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domingo, 30 de octubre de 2016

''Doña Perfecta'', Benito Pérez Galdós. Novela

 

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

 

Doña Perfecta (1876)

Benito Pérez Galdós

 

 

 

 

Capítulo I

 

 

 

¡Villahorrenda!... ¡Cinco minutos!

 

Cuando el tren mixto descendente, núm. 65 (no es preciso nombrar la línea), se detuvo en la pequeña estación situada entre los kilómetros 171 y 172, casi todos los viajeros de segunda y tercera clase se quedaron durmiendo o bostezando dentro de los coches, porque el frío penetrante de la madrugada no convidaba a pasear por el desamparado andén. El único viajero de primera que en el tren venía bajó apresuradamente, y dirigiéndose a los empleados, preguntóles si aquél era el apeadero de Villahorrenda. (Este nombre, como otros muchos que después se verán, es propiedad del autor.)

 

—En Villahorrenda estamos —repuso el conductor, cuya voz se confundía con el cacarear de las gallinas que en aquel momento eran subidas al furgón—. Se me había olvidado llamarle a usted, señor de Rey. Creo que ahí le esperan a usted con las caballerías.

 

—¡Pero hace aquí un frío de tres mil demonios! —dijo el viajero envolviéndose en su manta—. ¿No hay en el apeadero algún sitio dónde descansar y reponerse antes de emprender un viaje a caballo por este país de hielo?

 

No había concluido de hablar, cuando el conductor, llamado por las apremiantes obligaciones de su oficio, marchóse, dejando a nuestro desconocido caballero con la palabra en la boca. Vio éste que se acercaba otro empleado con un farol pendiente de la derecha mano, el cual movíase al compás de la marcha, proyectando geométrica serie de ondulaciones luminosas. La luz caía sobre el piso del andén, formando un zig-zag semejante al que describe la lluvia de una regadera.

 

—¿Hay fonda o dormitorio en la estación de Villahorrenda? —preguntó el viajero al del farol.

 

—Aquí no hay nada —respondió éste secamente, corriendo hacia los que cargaban y echándoles tal rociada de votos, juramentos, blasfemias y atroces invocaciones que hasta las gallinas escandalizadas de tan grosera brutalidad, murmuraron dentro de sus cestas.

 

—Lo mejor será salir de aquí a toda prisa —dijo el caballero para su capote—. El conductor me anunció que ahí estaban las caballerías.

 

Esto pensaba, cuando sintió que una sutil y respetuosa mano le tiraba suavemente del abrigo. Volvióse y vio una oscura masa de paño pardo sobre sí misma revuelta y por cuyo principal pliegue asomaba el avellanado rostro astuto de un labriego castellano. Fijóse en la desgarbada estatura que recordaba al chopo entre los vegetales; vio los sagaces ojos que bajo el ala de ancho sombrero de terciopelo viejo resplandecían; vio la mano morena y  acerada que empuñaba una vara verde, y el ancho pie que, al moverse, hacía sonajear el hierro de la espuela.

 

—¿Es usted el señor don José de Rey? —preguntó echando mano al sombrero.

 

—Sí; y usted —repuso el caballero con alegría— será el criado de doña Perfecta que viene a buscarme a este apeadero para conducirme a Orbajosa.

 

—El mismo. Cuando usted guste marchar... La jaca corre como el viento. Me parece que el señor don José ha de ser buen jinete. Verdad es que a quien de casta le viene...

 

—¿Por dónde se sale? —dijo el viajero con impaciencia—. Vamos, vámonos de aquí, señor... ¿Cómo se llama usted?

 

—Me llamo Pedro Lucas —respondió el del paño pardo, repitiendo la intención de quitarse el sombrero— pero me llaman el tío Licurgo. ¿En dónde está el equipaje del señorito?

 

—Allí bajo el reloj lo veo. Son tres bultos. Dos maletas y un mundo de libros para el señor don Cayetano. Tome usted el talón.

 

Un momento después señor y escudero hallábanse a espaldas de la barraca llamada estación, frente a un caminejo que partiendo de allí se perdía en las vecinas lomas desnudas, donde confusamente se distinguía el miserable caserío de Villahorrenda. Tres caballerías debían transportar todo, hombres y mundos. Una jaca, de no mala estampa, era destinada al caballero. El tío Licurgo oprimiría los lomos de un cuartago venerable, algo desvencijado aunque seguro, y el macho cuyo freno debía regir un joven zagal de piernas listas y fogosa sangre, cargaría el equipaje.

 

Antes de que la caravana se pusiese en movimiento, partió el tren, que se iba  escurriendo por la vía con la parsimoniosa cachaza de un tren mixto. Sus pasos, retumbando cada vez más lejanos, producían ecos profundos bajo tierra. Al entrar en el túnel del kilómetro 172, lanzó el vapor por el silbato, y un aullido estrepitoso resonó en los aires. El túnel, echando por su negra boca un hálito blanquecino, clamoreaba como una trompeta, al oír su enorme voz, despertaban aldeas, villas, ciudades, provincias.

 

Aquí cantaba un gallo, más allá otro. Principiaba a amanecer.

