Pages

domingo, 27 de septiembre de 2015

''Adolfo'', Rafael Delgado. Cuento

 

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

Adolfo

Rafael Delgado

 

 

 

 

I

 

 

—¿Quiere usted saber esa historia?... Era un guapo mozo. La última vez que vino a visitarme fue en Navidad, después del baile de la señora de P…, aquel baile de fantasía, suntuoso y brillante como una fiesta de hadas, que tanto dio que hablar a los periódicos y tanto que disparatar en jerga hispano-gálica a los Langostinos de la prensa.

 

Estuvo sentado en ese sillón, cerca de esta mesa, triste, desalentado como un enfermo. Durante la conversación, si tal nombre merece el hablar con monosílabos, jugaba con este lindo cuchillo de nácar, o se entretenía en hojear una colección de estampas de Goupil.

 

Era un guapo mozo: distinguido, elegante, un ser mimado de la Fortuna. Me parece que le veo Gallardo cuerpo, frente despejada y hermosa, facciones delicadas, recta y fina nariz; pálido, con la palidez de Byron o de Werther; ojos negros, grandes, rasgados, vivos, llenos de pasión; barba cortada en punta, a la antigua usanza española; bigote retorcido y echado hacia adelante; en fin, algo de "la fatal belleza de un Valois." Además, talento, cultura, juventud y riqueza.

 

Amado de sus padres, como hijo único, heredero de cuantioso capital, admirado por sus trenes y sus caballos, rodeado siempre de amigos, le envidiaban todos los hombres e interesaba en su favor a todas las mujeres.

 

¡Qué distinguido cuando se vestía el frac! ¡Qué gentil a caballo, vestido con nuestro elegante traje nacional! ¡Qué regia majestad la suya en el baile de la señora P...! Calzas negras, de seda; jubón y ropilla de terciopelo negro, acuchillado de azul; birretina de luenga pluma, y al cinto una daga milanesa con el puño cuajado de brillantes.

 

Entró en el salón, alegre, regocijado, feliz, ebrio de vida y de amor; pero después de la media noche, en el cotillón, a la hora del juego de los ramilletes y de la manzana de oro, observé que al estrechar la mano de Enriqueta, la encantadora hija del General A convertida esa noche en una Ofelia "deliciosa y espiritual" —así lo dijo en "El Abanico" el cronista Querubín—, cuando todas las miradas estaban fijas en él, le vi demudarse, temblar, bajar los ojos, y murmurar al oído de su compañera una de esas frases frívolas y vanas, una estupidez de salón, acaso encubridora de pena profunda.

 

A poco salía de aquella casa para principiar una vida de horribles degradaciones que acabarán por llevarle al sepulcro.

 

 

 

 

Para descargar el texto completo:

 

 

http://cdigital.dgb.uanl.mx/la/1080013802_C/1080013802_T1/1080013802_MA.PDF

 


--
La libertad no hace felices a los humanos..., simplemente los hace humanos.

--
Has recibido este mensaje porque estás suscrito al grupo "Francia" de Grupos de Google.
Para anular la suscripción a este grupo y dejar de recibir sus mensajes, envía un correo electrónico a francia+unsubscribe@googlegroups.com.
Para publicar en este grupo, envía un correo electrónico a francia@googlegroups.com.
Visita este grupo en http://groups.google.com/group/francia.
Para acceder a más opciones, visita https://groups.google.com/d/optout.

domingo, 20 de septiembre de 2015

''Amor y desgracia'', Florencio María del Castillo. Novela

 

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

Amor y desgracia

Florencio María del Castillo

 

 

 

Llena de profunda tristeza concluía la tarde; una capa de nubes blancas y cenicientas ocultaba la faz del cielo; no lucían los rayos vivificantes del sol; la luz era azulada, opaca, como la que pasa a través de un velo, y un viento frío y penetrante levantaba por momentos nubes de polvo, que volvían a caer al instante.

 

Eran como las cinco y la luz penetraba apenas por una estrecha ventana en la estancia donde deben pasar algunas escenas de la historia presente. Es imposible calcular cuánto influye en nuestra imaginación el carácter del tiempo; una tarde fría y triste como la que describo, hace ver todos los objetos con un tinte indefinible de melancolía; en esas horas es imposible tener el corazón expansivo. Cerca de la ventana, un joven escribía afanosamente sobre una mesa: tenía la frente apoyada sobre la palma de la mano izquierda, mientras que con la derecha trazaba algunas líneas sobre el papel blanco que tenía delante.

