Powell con sus pasos que hacía silenciosos la gruesa suela de esponja de caucho. El hombre de la Tierra apretó un botón y un panel cuadrado de pared se deslizó a un lado. El grueso y claro vidrio de la portilla dejó ver el espacio..., cuaja do de estrellas.

 

—Ya he visto esto por las ventanas de observación de la sala de máquinas —dijo Cutie.

—Lo sé —dijo Powell—. ¿Qué crees que es?

—Exactamente lo que parece; un material negro detrás de este cristal, salpicado de puntos brillantes. Sé que nuestro director manda rayos desde algunos de estos puntos, siempre los mismos; y también que estos puntos se mueven y que los rayos se mueven con ellos. Eso es todo.

—¡Bien! Ahora quiero que me escuches atentamente. Lo negro es vacío, inmensa extensión vacía que se extiende hasta el infinito. Los pequeños puntos brillantes son enormes masas de materia saturadas de energía. Son globos, algunos de ellos de millones de kilómetros de di metro, y para que puedas compararlos te diré que esta estación tiene sólo mil quinientos metros de ancho. Parecen tan pequeños porque están increíblemente lejos. Los puntos a los cuales van dirigidos nuestros haces de energía están más cercanos y son más pequeños. Son fríos y duros y los seres humanos como yo mismo, vivimos en su superficie; somos varios millones. Es de uno de estos mundos de donde Donovan y yo venimos. Nuestros rayos alimentan estos mundos con energía sacada de uno de estos grandes globos incandescentes que se encuentran cerca de nosotros. A este globo lo llamamos Sol y está del otro lado de la Estación, donde no puedes verlo.

 

Cutie permanecía inmóvil al lado de la portilla, como una estatua de acero. Sin volver la cabeza, dijo:

 

—¿De qué punto de luz pretendes venir?

—Allí está —dijo Powell después de haber buscado—. Aquel tan brillante de la esquina. Lo llamamos Tierra. La buena y vieja Tierra. Somos tres billones en él, Cutie, y dentro de unas dos semanas volveré a estar allá con ellos.

 

Y entonces, cosa sorprendente, Cutie pareció canturrear, distraído. No era en realidad una tonada, pero poseía la curiosa calidad sonora de un "pizzicato". Cesó tan rápidamente como había empezado.

 

—¿Y de dónde vengo yo, Powell? No me has explicado "mi" existencia.

—Todo lo demás es sencillo. Cuando estas estaciones fueron establecidas por primera vez para alimentar de energía solar los planetas, eran regidas por seres humanos. Sin embargo, el calor, las fuertes radiaciones solares y las tempestades de electrones hacían la estancia en el puesto difícil. Se perfeccionaron los robots para sustituir el trabajo humano y ahora sólo necesitan dos jefes para cada estación. Estamos tratando de reemplazar incluso a estos dos y aquí es donde intervienes tú. Tú eres el tipo de robot más perfeccionado, y si demuestras la capacidad de dirigir esta estación independientemente, jamás un ser humano volverá a poner los pies aquí, salvo para traer las piezas de recambio para reparaciones.

 

Su mano se levantó y la placa de metal volvió a caer en su sitio. Powell volvió a la mesa y frotó una manzana contra la manga antes de morderla. El rojo resplandor de los ojos del robot detuvo un ademán.

 

—¿Esperas acaso que dé crédito a ninguna de estas absurdas hipótesis que acabas de exponerme? —dijo lentamente—. ¿Por quién me tomas?

 

Powell escupió fragmentos de manzana sobre la mesa y se puso colorado.

 

—¡Pero, maldito sea! ¡No son hipótesis, son hechos!

—¡Globos de energía de millones de kilómetros de anchura! —dijo Cutie amargamente—. ¡Mundos con tres billones de seres humanos! ¡El vacío infinito!... Lo siento, Powell, pero no creo nada de esto. Lo resolveré yo solo. Adiós.

 

Dio la vuelta y salió de la cámara.