 

 

 

Para descargar el libro completo:

 

http://www.vicentellop.com/TEXTOS/galdos/dperfecta.pdf

 

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lunes, 24 de octubre de 2016

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domingo, 23 de octubre de 2016

''Las dos Elenas'', Carlos Fuentes. Cuento

 

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

Las dos Elenas

Carlos Fuentes

(cuento, 1964)

 

 

 

 

 

No sé de dónde le salen esas ideas a Elena. Ella no fue educada de ese modo.  Y usted, tampoco, Víctor. Pero el hecho es que el matrimonio la ha cambiado.  Sí, no cabe duda.  Creí que le iba a dar un ataque a mi marido. Esas ideas no se pueden defender, y menos a la hora de la cena. Mi hija sabe muy bien que su padre necesita comer en paz. Si no, en seguida, le sube la presión. Se lo ha dicho el médico. Y después de todo, este médico sabe lo que dice. Por algo cobra a doscientos pesos la consulta. Yo le ruego que hable con Elena. A mí no me hace caso. Dígale que le soportamos todo. Que no nos importa que desatienda su hogar por aprender francés. Que no nos importan esas medias rojas de payaso. Pero que a la hora de la cena le diga a su padre que una mujer puede vivir con dos hombres para complementarse... Víctor, por su propio bien usted debe sacarle esas ideas de la cabeza a su mujer.

 

Desde que vio Jules e Jim en un cine-club, Elena tuvo el duende de llevar la batalla a la cena dominical con sus padres —la única reunión obligatoria de la familia—.  Al salir del cine, tomamos el MG y nos fuimos a cenar al Coyote Flaco en Coyoacán. Elena se veía, como siempre, muy bella con el suéter negro y la falda de cuero y las medias que no le gustan a su mamá. Además, se había colgado una cadena de oro de la cual pendía un tallado en jadeíta que, según un amigo antropólogo, describe al príncipe Uno Muerte de los mixtecos. Elena, que es siempre tan alegre y despreocupada, se veía, esa noche, intensa: los colores se le habían subido a las mejillas y apenas saludó a los amigos que generalmente hacen tertulia en ese restaurant un tanto gótico.  Le pregunté qué deseaba ordenar y no me contestó; en vez, tomó mi puño y me miró fijamente. Yo ordené dos pepitos con ajo, mientras Elena agitaba su cabellera rosa pálida y se acariciaba el cuello.

 

—Víctor, nibelungo, por primera vez me doy cuenta que ustedes tienen razón en ser misóginos y que nosotras nacimos para que nos detesten. Ya no voy a fingir más. He descubierto que la misoginia es la condición del amor. Ya sé que estoy equivocada, pero mientras más necesidades exprese, más me vas a odiar y más me vas a tratar de satisfacer. Víctor, nibelungo, tienes que comprarme un traje de marinero antiguo como el que saca Jeanne Moreau.

 

Yo le dije que me parecía perfecto, con tal de que lo siguiera esperando todo de mí.  Elena me acarició la mano y sonrió.

 

—Ya sé que no terminas de liberarte, mi amor. Pero ten fe. Cuando acabes de darme todo lo que yo te pida, tú mismo rogarás que otro hombre comparta nuestras vidas. Tú mismo pedirás ser Jules. Tú mismo pedirás que Jim viva con nosotros y soporte el peso. ¿No lo dijo el Güerito?  Amémonos los unos a los otros, cómo no.

 

Pensé que Elena podría tener razón en el futuro; sabía, después de cuatro años de matrimonio, que al lado suyo todas las reglas morales aprendidas desde la niñez tendían a desvanecerse naturalmente.  Eso he amado siempre en ella: su naturalidad. Nunca niega una regla para imponer otra, sino para abrir una especie de puerta, como aquellas de los cuentos infantiles, donde cada hoja ilustrada contiene el anuncio de un jardín, una cueva, un mar a los que se llega por la apertura secreta de la página anterior.

 

—No quiero tener hijos antes de seis años —dijo una noche, recostada sobre mis piernas, en el salón oscuro de nuestra casa, mientras escuchábamos discos de Cannonball Adderley; y en la misma casa de Coyoacán que hemos decorado con estofados policromos y máscaras coloniales de ojos hipnóticos—. Tú nunca vas a misa y nadie dice nada.

 

—Yo tampoco iré y que digan lo que quieran;  y en el altillo que nos sirve de recámara y que en las mañanas claras recibe la luz de los volcanes.

 

—Voy a tomar el café con Alejandro hoy. Es un gran dibujante y se cohibiría si tú estuvieras presente y yo necesito que me explique a solas algunas cosas; y mientras me sigue por los tablones que comunican los pisos inacabados del conjunto de casas que construyó en el Desierto de Leones.

 

—Me voy diez días a viajar en tren por la República;  y al tomar un café apresurado en el Tirol a media tarde —mientras mueve los dedos en señal de saludo a los amigos que pasan por la calle Hamburgo.

 

—Gracias por llevarme a conocer el burdel, nibelungo. Me pareció como de tiempos de Toulouse-Lautrec, tan inocente como un cuento de Maupassant. ¿Ya ves? Ahora averigüé que el pecado y la depravación no están allí, sino en otra parte; y después de una exhibición privada de El ángel exterminador: Víctor, lo moral es todo lo que da la vida y lo inmoral lo que quita la vida, ¿verdad que sí?