Reinaba un profundo silencio, interrumpido tan sólo de vez en cuando por e l rechinido de la pluma o por algún gemido del joven. La luz que penetraba a través de los opacos cristales de la ventana, apenas alcanzaba a iluminar, como e l moribundo resplandor del crepúsculo, la mesa donde el joven escribía, y sus luengos y castaños cabellos, que s e habían desprendido y caían sobre su frente formando un velo que Impedí a ver su s facciones; todo lo demás de la habitación se perdía entre las sombras, y sólo un pequeño espejo colocado en pared opuesta, retrataba parte de la ventana, que por un efecto de óptica parecía una distancia muy grande, aumentándose así, en apariencia, los límites de la habitación .

 

De pronto, el joven lanzó un gemido más doloroso que los que ante s habían agitado su pecho, y dejó caer con desaliento la pluma; se levantó con las manos en los cabellos y murmuró a media voz:

 

—¡Es imposible!... ¡No tendrán compasión de mí!...

 

Luego añadió con más energía:

 

—¡Quisiera volverme loco!...,¡quisiera morir!...

 

Volvió a reinar un silencio profundo, que parecía zumbar en los oídos.

 

—¡Ya es casi de noche —continuó—, y no he podido estudiar un instante! ¿Pero está en mí mano hacerlo cuando todo se conjura contra mí? ¡Dios mío!, tú que lees en los corazones, ¿es acaso un crimen el que yo he cometido?... ¡Oh no!... ¿Podía ver padecer…, ¿podía ver morir sin remedio ni consuelo a ese pobre ángel, y llevar mi probidad hasta conservar intacto ese funesto depósito? ¡Oh!, haberlo hecho así hubiera sido un crimen…, un asesinato, porque los auxilios a tiempo te han salvado… Pero, ¿quién hubiera podido pensar que a tan extremo llegaría la inhumanidad de ese hombre? ¿No le he prometido servir de rodillas si así lo quiere? ¡Seré su esclavo! ¡Le daría mi vida, mi sangre! ¿Tiene corazón de piedra, que no le enternece mi situación? ¡Una prisión!, esa idea me llena de espanto…

 

Para descargar el libro completo:

 

http://cdigital.dgb.uanl.mx/la/1080013794/1080013794_MA.PDF

 


--
La libertad no hace felices a los humanos..., simplemente los hace humanos.

--
Has recibido este mensaje porque estás suscrito al grupo "Francia" de Grupos de Google.
Para anular la suscripción a este grupo y dejar de recibir sus mensajes, envía un correo electrónico a francia+unsubscribe@googlegroups.com.
Para publicar en este grupo, envía un correo electrónico a francia@googlegroups.com.
Visita este grupo en http://groups.google.com/group/francia.
Para acceder a más opciones, visita https://groups.google.com/d/optout.

domingo, 13 de septiembre de 2015

''La Rumba'', Ángel del Campo. Novela

 

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

La rumba

Ángel del Campo y Valle

 

 

 

 

 

I

 

 

La iglesia era una ruina; el terciopelo del musgo bordaba las cornisas, daba tintes negruzcos a la cúpula y descendía en alargadas manchas hasta el piso como si fuera el rastro de seculares escurrimientos de lluvia.

 

Se perfilaba tristemente su torre sin campanas en el incendio de la púrpura vespertina; recortábase como una filigrana en el horizonte, bocas de fragua parecían o sus ventanas ojivales y ligera red de alambres sus enmohecidas rejas. Diríase que era una momia, oscura, con huellas de lepra, respirando muerte si algunos pájaros en festivo grupo no alegraran el silencio del abandonado campanario. Abatíanse en los florones de la cúpula, aleteaban en la torcida cruz, picoteaban el libro abierto que tenía en la mano un santo de cantería, y atronaban entrando al coro —por los vidrios rotos o viajando de una enorme cuarteadura llena de nidos al alambre del teléfono y de ahí a un árbol de pirú, que lloraba sus frondas cargadas con racimos de coral sobre los arcos de la casa del cura.

 

Siempre estaba cerrada por falta de culto. Los domingos, repicaba su campana rajada llamando a la única misa que se celebraba: la de doce.