 

 

 

Para descargar todo el libro:

 

http://www.itvalledelguadiana.edu.mx/librosdigitales/Isaac%20Asimov%20-%20Yo%20Robot.pdf

 


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domingo, 22 de mayo de 2016

''El decamerón'', Giovanni Boccaccio. Cuento

 

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

El decamerón

Giovanni Boccaccio

 

 

Quinta Jornada. Narración décima

 

Pietro de Vinciolo fue a cenar fuera de casa; su mujer mandó llamar a un muchacho, vuelve Pietro; ella lo esconde bajo un cesto de pollos; Pietro dice que en casa de Hercolano, con quien cenaba, han encontrado a un joven que allí había metido la mujer, su mujer censura a la mujer de Hercolano; un burro pone la pata, por desgracia, sobre los dedos del que estaba bajo el cesto; éste grita; Pietro corre allí, lo ve, descubre el engaño de la mujer, con quien al fin hace las paces a causa de su desdichado vicio.

 

Hubo en Perusa, todavía no hace mucho tiempo, un hombre rico llamado Pietro de Vinciolo, el cual, tal vez más por engañar a los demás y disminuir la general opinión que de él tenían todos los perusinos que por deseo que tuviera de ello, tomó mujer; y estuvo la fortuna tan conforme con su apetito, que la mujer que tomó era una joven rolliza, de pelo rojo y encendida, que dos maridos mejor que uno habría querido y tuvo que quedarse con uno que mucho más a otra cosa que a ella tenía el ánimo dispuesto. Lo que ella, con el paso del tiempo conociendo, y viéndose hermosa y lozana y sintiéndose gallarda y poderosa, primero comenzó a enojarse mucho y a tener con su marido palabras de desprecio alguna vez y casi de continuo mala vida; después, viendo que esto más su consunción que la enmienda de la maldad del marido podría ser, se dijo:

 

«Este desdichado me abandona para, con su deshonestidad andar en zuecos por lo seco; y yo me las arreglaré para llevar a otro en barco por lo lluvioso. Lo tomé por marido y le di grande y buena dote sabiendo que era un hombre y creyendo que deseaba aquello que desean y deben desear los hombres; si no hubiera creído que era hombre, no lo habría aceptado nunca. Él, que sabía que yo era una mujer, ¿por qué me tomó por mujer si las mujeres le disgustaban? Esto no puede sufrirse. Si no hubiera yo querido estar en el mundo me habría hecho monja; y si quiero estar, como quiero y estoy, si espero de éste placer y deleite tal vez puedo hacerme vieja esperando en vano; y cuando sea vieja, arrepintiéndome, en vano me doleré por haber perdido mi juventud, y para consolarla buen maestro es él con sus ejemplos para hacer que tome gusto a lo que a él le gusta, el cual gusto me honrará a mí mientras en él es muy reprobable; yo ofenderé sólo las leyes, mientras él ofende las leyes y a la naturaleza».

 

Habiendo, pues, la buena mujer, tenido tal pensamiento, y tal vez más de una vez, para darle secretamente cumplimiento hizo amistad con una vieja que no parecía sino santa Viridiana que da de comer a las serpientes, la cual siempre con el rosario en la mano iba a ganar todas las indulgencias y de nada sino de la vida de los Santos Padres hablaba y de las llagas de san Francisco, y por todos era tenida por santa; y cuando le pareció oportuno le explicó su intención cumplidamente. A quien la vieja dijo:

 