 

Y ahora lo repitió, con un pedazo de sandwich en la boca.

 

—¿Verdad que tengo razón? Si un ménage à trois nos da vida y alegría y nos hace mejores en nuestras relaciones personales entre tres de lo que éramos en la relación entre dos, ¿verdad que eso es moral?

 

Asentí mientras comía, escuchando el chisporroteo de la carne que se asaba a lo largo de la alta parrilla. Varios amigos cuidaban de que sus rebanadas estuvieran al punto que deseaban y luego vinieron a sentarse con nosotros y Elena volvió a reír y a ser la de siempre. Tuve la mala idea de recorrer los rostros de nuestros amigos con la mirada e imaginar a cada uno instalado en mi casa, dándole a Elena la porción de sentimiento, estímulo, pasión o inteligencia que yo, agotado en mis límites, fuese capaz de obsequiarle.

 

Mientras observaba este rostro agudamente dispuesto a escuchar (y yo a veces me canso de oírla), ése amablemente ofrecido a colmar las lagunas de los razonamientos (yo prefiero que su conversación carezca de lógica o de consecuencias), aquél más inclinado a formular preguntas precisas y, según él, reveladoras (y yo nunca uso la palabra, sino el gesto o la telepatía para poner a Elena en movimiento), me consolaba diciéndole que, al cabo, lo poco que podrían darle se lo darían a partir de cierto extremo de mi vida con ella, como un postre, un cordial, un añadido.

 

Aquél, el del peinado a lo Ringo Starr, le preguntó precisa y reveladoramente por qué seguía siéndome fiel y Elena le contestó que la infidelidad era hoy una regla, igual que la comunión todos los viernes antes, y lo dejó de mirar.  Ése, el del cuello de tortuga negro, interpretó la respuesta de Elena añadiendo que, sin duda, mi mujer quería decir que ahora la fidelidad volvía a ser la actitud rebelde. Y éste, el del perfecto saco eduardiano, sólo invitó con la mirada intensamente oblicua a que Elena hablara más: él sería el perfecto auditor.  Elena levantó los brazos y pidió un café express al mozo.

 

Caminamos tomados de la mano por las calles empedradas de Coyoacán, bajo los fresnos, experimentando el contraste del día caluroso que se prendía a nuestras ropas y la noche húmeda que, después del aguacero de la tarde, sacaba brillo a nuestros ojos y color a nuestras mejillas.  Nos gusta caminar, en silencio, cabizbajos y tomados de la mano, por las viejas calles que han sido, desde el principio, un punto de encuentro de nuestras comunes inclinaciones a la asimilación.  Creo que de esto nunca hemos hablado Elena y yo.  Ni hace falta.

 

Lo cierto es que nos da placer hacernos de cosas viejas, como si las rescatáramos de algún olvido doloroso o al tocarlas les diéramos nueva vida o al buscarles el sitio, la luz y el ambiente adecuados en la casa, en realidad nos estuviéramos defendiendo contra un olvido semejante en el futuro.  Queda esa manija con fauces de león que encontramos en una hacienda de los Altos y que acariciamos al abrir el zaguán de la casa, a sabiendas de que cada caricia la desgasta; queda la cruz de piedra en el jardín, iluminada por una luz amarilla, que representa cuatro ríos convergentes de corazones arrancados, quizás, por las mismas manos que después tallaron la piedra, y quedan los caballos negros de algún carrusel hace tiempo desmontado, así como los mascarones de proa de bergantines que yacerán en el fondo del mar, si no muestran su esqueleto de madera en alguna playa de cacatúas solemnes y tortugas agonizantes.

 

Elena se quita el suéter y enciende la chimenea, mientras yo busco los discos de Cannonball, sirvo dos copas de ajenjo y me recuesto a esperarla sobre el tapete.  Elena fuma con la cabeza sobre mis piernas y los dos escuchamos el lento saxo del Hermano Lateef, a quien conocimos en el Gold Bug de Nueva York con su figura de brujo congolés vestido por Disraeli, sus ojos dormidos y gruesos como dos boas africanas, su barbilla de Svengali segregado y sus labios morados unidos al saxo que enmudece al negro para hacerlo hablar con una elocuencia tan ajena a su seguramente ronco tartamudeo de la vida diaria, y las notas lentas, de una plañidera afirmación, que nunca alcanzan a decir todo lo que quieren porque sólo son, de principio a fin, una búsqueda y una aproximación llenas de un extraño pudor, le dan un gusto y una dirección a nuestro tacto, que comienza a reproducir el sentido del instrumento de Lateef: puro anuncio, puro preludio, pura limitación a los goces preliminares que, por ello, se convierten en el acto mismo.

 

 

—Lo que están haciendo los negros americanos es voltearle el chirrión por el palito a los blancos —dice Elena cuando tomamos nuestros consabidos lugares en la enorme mesa chippendale del comedor de sus padres—. El amor, la música, la vitalidad de los negros obligan a los blancos a justificarse. Fíjense que ahora los blancos persiguen físicamente a los negros porque al fin se han dado cuenta de que los negros los persiguen sicológicamente a ellos.