 

Alzábase carcomida sobre el enjambre de casucas miserables del suburbio y haciendo más grande la soledad de La Rumba, inmensa plazuela que se extendía a su frente y en la cual desembocaba un dédalo de oscuras callejuelas.

 

La Rumba tenía fama en los barrios lejanos; contábase que era el albergue de las gentes de mala alma; una temible guarida de asesinos y ladrones, y citaban el nombre de un Florencio Carvajal, que debía siete vidas; Marcos Pezuela, zapatero, había envejecido en Belén y después de extinguir su condena se había refugiado en aquel vivero de malhechores.

 

Y era triste aquel lugar enorme, desierto; una fuente seca que servía de muladar era el centro; los desechos de todo el vecindario: ollas rotas, zapatos inconocibles, inmundicia, hasta ramos de flores marchitas de la parroquia se hacinaban en aquella fuente, de la que surgía una cruz de piedra, que conservaba pedazos de papel dorado, colgajos de papel de China y una podrida guirnalda de ciprés, restos quizá de alguna fiesta, destruidos por la lluvia, el viento y la intemperie.

 

Un chopo escueto se bamboleaba a su lado, tan falto de frondas y llenos de varejones, que parecía una escoba de ramas secas enterrada en el polvo.

 

En derredor corría un círculo de casas. Bajo un portal estaba un tenducho: La Rumba; en una esquina la pulquería Los ensueños de Armando; en las enmohecidas rejas de la casa menos vieja y en el fondo de un pizarrón, el blanco letrero de Amiga Municipal; una maderería elevaba hasta el cielo una pirámide de tablones que sobresalían de las tapias, y más allá arrojaba un penacho de humo la negra chimenea de no sé qué fábrica.

 

Reinaba un profundo silencio en aquel lugar; llegaban confusos los toques de corneta del cuartel cercano. De un lado a otro no podía distinguirse a una persona y aparecía como una mancha amarilla el tranvía que desembocaba del callejón del Tecolote.

 

Sonaban lejanos, metálicos, los martillazos de una herrería: la de Cosme Vena, que se adivinaba en la acera contraria por el manchón rojizo de las ascuas en el fondo de una casuca.

 

Raros eran los transeúntes: el cura que atravesaba de la parroquia a la tienda; a las once, los soldados que hacían la limpieza de los caballos en La Rumba, y les daban agua en larga pileta pegada a la tapia de la Iglesia; algunos arrieros que se apeaban en la pulquería y dejaban vagar sus recuas en el polvo, mientras el jefe desensillaba su rocinante y en un ayate le desparramaba un poco de trigo, y con un cabestro lo ataba al chopo. El animal comía a la delgada sombra del árbol, importunado por la negra nube de moscas que surgía de las basuras de la fuente y lo acosaban sin que cesara de sacudir su cola enlodada a diestra y siniestra.

 

 

 

 

Para descargar el texto completo:

 

http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/Colecciones/ObrasClasicas/_docs/Rumba.pdf

 


--
La libertad no hace felices a los humanos..., simplemente los hace humanos.

--
Has recibido este mensaje porque estás suscrito al grupo "Francia" de Grupos de Google.
Para anular la suscripción a este grupo y dejar de recibir sus mensajes, envía un correo electrónico a francia+unsubscribe@googlegroups.com.
Para publicar en este grupo, envía un correo electrónico a francia@googlegroups.com.
Visita este grupo en http://groups.google.com/group/francia.
Para acceder a más opciones, visita https://groups.google.com/d/optout.

domingo, 6 de septiembre de 2015

''Los pechos privilegiados'', Juan Ruiz de Alarcón. Comedia

 

Un saldo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

Los pechos privilegiados

Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza

 

 

 

Personajes que intervienen:

 

El REY don Alfonso de León, galán.

Don RODRIGO de Villagómez, galán.

El rey don SANCHO, galán.

Don RAMIRO, galán.

El CONDE Melendo, viejo grave.

Don BERMUDO, su hijo.

NUÑO, criado del Conde.

CUARESMA, gracioso.

Doña LEONOR, dama.

Doña ELVIRA, dama.

JIMENA, villana.

Un PAJE.

Don MENDO, cortesano.

Otro CORTESANO.

FORTÚN, criado del rey don Sancho.

Dos VILLANOS.