—Hija mía, sabe Dios (que sabe todas las cosas) que haces muy bien; y aunque no lo hicieras por otra cosa, deberíais hacerlo tú y todas las demás jóvenes para no perder el tiempo de vuestra juventud, porque ningún dolor es semejante a aquél, para quien tiene conocimiento, que es haber perdido el tiempo. ¿Y de qué diablos servimos nosotras después, cuando somos viejas, sino para cuidar las cenizas del fogón? Si alguna lo sabe y puede dar testimonio, soy yo; que ahora que soy vieja no sin grandísimas y amargas punzadas de ánimo conozco (y sin provecho) el tiempo que dejé perder; y aunque no lo perdiese todo, que no querría que creyeses que he sido una pazguata, no hice sin embargo lo que habría podido hacer, de lo que, cuando me acuerdo, viéndome tal como me veo, que no encontraría quien me diese un poco de lumbre, Dios sabe el dolor que siento. A los hombres no les sucede así, nacen buenos para mil cosas, no sólo para ésta, y la mayor parte son más honrados de viejos que de jóvenes; pero las mujeres para ninguna otra cosa sino para darles hijos nacen, y por ello son estimadas. Y si tú no te has dado cuenta de otra cosa, sí debes darte de ésta: que nosotras siempre estamos dispuestas, lo que no sucede con los hombres; y además de esto, una mujer cansaría a muchos hombres, mientras muchos hombres no pueden cansar a una mujer; y porque para esto hemos nacido, de nuevo te digo que haces muy bien en darle a tu marido un pan por una hogaza, para que tu alma no tenga en su vejez que reprenderle a la carne. De esta manera cada uno tiene cuanto recoge, y especialmente las mujeres, que tienen que aprovechar mucho más el tiempo cuando lo tienen que los hombres, porque verás que cuando envejecemos ni el marido ni nadie nos quiere mirar, sino que nos echan a la cocina a contar historias al gato y a contar las ollas y las escudillas; y peor, que nos ponen en canciones y dicen: «A las jóvenes los buenos bocados, y a las viejas, los desechados», y otras muchas cosas dicen. Y para no entretenerte más, te digo desde ahora que no podrías a nadie en el mundo descubrir tu intención que más útil te fuera que a mí, porque no hay nadie tan encumbrado a quien yo no me atreva a decirle lo que haga falta, ni tan duro o huraño que no lo ablande bien y lo lleve a aquello que quiera. Haz, pues, de manera que me enseñes quién te agrada, y déjame luego hacer a mí; pero una cosa te recuerdo, hija mía: que cuides de mí, porque soy una persona pobre y quiero desde ahora que seas partícipe de todas mis indulgencias y de cuantos rosarios rece, para que Dios dé luz y candela a tus muertos.

 

Y terminó. Quedó, pues, la joven de acuerdo con la vieja en que si encontraba un mozuelo que por aquel barrio muy frecuentemente pasaba, de quien le dio todas las señas, que ya sabía lo que tenía que hacer; y dándole un trozo de carne salada la mandó con Dios. La vieja, no pasados muchos días, ocultamente le metió aquel del que ella le había hablado en la alcoba, y de allí a poco tiempo otro, según los que le iban placiendo a la joven señora; la cual en lo que pudiese hacer en aquello, aunque temiendo al marido, no dejaba el negocio.

 

Sucedió que, debiendo una noche ir a cenar su marido con un amigo suyo que tenía por nombre Hercolano, la joven mandó a la vieja que hiciera venir a donde ella a un mancebo que era de los más hermosos y los más placenteros de Perusa; la cual, prestamente así lo hizo. Y habiéndose la señora con el joven sentado a la mesa a comer, he aquí que Pietro llamó a la puerta para que le abriesen. La mujer, oyendo esto, se tuvo por muerta; pero queriendo, si podía, ocultar al joven, no ocurriéndosele mandarlo ir o hacerle esconderse en otra parte, habiendo una galería vecina a la cámara en que cenaban, bajo un cesto de pollos que había allí le hizo refugiarse y le echó encima una tela de jergón que había hecho vaciar aquel día, y hecho esto, prestamente hizo abrir a su marido. Al cual, entrando en casa, le dijo:

 

—Muy pronto la habéis engullido, esa cena.

 

Pietro repuso:

 

—No la hemos catado.

—¿Y cómo ha sido eso? —dijo la mujer.

 

Pietro entonces dijo:

 