 

—Pues yo doy gracias de que aquí no haya negros —dice el padre de Elena al servirse la sopa de poro y papa que le ofrece, en una humeante sopera de porcelana, el mozo indígena que de día riega los jardines de la casota de las Lomas.

 

—Pero eso qué tiene que ver, papá.  Es como si los esquimales dieran gracias por no ser mexicanos. Cada quien es lo que es y ya. Lo interesante es ver qué pasa cuando entramos en contacto con alguien que nos pone en duda y sin embargo sabemos que nos hace falta. Y que nos hace falta porque nos niega.

 

—Anda, come. Estas conversaciones se vuelven más idiotas cada domingo. Lo único que sé es que tú no te casaste con un negro, ¿verdad?  Higinio, traiga las enchiladas.

 

Don José nos observa a Elena, a mí y a su esposa con aire de triunfo, y doña Elena madre, para salvar la conversación languideciente, relata sus actividades de la semana pasada. Yo observo el mobiliario de brocado color palo-de-rosa, los jarrones chinos, las cortinas de gasa y las alfombras de piel de vicuña de esta casa rectilínea, detrás de cuyos enormes ventanales se agitan los eucaliptos de la barranca.

 

José sonríe cuando Higinio le sirve las enchiladas copeteadas de crema y sus ojillos verdes se llenan de una satisfacción casi patriótica, la misma que he visto en ellos cuando el Presidente agita la bandera el 15 de septiembre, aunque no la misma —mucho más húmeda— que los enternece cuando se sienta a fumar un puro frente a su sinfonola privada y escucha boleros.  Mis ojos se detienen en la mano pálida de doña Elena, que juega con el migajón de bolillo y recuenta, con fatiga, todas las ocupaciones que la mantuvieron activa desde la última vez que nos vimos.  Escucho de lejos esa catarata de idas y venidas, juegos de canasta, visitas al dispensario de niños pobres, novenarios, bailes de caridad, búsqueda de cortinas nuevas, pleitos con las criadas, largos telefonazos con los amigos, suspiradas visitas a curas, bebés, modistas, médicos, relojeros, pasteleros, ebanistas y enmarcadores. He detenido la mirada en sus dedos pálidos, largos y acariciantes, que hacen pelotitas con la migaja.

 

 

 

—...les dije que nunca más vinieran a pedirme dinero a mí, porque yo no manejo nada.  Que yo los enviaría con gusto a la oficina de tu padre y que allí la secretaria los atendería...

 

...la muñeca delgadísima, de movimientos lánguidos, y la pulsera con medallones del Cristo del Cubilete, el Año Santo en Roma y la visita del Presidente Kennedy, realzados en cobre y en oro, que chocan entre sí mientras doña Elena juega con el migajón...

 

—...bastante hace una con darles su apoyo moral, ¿no te parece?  Te busqué el jueves para ir juntas a ver el estreno de Diana. Hasta mandé al chofer desde temprano a hacer cola, ya ves qué colas hay el día del estreno...

 

... y el brazo lleno, de piel muy transparente, con las venas trazadas como un segundo esqueleto, de vidrio, dibujado detrás de la tersura blanca.

 

—...invité a tu prima Sandrita y fui a buscarla con el coche, pero nos entretuvimos con el niño recién nacido.  Está precioso. Ella está muy sentida porque ni siquiera has llamado a felicitarla.  Un telefonazo no te costaría nada, Elenita...

 

... y el escote negro abierto sobre los senos altos y apretados como un nuevo animal capturado en un nuevo continente...

 

—...después de todo, somos de la familia. No puedes negar tu sangre.  Quisiera que tú y Víctor fueran al bautizo. Es el sábado entrante. La ayudé a escoger los ceniceritos que van a regalarle a los invitados. Vieras que se nos fue el tiempo platicando y los boletos se quedaron sin usar.

 

 

Levanté la mirada. Doña Elena me miraba. Bajó en seguida los párpados y dijo que tomaríamos el café en la sala. Don José se excusó y se fue a la biblioteca, donde tiene esa rocola eléctrica que toca sus discos favoritos a cambio de un falso veinte introducido por la ranura. Nos sentamos a tomar el café y a lo lejos el jukebox emitió un glu-glu y empezó a tocar Nosotros mientras doña Elena encendía el aparato de televisión, pero dejándolo sin sonido, como lo indicó llevándose un dedo a los labios. Vimos pasar las imágenes mudas de un programa de tesoro escondido, en el que un solemne maestro de ceremonias guiaba a los cinco concursantes —dos jovencitas nerviosas y risueñas peinadas como colmenas, un ama de casa muy modosa y dos hombre morenos, maduros y melancólicos— hacia el cheque escondido en el apretado estudio repleto de jarrones, libros de cartón y cajitas de música.

 

Elena sonrió, sentada junto a mí en la penumbra de esa sala de pisos de mármol y alcatraces de plástico.  No sé de dónde sacó ese apodo ni qué tiene que ver conmigo, pero ahora empezó a hacer juegos de palabras con él mientras me acariciaba la mano.