 

 

 

 

ACTO PRIMERO

 

 

Salen el CONDE y RODRIGO

 

 

RODRIGO: Famoso Melendo, conde

 de Galicia, no penséis

 que la pretensión que veis

 sólo al amor corresponde

 de mi adorada Leonor;

 que vuestra firme amistad

 tiene más autoridad

 en mi pecho que su amor.

 Por esto me resolví

 a lo que el alma desea,

 porque parentesco sea

 lo que amistad hasta aquí.

 

CONDE: Bien pienso, noble Rodrigo

de Villagómez, que estáis

 seguro de que gozáis

 el primer lugar conmigo

 de amistad; bien lo he mostrado

 con una y otra fineza,

 pues yo he sido de su alteza

 ayo, tutor y privado;

 y aunque el amor he entendido

 que os tiene su majestad,

 estimo vuestra amistad

 tanto, que no me han movido

 a que de él quiera apartaros

 los celos de su privanza;

 que ésta es la mayor probanza

 que de mi fe puedo daros;

 que es alta razón de estado,

 si bien no conforme a ley,

 no subir cerca del rey

 competidor el privado;

 porque la ambición inquieta

 es de tan vil calidad,

 que ni atiende a la amistad,

 ni el parentesco respeta.

 Mas aunque es tan verdadera

 mi amistad, no por amigo

 me obligáis; que por Rodrigo

 de Villagómez os diera

 también de Leonor la mano,

 alegre y desvanecido

 de lo que con tal marido

 gana mi hija, y yo gano.

 

RODRIGO: Las plantas, Melendo, os beso

 por la merced que me hacéis.

 

CONDE: Alzad, alzad; que ofendéis

 vuestra estimación con eso,

 pues ni el reino de León

 ni España toda averigua

 o calidad más antigua,

 o más ilustre blasón

 que vuestra prosapia ostenta;

 a quien, para eternizallos,

 dan fuerza tantos vasallos,

 y tantos lugares renta.

 

RODRIGO: Todo, gran Melendo, es poco

 para que alcanzar pretenda

de vuestra sangre una prenda,

 cuyo bien me vuelve loco.

 Y así, con vuestra licencia,

 al Rey la quiero pedir;

 que no basta a resistir

 al deseo la paciencia.

 

CONDE: Y yo llevar al instante

 la alegre nueva a Leonor,

 de que es mi amigo mayor

 su más verdadero amante.

 

Vase el CONDE

 

RODRIGO: En tanto bien, pensamiento,

 ¿qué resta que desear,

 sino sólo refrenar

 los impulsos del contento?

 Que, según del alma mía

 la capacidad excede,

 como la tristeza puede

 matar también la alegría.

 Al rey quiero hablar. Él viene.

 Su licencia y mi ventura

 la esperanza me asegura

 en el amor que me tiene.

 

Sale el REY

 

REY: ¡Rodrigo!

 

RODRIGO: ¡Señor!

 

REY: Agora

 a buscaros envïaba;

 que ya sin vos dilataba

 a muchos siglos un hora.

 

RODRIGO: ¿Cuándo pude merecer,

 señor, gozar tan crecido

 favor?

 

REY: A tiempo he venido

 en que el vuestro he menester.

 

RODRIGO: Hoy mi ventura de nuevo

 comenzaré a celebrar,

 si en algo empiezo a pagar

 lo mucho, señor, que os debo.

 

REY: En algo no; en todo, amigo,

 me dará por satisfecho.

 

RODRIGO: Acabe, pues, vuestro pecho

 de ser liberal conmigo.

 

REY: Yo estoy —por decirlo todo

 de una vez— enamorado;

 y es tan alto mi cuidado,

 que no puedo tener modo

 de remediar mi pasión

 si vos no sois el tercero,

 porque las prendas que quiero,

 prendas de Melendo son.

 

RODRIGO: (¡Ay de mí! Leonor será: Aparte

 ¿quién lo duda?)

 

REY: Vos, Rodrigo,

 sois tan familiar amigo

 del conde, que no podrá

 darme mayor confïanza

 otro que vos, ni tener

 ocasión de disponer

 los medios a mi esperanza,

 que oomo a su bien mayor,

 a los favores aspira

 de la hermosa doña Elvira.

 

RODRIGO: (Cobró la vida mi amor.) Aparte

 

REY: Éste es el bien que pretendo

 por vuestra mano alcanzar.

 

RODRIGO: ¿Teméis que os ha de negar

 la de su hija Melendo,

 si os queréis casar, señor?