—Te lo diré. Estando ya a la mesa de Hercolano, la mujer y yo sentimos estornudar cerca de nosotros, de lo que ni la primera vez ni la segunda nos preocupamos, pero el que había estornudado estornudando la tercera vez y la cuarta y la quinta y muchas otras, a todos nos hizo maravillar; de lo que Hercolano, que algo enojado con la mujer estaba porque un buen rato nos había hecho estar a la puerta sin abrirnos, furioso dijo: «¿Qué quiere decir esto? ¿Quién es ese que así estornuda?». Y levantándose de la mesa hacia una escalera que había cerca en cuyo hueco había una trampilla de madera, junto al pie de la escalera, donde poder ocultar alguna cosa quien lo hubiera querido, como vemos que mandan hacer los que hacen obra en sus casas, y pareciéndole que de allí venía el sonido del estornudo, abrió una puertecilla que había allí y cuando la hubo abierto, súbitamente salió el mayor tufo a azufre del mundo, como que antes habiendo venido el olor y quejándose había dicho la señora: «Es que hace un rato he blanqueado mis velos con sulfuro, y luego el cacharro sobre el que los había tendido para que recibiesen el humo lo he puesto debajo de aquella escalera, así que ahora viene de allí». Y luego que Hercolano hubo abierto la puertecilla y se hubo disipado un poco el tufo, mirando dentro, vio al que estornudado había y seguía estornudando, obligándolo a ello la fuerza del azufre, y mientras estornudaba le había ya oprimido tanto el pecho el azufre que poco faltaba para que no hubiera estornudado nunca más. Hercolano, viéndolo, gritó: «Ahora veo, mujer, por lo que hace poco, cuando vinimos, tanto estuvimos a la puerta sin que nos abriesen; pero así no tenga yo nunca nada que me guste como que me las pagas». Lo que oyendo la mujer, y viendo que su pecado estaba descubierto, sin decir ninguna excusa, levantándose de la mesa, huyó y no sé adónde iría. Hercolano, no percatándose de que la mujer se escapaba, muchas veces dijo al que estornudaba que saliese, pero él, que ya no podía más, no se movía por nada que dijese Hercolano; por lo que Hercolano, cogiéndolo por un pie lo arrastró fuera, y corría por un cuchillo para matarlo, pero yo, temiendo por mí mismo a la guardia, levantándome, no le dejé matar ni hacerle ningún daño, sino que gritando y defendiéndolo di ocasión a que corriesen allí los vecinos, los cuales, cogiendo al ya vencido joven, lo llevaron fuera de la casa no sé dónde; por las cuales cosas turbada nuestra cena, no solamente no la he engullido sino que ni siquiera la he catado, como te dije.

 

Oyendo la señora estas cosas, conoció que había otras tan listas como ella era, aunque a veces la desgracia le tocase a alguna, y con gusto hubiera defendido con palabras a la mujer de Hercolano; pero como reprobando la falta ajena le pareció abrir mejor camino a las suyas, comenzó a decir:

 

 —¡Qué buena cosa! ¡Qué buena y santa mujer debe ser ésa! ¡Qué promesa de mujer honrada, que me habría confesado con ella, tan devota me parecía! Y peor que, siendo ya vieja, muy buen ejemplo da a las jóvenes. Maldita sea la hora en que vino al mundo y la tal que vive aquí, que debe ser mujer perfidísima y mala, universal vergüenza y vituperio de todas las mujeres de esta tierra, que olvidando su honestidad y la promesa hecha al marido y el honor de este mundo, a él, que es tal hombre y tan honrado ciudadano y que tan bien la trataba, por otro hombre no se ha avergonzado de injuriar, y a ella con él. Por mi salvación que de semejantes mujeres no habría que tener misericordia; habría que matarlas, habría que meterlas vivas en una hoguera y hacerlas cenizas.

 

Luego, acordándose de su amante que debajo del cesto muy cerca de allí tenía, comenzó a animar a Pietro a que se fuese a la cama, porque ya era hora. Pietro, que más gana tenía de comer que de dormir, preguntaba, sin embargo, si no había nada de cena, a lo que la mujer respondía:

 

—¡Si, cena va a haber! Acostumbramos a hacer cena cuando tú no estás. ¡Sí que soy yo la mujer de Hercolano! ¡Bah! ¿Por qué no te vas a dormir por esta noche? ¡Es lo mejor que podrías hacer!

 

Sucedió que habiendo venido por la noche algunos labradores de Pietro con algunas cosas del pueblo, y habiendo dejado sus burros, sin darles de beber, en una pequeña cuadra que había junto a la galería, uno de los burros, que tenía muchísima sed, sacada la cabeza del cabestro, había salido de la cuadra y andaba olfateando todo por si encontraba agua; y yendo así llegó ante el cesto bajo el cual estaba el mancebo, el cual, como tenía que estar a gatas, había estirado los dedos de una de las manos en el suelo fuera del cesto, y tanta fue su suerte, o su desgracia si queremos, que este burro le puso encima la pata, por lo que, sintiendo un grandísimo dolor, dio un gran grito.