 

—Nibelungo.  Ni Ve Lungo.  Nibble Hongo.  Niebla lunga.

 

Los personajes grises, rayados, ondulantes buscaban un tesoro ante nuestra vista y Elena, acurrucada, dejó caer los zapatos sobre la alfombra y bostezó mientras doña Elena me miraba, interrogante, en la oscuridad, con esos ojos negros muy abiertos y rodeados de ojeras profundas. Cruzó una pierna y se arregló la falda sobre las rodillas. Desde la biblioteca nos llegaban los murmullos del bolero Nosotros, que tanto nos quisimos y, quizás, algún gruñido del sopor digestivo de Don José. Doña Elena dejó de mirarme para fijar sus grandes ojos negros en los eucaliptos agitados detrás del ventanal.  Seguí su nueva mirada. Elena bostezaba y ronroneaba, recostada sobre mis rodillas. Le acaricié la nuca. A nuestras espaldas, la barranca que cruza como una herida salvaje las Lomas de Chapultepec parecía guardar un fondo de luz secretamente subrayado por la noche móvil que doblaba la espina de los árboles y despeinaba sus cabelleras pálidas.

 

—¿Recuerdas Veracruz? —dijo, sonriendo, la madre a la hija;  pero doña Elena me miraba a mí. Elena asintió con un murmullo, adormilada sobre mis piernas, y yo contesté.

 

—Sí.  Hemos ido muchas veces juntos.

 

—¿Le gusta? —Doña Elena alargó la mano y la dejó caer sobre el regazo.

 

—Mucho —le dije—.  Dicen que es la última ciudad mediterránea. Me gusta la comida. Me gusta la gente. Me gusta sentarme horas en los portales y comer molletes y tomar café.

 

—Yo soy de allí —dijo la señora;  por primera vez noté sus hoyuelos.

 

—Sí. Ya lo sé.

 

 —Pero hasta he perdido el acento —rió, mostrando las encías—.  Me casé de veintidós años. Y en cuanto vive una en México pierde el acento jarocho.  Usted ya me conoció, pues madurita.           

 

—Todos dicen que usted y Elena parecen hermanas.

 

Los labios eran delgados, pero agresivos.

 

—No. Es que ahora recordaba las noches de tormenta en el Golfo. Como que el sol no quiere perderse,  ¿sabe usted?, y se mezcla con la tormenta y todo queda bañado por una luz muy verde, muy pálida, y una se sofoca detrás de los batientes esperando que pase el agua.  La lluvia no refresca en el trópico.  No más hace más calor. Y no sé por qué los criados tenían que cerrar los batientes cada vez que venía una tormenta. Tan bonito que hubiera sido dejarla pasar con las ventanas muy abiertas.

 

Encendí un cigarrillo.

 

—Sí, se levantan olores muy espesos. La tierra se desprende de sus perfumes de tabaco, de café, de pulpa...

 

—También las recámaras. —Doña Elena cerró los ojos.

 

—¿Cómo?                 

 

—Entonces no había closets. —Se pasó la mano por las ligeras arrugas cercanas a los ojos—.  En cada cuarto había un ropero y las criadas tenían la costumbre de colocar hojas de laurel y orégano entre la ropa. Además, el sol nunca secaba bien algunos rincones.  Olía a moho, ¿cómo le diré?, a musgo...

 

—Sí, me imagino. Yo nunca he vivido en el trópico.  ¿Lo echa usted de menos?

 

Y ahora se frotó las muñecas, una contra otra, y mostró las venas saltonas de las manos.

 

—A veces. Me cuesta trabajo acordarme. Figúrese, me casé de dieciocho años y ya me consideraban quedada.

 

—¿Y todo esto se lo recordó esa extraña luz que ha permanecido en el fondo de la barranca?

 

La mujer se levantó.

 

—Sí. Son los spots que José mandó poner la semana pasada. Se ven bonitos, ¿no es cierto?

 

—Creo que Elena se ha dormido.

 

Le hice cosquillas en la nariz y Elena despertó y regresamos en el MG a Coyoacán.

 

—Perdona esas latas de los domingos —dijo Elena cuando yo salía de la obra a la mañana siguiente—. Qué remedio. Alguna liga debía quedarnos con la familia y la vida burguesa, aunque sea por necesidad de contraste.

 

—¿Qué vas a hacer hoy? —le pregunté mientras enrollaba mis planos y tomaba mi portafolio.

 

Elena mordió un higo y se cruzó de brazos y le sacó la lengua a un Cristo bizco que encontramos una vez en Guanajuato.

 

—Voy a pintar toda la mañana. Luego voy a comer con Alejandro para mostrarle mis últimas cosas. En su estudio. Sí, ya lo terminó. Aquí en el Olivar de los Padres. En la tarde iré a la clase de francés. Quizás me tome un café y luego te espero en el cine-club.  Dan un western mitológico: High Noon. Mañana quedé en verme con esos chicos negros. Son de los Black Muslims y estoy temblando por saber qué piensan en realidad. ¿Te das cuenta que sólo sabemos de eso por los periódicos?