 Declaraos con él; que es cierto

 que alcanzaréis por concierto

 lo que intentáis por amor.

 

REY: ¿En tan poco habéis creído

 que me estimo, que os pidiera,

 si ser su esposo quisiera,

 el favor que os he pedido?

 

RODRIGO: ¿Y en tan poca estimación

 os tengo yo, que debía

 presumir que en vos cabía

 injusta imaginación?

 ¿Y en tan poco me estimáis,

 o me estimo yo, que crea

 que para una cosa fea

 valeros de mi queráis?

 Y al fin, ¿tan poco entendéis

 que estimo al conde, que entienda

 que vuestra afición le ofenda,

 si ser su yerno podéis?

REY: A mí y al conde y a vos,

 Rodrigo, estimar es justo;

 mas ni tiene ley el gusto,

 ni razón el ciego dios.

 Y cuando Sancho Garcia,

 conde de Castilla, intenta

 --porque así la paz aumenta

 entre su gente y la mía--

 darme de doña Mayor,

 su hermosa hija, la mano,

 y el leonés y el castellano

 tuvieran por loco error,

 pudiendo, no efectuallo,

 ¿con qué disculpa o qué ley

 trocará su igual un rey

 por la hija de un vasallo?

 

RODRIGO: Pues si en eso correspondo

 a la razón vuestro pecho,

 ¿Por qué también no lo ha hecho

 para no ofender al conde?

 

REY: Porque lo primero fundo

 en buena razón de estado,

 y en estar enamorado,

 que es sinrazón, lo segundo.

 Esto habéis de hacer por mí,

 si es que mi vida estimáis,

 y si el lugar deseáis

 pagar que en el alma os di.

 

RODRIGO: Señor, mirad.

 

REY: Ciego estoy.

 No me aconsejéis, Rodrigo.

 Esto haced, si sois mi amigo.

 

RODRIGO: Alfonso, porque lo soy,

 os pongo de la verdad

 a los ojos el espejo;

 que se ve en el buen consejo

 la verdadera amistad.

 

REY: Yo me doy por advertido,

 y del consejo obligado;

 mas pues habiéndole dado,

 con quien sois habéis cumplido,

 determinándome yo

 a no tomarle. Rodrigo,

 debe ayudarme mi amigo

 a lo mismo que culpó.

 

RODRIGO: Nunca disculpa la ley

 de la amistad el error.

 

REY: ¿Discülpa queréis mayor

 que hacer el gusto del rey?

 

RODRIGO: Antes seré más culpado,

 y de eso mismo se arguye,

 porque del rey se atribuye

 siempre el error al privado.

 Y con razón; que es muy cierto

 que el divino natural

 que da la sangre real

 no puede hacer desacierto,

 si al genio bien inclinado

 de quien sólo bien se aguarda,

 hacen dos ángeles guarda

 y aconseja un buen privado.

 

REY: Líbreos Dios que la pasión

 del amor sujete al rey;

 que ni hay consejo ni ley,

 ni sangre ni inclinación;

 antes llega a enfurecer

 con tanta mayor violencia,

 cuanto mayor resistencia

 tuvo el amor que vencer.

 Y puesto que me venció,

 y he llegado a resolverme,

 os toca ya obedecerme,

 si aconsejarme os tocó.

 

 

 

Para descargar el libro completo:

 

http://www.medellindigital.gov.co/Mediateca/repositorio%20de%20recursos/Ruiz%20De%20Alarc%C3%B3n%20Y%20Mendoza,%20Juan/Ruiz_de_Alarco_n_y_Mendoza_Juan-Los%20pechos%20privilegiados.pdf

 


--
La libertad no hace felices a los humanos..., simplemente los hace humanos.

--
Has recibido este mensaje porque estás suscrito al grupo "Francia" de Grupos de Google.
Para anular la suscripción a este grupo y dejar de recibir sus mensajes, envía un correo electrónico a francia+unsubscribe@googlegroups.com.
Para publicar en este grupo, envía un correo electrónico a francia@googlegroups.com.
Visita este grupo en http://groups.google.com/group/francia.
Para acceder a más opciones, visita https://groups.google.com/d/optout.

martes, 1 de septiembre de 2015

''El club de la pelea'', Chuck Palahniuk (novela)

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

 

El club de lucha

Chuck Palahniuk

 

 

 

 

Uno

 

 

Tyler me consigue un trabajo de camarero, después me mete una pistola en la boca y me dice que para alcanzar la vida eterna primero tienes que morirte. Sin embargo, durante mucho tiempo Tyler y yo fuimos muy buenos amigos. La gente siempre me pregunta si conocía bien a Tyler Durden.