 

Oyendo el cual Pietro, se maravilló y se dio cuenta de que era dentro de la casa; por lo que, saliendo de la alcoba y sintiendo todavía quejarse a aquél, no habiendo todavía el burro levantado la pata de los dedos sino aplastándolos todavía fuertemente, dijo:

 

—¿Quién anda ahí?

 

Y corriendo a la cesta, y levantándola, vio al joven, el cual, además de dolor que sentía porque el burro le aplastaba los dedos, temblaba de miedo de que Pietro le hiciera algún daño. Y siendo reconocido por Pietro, como que Pietro por sus vicios había andado tras él mucho tiempo, preguntándole a él:

 

—¿Qué haces tú aquí?

 

Nada le respondió sino que le rogó que por amor de Dios no le hiciese daño. El cual, siendo reconocido por Pietro, dijo:

 

—Levántate y no temas que te haga yo ningún daño; pero dime cómo has venido aquí y por qué.

 

El jovencillo le dijo todo; no menos contento Pietro de haberlo encontrado que dolida su mujer, cogiéndolo de la mano se lo llevó con él a la alcoba, en la cual la mujer con el mayor miedo del mundo lo esperaba.

 

Y sentándose Pietro frente a ella le dijo:

 

—Si tanto censurabas hace un momento a la mujer de Hercolano y decías que debían quemarla y que era vergüenza de todas vosotras, ¿cómo no lo decías de ti misma? O si no querías decirlo de ti, ¿cómo tenías el valor de decirlo de ella sabiendo que habías hecho lo mismo que ella había hecho? Seguro que nada te inducía a ello sino que todas sois iguales, y con culpar a las otras queréis tapar vuestras faltas, ¡que baje fuego del cielo y os queme a todas, raza malvada que sois!

 

La mujer, viendo que para empezar no le había hecho daño más que de palabra, y pareciéndole que se derretía porque tenía de la mano a un jovencito tan hermoso, cobró valor y dijo:

 

—Segura estoy de que querrías que bajase fuego del cielo que nos quemase a todas, como que te gustamos tanto como a un perro los palos; pero por la cruz de Dios que no será así. Pero con gusto hablaré un poco contigo para saber de qué te quejas; y ciertamente que saldría bien si me comparas con la mujer de Hercolano, que es una vieja santurrona gazmoña y él le da todo lo que quiere y la quiere como se debe querer a la mujer, lo que a mí no me pasa. Que, aunque me vistas y me calces bien, bien sabes cómo ando de lo demás y cuánto tiempo hace que no te acuestas conmigo; y más querría andar vestida con harapos y descalza y que me tratases bien en la cama que tener todas estas cosas tratándome como me tratas. Y entiende bien, Pietro, que soy una mujer como las demás, y me gusta lo que a las otras, así que porque me lo busque yo si tú no me lo das no es para insultarme, por lo menos te respeto tanto que no me voy con criados ni con tiñosos.

 

Pietro se dio cuenta de que las palabras no cesarían en toda la noche, por lo que, como quien poco se preocupaba de ella, dijo:

 

—Calla ya, mujer, que te daré gusto en eso; bien harías en darnos de cenar algo, que me parece que este muchacho, igual que yo, no habrá cenado todavía.

—Claro que no —dijo la mujer—, que no ha cenado, que cuando tú llegaste en mala hora, nos sentábamos a la mesa para cenar.

—Pues anda —dijo Pietro—, danos de cenar y luego yo arreglaré las cosas de modo que no tengas que quejarte.

 

La mujer, levantándose al oír al marido contento, prestamente haciendo poner la mesa, hizo venir la cena que estaba preparada y junto con su vicioso marido y con el joven cenó alegremente. Después de la cena, lo que Pietro se proponía para satisfacción de los tres se me ha olvidado; pero bien sé que a la mañana siguiente en la plaza se vio el joven no muy seguro de a quién había acompañado más por la noche, si a la mujer o al marido. Por lo que tengo que deciros, señoras mías, que a quien te la hace se la hagas; y si no puedes, que no se te vaya de la cabeza hasta que lo consigas, para que lo que el burro da contra la pared lo mismo reciba.