 

"¿Tú has hablado alguna vez con un negro norteamericano, nibelungo?  Mañana en la tarde no te atrevas a molestarme.  Me voy a encerrar a leerme Nerval de cabo a rabo.  Ni crea Juan que vuelve a apantallarme con el soleil noir de la mélancolie y llamándose a sí mismo el viudo y el desconsolado.  Ya lo caché y le voy a dar un baño mañana en la noche.  Sí, va a "tirar" una fiesta de disfraces. Tenemos que ir vestidos de murales mexicanos. Más vale asimilar eso de una vez. Cómprame unos alcatraces, Víctor nibelunguito,  y si quieres vístete de cruel conquistador Alvarado que marcaba con hierros candentes a las indias antes de poseerlas —Oh Sade, where is thy whip?—  Ah, y el miércoles toca Miles Davies en Bellas Artes.  Es un poco passé, pero de todos modos me alborota el hormonamen.  Compra boletos.  Chao, amor".

 

Me besó la nuca y no pude abrazarla por los rollos de proyectos que traía entre manos, pero arranqué con el auto con el aroma del higo en el cuello y la imagen de Elena con mi camisa puesta, desabotonada y amarrada a la altura del ombligo y sus estrechos pantalones de torero y los pies descalzos, disponiéndose a..., ¿iba a leer un poema o a pintar un cuadro?  Pensé que pronto tendríamos que salir juntos de viaje. Eso nos acercaba más que nada.  Llegué al periférico.  No sé por qué, en vez de cruzar el puente de Altavista hacia el Desierto de los Leones, entré al anillo y aceleré.  Sí, a veces lo hago. Quiero estar solo y correr y reírme cuando alguien me la refresca. Y, quizás, guardar durante media hora la imagen de Elena al despedirme, su naturalidad, su piel dorada, sus ojos verdes, sus infinitos proyectos, y pensar que soy muy feliz a su lado, que nadie puede ser más feliz al lado de una mujer tan vivaz, tan moderna, que..., que me..., que me complementa tanto.

 

Paso al lado de una fundidora de vidrio, de una iglesia barroca, de una montaña rusa, de un bosque de ahuehuetes.  ¿Dónde he escuchado esa palabrita?  "Complementar".  Giro alrededor de la fuente de Petróleos y subo por el Paseo de la Reforma.  Todos los automóviles descienden al centro de la ciudad, que reverbera al fondo detrás de un velo impalpable y sofocante.  Yo asciendo a las Lomas de Chapultepec, donde a estas horas sólo quedan los criados y las señoras, donde los maridos se han ido al trabajo y los niños a la escuela y seguramente mi otra Elena, mi complemento, debe esperar en su cama tibia con los ojos negros y ojerosos muy azorados y la carne blanca y madura y honda y perfumada como la ropa en los bargueños tropicales.

 

 

 

Fuente:

 

http://perrerac.org/cuentos/carlos-fuentes-las-dos-elenas/1699/

 

 

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lunes, 17 de octubre de 2016

Red Flor de Lis / Talleres Geometria Sagrada



 

Talleres de Geometría Sagrada

 


Están invitados a la conferencia gratuita "Alquimia Interior" este viernes 21 a las 18:00 horas en la Feria Ricardo Palma, Parque Salazar, Sala Martín Adán. Se dialogará acerca de la importancia de activar nuestra geometría sagrada y campo electromagnético para ser los nuevos templos Cielo - Tierra que el planeta requiere. Estará a cargo de los conferencistas Ana Karina Sandoval y el Arquitecto Oscar Semanche.

De igual modo, el Arquitecto Oscar Senmache Ahumada facilitará dos talleres los días domingo 23 y 30 de octubre. El taller del día 23 será sobre "Geometría Sagrada aplicada a las Artes y la Arquitectura Holística" y el del día 30 sobre "Códigos de activación para la conciencia planetaria".

 

TALLER DE GEOMETRIA SAGRADA
Pautas y patrones de diseño natural

Aplicada a las Artes y la Arquitectura Holística

" El sonido activa la vida, la luz contiene la intención y la geometría armoniza el entorno ".

La Geometría Armónica es un lenguaje universal que junto a la Luz y el sonido confieren armonía, equilibrio y belleza a nuestras manifestaciones artísticas que son una expresión del alma, decodificar el lenguaje de las formas facilita al individuo la capacidad de interpretar su entorno natural y cocrear armónicamente con él.

Así de manera práctica nos ponemos "manos a la forma" trabajando coherentemente en la manifestación de nuestra creatividad en cualquier forma de expresión artística como es el caso del diseño gráfico, el diseño de interiores, el diseño industrial, la arquitectura donde en la práctica la geometría sea un reflejo del uso de los patrones que existen en la naturaleza.

Taller práctico de 7 horas
Fecha:   Domingo 23 de Octubre
Horario:  de 10:00 a 13:30 y de 14:30 a 18:00 hrs.

Costo: S/ 150 soles

Informes e inscripciones: redflordelis@gmail.com / 962-545726

Dirigido a artistas, diseñadores, arquitectos y público en general

Temática:

  • Herramientas creadoras: Sonido, Luz y Forma
  • Las Dimensiones del Espacio Geométrico
  • Patrones de Diseño Bidimensional (redes y entramados)
  • Patrones de Diseño Tridimensional (sólidos platónicos)
  • Patrones de Diseño Tridimensional (sólidos arquimedianos)
  • Flujos Geométricos: Radiaciones, Espirales y Ramificaciones
  • Las Proporciones Armónicas y la secuencia Fibonacci
  • Domos geodésicos y zomes
  • Pautas y patrones en la Naturaleza

Se entregarán materiales para construir las geometrías.

TALLER DE GEOMETRIA SAGRADA
Códigos de activación para la conciencia planetaria

" La Triada que estructura la manifestación del Ser está presente en el amor incondicional, la sabiduría infinita y la voluntad divina ".

Reconocer la trinidad de nuestra realidad, decodificar y reconocer sus patrones de origen permitiendo que la energía de vida fluya a través de nosotros, nos facilita poner en acción nuestra misión aquí en la tierra.

La Geometría Armónica es un lenguaje que yace al interior de nuestra estructura energética mórfica donde su danza holográfica proporciona el potencial necesario para expresarnos con plenitud a través de nuestro de servicio álmico. Recuperar el flujo de nuestra conexión entre el cielo y la tierra y permitirnos dar el salto cuántico de forma consciente nos llevan gradualmente a la sanidad integral necesaria para despertar a la conciencia de unidad y el servicio planetario.

Taller práctico de 7 horas
Fecha:  Domingo 30 de Octubre
Horario:  de 10:00 a 13:30 y de 14:30 a 18:00 hrs.

Costo: S/ 150 soles

Informes e inscripciones: redflordelis@gmail.com / 962-545726

Dirigido al público en general.

Temática:

  • El Universo y los niveles de conciencia
  • La Triada Divina: vibración del alma, rayo de luz y mandala individual
  • La Conciencia de Unidad y las 12 redes de servicio
  • El enraizamiento o conexión Cielo-Tierra
  • El cambio frecuencial y la activación del ADN
  • El propósito del Ser y nuestros guías
  • Los Sólidos Platónicos y los chakras inferiores
  • Los Sólidos Arquimedianos los chakras superiores
  • La Red de Conciencia y la activación planetaria

Se entregarán materiales para construir las geometrías.

Facilitador: Oscar Senmache Ahumada
Facebook: Antael Rayo Blanco

Arquitecto de profesión, titulado en la Universidad Particular Ricardo Palma de Lima – Perú. Permacultor certificado por el Permaculture Research Institute.
Es facilitador de los Talleres de Sacroarquitectura, Geometría Armónica y Bioconstrucción aplicada a la Arquitectura y las Artes para el desarrollo de la expresión creativa coherente y al Despertar de la Conciencia Planetaria para el desarrollo integral del Ser.
Conferencista Internacional, Fundador de Sacroarquitectura para el desarrollo de los proyectos de las nuevas Comunidades de Transición, Centros Holísticos, Viviendas Saludables y Escuelas en un entorno ecológico natural y sustentable, difundiendo las leyes arquetípicas para la cocreación armónica, integrando en los lineamientos la Geometría, la Luz y el Sonido como lenguaje universal en la unificación, comprensión y manifestación de esta nueva realidad en el actual proceso de transformación hacia una nueva dimensión de conciencia.

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Enlaces de referencia:

https://www.youtube.com/watch?v=kQKpLeFFP-c (Fundación Arsayian)
https://www.youtube.com/watch?v=OqTJez0m2sU (Radio Arsayian)
https://www.youtube.com/watch?v=lo_LxyAgvTE  (Vidas Consagradas 1) https://www.youtube.com/watch?v=67Vt7u_J1Ds (Vidas Consagradas2)
http://www.youtube.com/watch?v=yw5fI9pF66w  (Domos Geodésicos Concepción)
http://www.youtube.com/watch?v=PBFQkQqfl-E (Documental Pachakuti)
http://www.youtube.com/watch?v=aG4F53_82ss  (11:11:11 Capilla del Monte)
http://www.youtube.com/watch?v=ULLa9V0otM0  (Pedagogia 3000)
http://www.youtube.com/watch?v=FvMciRs4fdQ&feature=related  (Pedagogia 3000)
https://www.youtube.com/watch?v=9dryxjbcE3M (Café Holístico – Perú)
http://www.youtube.com/watch?v=Wwxd-0B7imw  (Nature by Numbers)


 


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sábado, 15 de octubre de 2016

''Canaima'', Rómulo Gallegos. Novela

 

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

Canaima (novela)

Rómulo Gallegos

 

 

I

Pórtico

 

 

Barra del Orinoco. El serviola de estribor lanza el escandallo y comienza a vocear el sondaje:

 

—¡Nueve pies! ¡Fondo duro! Bocas del Orinoco!

 

Puertas, apenas entornadas todavía, de una región donde imperan tiempos de violencia y de aventura... Una ceja de manglares flotantes, negros, es el turbio amanecer. Las aguas del río ensucian el mar y saturan de olores terrestres el aire yodado.

 

—¡Ocho pies! ¡Fondo blando!

 

Bandadas de aves marinas que vienen del Sur, rosarios del alba en el silencio lejano. Las aguas del mar aguantan el empuje del río y una cresta de olas fangosas corre a lo largo de la barra.