 

Fuente:

 

http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/boccaccio/05_10.htm


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domingo, 8 de mayo de 2016

''La casa de los espíritus'', Isabel Allende (fragmento)


Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

 

La casa de los espíritus

Isabel Allende

 

 

 

 

 

Rosa, la bella

Capítulo I

 

 

 

Barrabás llegó a la familia por vía marítima, anotó la niña Clara con su delicada caligrafía. Ya entonces tenía el hábito de escribir las cosas importantes y más tarde, cuando se quedó muda, escribía también las trivialidades, sin sospechar que cincuenta años después, sus cuadernos me servirían para rescatar la memoria del pasado y para sobrevivir a mi propio espanto.

 

El día que llegó Barrabás era jueves Santo. Venía en una jaula indigna, cubierto de sus propios excrementos y orines, con una mirada extraviada de preso miserable e indefenso, pero ya se adivinaba —por el porte real de su cabeza y el tamaño de su esqueleto— el gigante legendario que llegó a ser. Aquél era un día aburrido y otoñal, que en nada presagiaba los acontecimientos que la niña escribió para que fueran recordados y que ocurrieron durante la misa de doce, en la parroquia de San Sebastián, a la cual asistió con toda su familia. En señal de duelo, los santos estaban tapados con trapos morados, que las beatas desempolvaban anualmente del ropero de la sacristía, y bajo las sábanas de luto, la corte celestial parecía un amasijo de muebles esperando la mudanza, sin que las velas, el incienso o los gemidos del órgano, pudieran contrarrestar ese lamentable efecto. Se erguían amenazantes bultos oscuros en el lugar de los santos de cuerpo entero, con sus rostros idénticos de expresión constipada, sus elaboradas pelucas de cabello de muerto, sus rubíes, sus perlas, sus esmeraldas de vidrio pintado y sus vestuarios de nobles florentinos. El único favorecido con el luto era el patrono de la iglesia, san Sebastián, porque en Semana Santa le ahorraba a los fieles el espectáculo de su cuerpo torcido en una postura indecente, atravesado por media docena de flechas, chorreando sangre y lágrimas, como un homosexual sufriente, cuyas llagas, milagrosamente frescas gracias al pincel del padre Restrepo, hacían estremecer de asco a Clara.

 

Era ésa una larga semana de penitencia y de ayuno, no se jugaba baraja, no se tocaba música que incitara a la lujuria o al olvido, y se observaba, dentro de lo posible, la mayor tristeza y castidad, a pesar de que justamente en esos días, el aguijonazo del demonio tentaba con mayor insistencia la débil carne católica. El ayuno consistía en suaves pasteles de hojaldre, sabrosos guisos de verdura, esponjosas tortillas y grandes quesos traídos del campo, con los que las familias recordaban la Pasión del Señor, cuidándose de no probar ni el más pequeño trozo de carne o de pescado, bajo pena de excomunión, como insistía el padre Restrepo. Nadie se habría atrevido a desobedecerle. El sacerdote estaba provisto de un largo dedo incriminador para apuntar a los pecadores en público y una lengua entrenada para alborotar los sentimientos.

 

—¡Tú, ladrón que has robado el dinero del culto! —gritaba desde el púlpito señalando a un caballero que fingía afanarse en una pelusa de su solapa para no darle la cara—. ¡Tú, desvergonzada que te prostituyes en los muelles! —y acusaba a doña Ester Trueba, inválida debido a la artritis y beata de la Virgen del Carmen, que abría los ojos sorprendida, sin saber el significado de aquella palabra ni dónde quedaban los muelles—. ¡Arrepentíos, pecadores, inmunda carroña, indignos del sacrificio de Nuestro Señor! ¡Ayunad! ¡Haced penitencia!

 

 

 

Para descargar todo el libro:

 

http://stansw.files.wordpress.com/2012/04/allende-i-casa-espiritus.pdf

 


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