 

—¡Ocho pies! ¡Fondo duro!

 

Destellos de aurora. Arreboles bermejos... ¡Y eran verdes los negros manglares!

 

—¡Nueve pies! ¡Fondo blando!

 

De la tierra todavía soñolienta, hacia el mar despierto con el ojo fúlgido al ras del horizonte, continúan saliendo las bandadas de pájaros. Los que madrugaron ya revolotean sobre aguas centelleantes: los alcatraces grises, que nunca se sacian; las pardas cotúas, que siempre se atragantan; las blancas gaviotas voraces del áspero grito; las negras tijeretas de ojo certero en la flecha del pico.

 

—¡Nueve pies! ¡Fondo duro!

 

A los macareos han llegado millares de garzas: rojas corocoras, chusmitas azules y las blancas, de toda blancura; pero todas albean los esteros. Ya parece que no hubiera sitio para más y aún continúan llegando en largas bandadas de armonioso vuelo.

 

—¡Diez pies, fondo duro!

 

Acaban de pronto los bruscos maretazos de las aguas encontradas, los manglares se abren en bocas tranquilas, cesa el canto del sondaje y comienza el maravilloso espectáculo de los caños del Delta.

 

Término fecundo de una larga jornada que aún no se sabe precisamente dónde empezó, el río niño de los alegres regatos al pie de la Parima, el río joven de los alardosos escarceos de los pequeños raudales, el río macho de los iracundos bramidos de Maipures y Atures, ya viejo y majestuoso sobre el vértice del Delta, reparte sus caudales y despide sus hijos hacia la gran aventura del mar: y son los brazos robustos reventando chubascos, los caños audaces que se marchan decididos, los adolescentes todavía soñadores que avanzan despacio y los caños niños, que se quedan dormidos entre los verdes manglares.

 

Verdes y al sol de la mañana y flotantes sobre aguas espesas de limos, cual la primera vegetación de la tierra al surgir del océano de las aguas totales; verdes y nuevos y tiernos, como lo más verde de la porción más tierna del retoño más nuevo, aquellos islotes de manglares y borales componían, sin embargo, un paisaje inquietante, sobre el cual reinara todavía el primaveral espanto de la primera mañana del mundo.

 

A trechos apenas divisábase alguna solitaria garza inmóvil, como en espera de que acabase de surgir aquel mundo retardado; pero a trechos, caños dormidos de un laberinto silencioso, la soledad de las plantas era absoluta en medio de las aguas cósmicas.

 

Mas el barco avanza y su marcha es tiempo, edad del paisaje. Ya los manglares son matorrales de ramas adultas, maraña bravía que ha perdido la verde piel niña y no mama del agua sino muerde las savias de la tierra cenagosa.

 

 

 

Para descargar el libro completo:

 

https://www.guao.org/sites/default/files/biblioteca/Canaima%20-%20R%C3%B3mulo%20Gallegos.pdf

 

 

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domingo, 9 de octubre de 2016

''El perfume'', Patrick Süskind. Novela

 

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

El perfume

Patrick Süskind

 

 

Primera Parte

 

1

 

En el siglo XVIII vivió en Francia uno de los hombres más geniales y abominables de una época en que no escasearon los hombres abominables y geniales. Aquí relataremos su historia. Se llamaba Jean-Baptiste Grenouille y si su nombre, a diferencia del de otros monstruos geniales como De Sade, Saint-Just, Fouchè, Napoleón, etcétera, ha caído en el olvido, no se debe en modo alguno a que Grenouille fuera a la zaga de estos hombres célebres y tenebrosos en altanería, desprecio por sus semejantes, inmoralidad, en una palabra, impiedad, sino a que su genio y su única ambición se limitaban a un terreno que no deja huellas en la historia: al efímero mundo de los olores.

 

En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata, las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre, las curtidurías, a lejías cáusticas, los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo, el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, si, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor.

 

Y, como es natural, el hedor alcanzaba sus máximas proporciones en París, porque París era la mayor ciudad de Francia. Y dentro de París había un lugar donde el hedor se convertía en infernal, entre la Rue aux Fers y la Rue de la Ferronnerie, o sea, el Cimetiére des Innocents. Durante ochocientos años se había llevado allí a los muertos del hospital H4tel-Dieu y de las parroquias vecinas, durante ochocientos años, carretas con docenas de cadáveres habían vaciado su carga día tras día en largas fosas y durante ochocientos años se habían ido acumulando los huesos en osarios y sepulturas. Hasta que llegó un día, en vísperas de la Revolución Francesa, cuando algunas fosas rebosantes de cadáveres se hundieron y el olor pútrido del atestado cementerio incitó a los habitantes no sólo a protestar, sino a organizar verdaderos tumultos, en que fue por fin cerrado y abandonado después de amontonar los millones de esqueletos y calaveras en las catacumbas de Montmartre. Una vez hecho esto, en el lugar del antiguo cementerio se erigió un mercado de víveres.

 

 

Para descargar el libro completo:

 

http://www.daemcopiapo.cl/Biblioteca/Archivos/7_5150.pdf

 

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