 

El cañón de la pistola me oprime el fondo de la garganta, y Tyler dice:

 

—En realidad, no moriremos.

 

Descubro con la lengua los agujeros del silenciador que taladramos en el cañón de la pistola. La mayor parte del ruido que hace un disparo se debe a la expansión de los gases y al pequeño estallido sónico que provoca la bala al salir tan rápida. Para fabricar un silenciador hay que taladrar agujeros, un montón de agujeros, en el cañón del arma. De esta forma se logra una descompresión que hace que la velocidad de la bala sea menor que la del sonido.

 

Si taladras mal los agujeros, la pistola te volará la mano.

 

—En realidad, esto no es la muerte —dice Tyler—. Seremos una leyenda; no envejeceremos.

 

Desplazo el cañón con la lengua hacia la mejilla y digo:

 

—Tyler, estás pensando en vampiros.

 

El edificio donde nos encontramos dejará de existir en diez minutos. Coge un concentrado con un noventa y ocho por ciento de ácido nítrico gaseoso y añádele el triple de ácido sulfúrico. Prepáralo en una bañera con agua helada. Luego, échale glicerina con un cuentagotas. Ya tienes nitroglicerina.

 

Lo sé porque Tyler lo sabe.

 

Mezcla la nitroglicerina con serrín y obtendrás un bonito explosivo plástico. Mucha gente mezcla la nitroglicerina con algodón y añade sales como sulfato. Así también funciona. Otros emplean parafina mezclada con nitroglicerina. A mí la parafina jamás me ha funcionado.

 

Total, que Tyler y yo estamos en lo alto del edificio Parker-Morris con la pistola incrustada en mi boca, y oímos un ruido de cristales rotos. Asómate al borde. El día está nublado incluso a esta altura. Éste es el edificio más alto del mundo y a esta altura el viento es siempre frío. Hay tanta tranquilidad a esta altura que crees ser uno de aquellos monos astronautas. Cumples pequeñas tareas para las cuales has sido preparado.

 

Tirar de una palanca.

Apretar un botón.

 

No entiendes nada y, sencillamente, te mueres.

 

Desde una altura de ciento noventa y un pisos te asomas al borde del tejado y la calle allá abajo parece una alfombra moteada de gente que, de pie, mira hacia arriba. Los cristales rotos son de una ventana justo debajo de nosotros. Estalla una ventana en una cara del edificio y aparece un archivador negro tan grande como una nevera. Justo debajo de nosotros, un archivador de seis cuerpos cae por la fachada cortada a pico del edificio, y mientras cae va girando despacio, cae haciéndose más pequeño hasta que desaparece entre la multitud congregada abajo.

 

En algún lugar de los ciento noventa y un pisos, los monos astronautas de la Comisión de Daños del Proyecto Estragos se han descontrolado y están destruyendo todo vestigio de la historia.

 

Aquel viejo refrán de «siempre se mata lo que más se quiere», bueno, mira, funciona en ambas direcciones.

 

Con una pistola incrustada en la boca y el cañón entre los dientes sólo conseguirás farfullar algunas vocales.

 

Sólo nos quedan diez minutos.

 

A continuación, por un lado del edificio, va apareciendo, centímetro a centímetro, una mesa de madera oscura, que, empujada por la Comisión de Daños, se tambalea, se inclina y, tras darse la vuelta, se precipita al vacío hasta que se pierde en la multitud como si se tratara de un extraño objeto volador.

 

Dentro de nueve minutos el edificio Parker-Morris ya no estará aquí. Si llevas suficiente gelatina para detonaciones controladas y la colocas en los cimientos de una construcción, conseguirás echar abajo cualquier edificio del mundo. Tiene que estar bien afirmada y cubierta con sacos terreros para que la explosión incida sobre los pilares y no se expanda por el sótano del garaje que los rodea.

 

Los libros de historia no ofrecen este tipo de instrucciones. Hay tres formas de obtener napalm: la primera mezclando a partes iguales gasolina y concentrado de zumo de naranja congelado; la segunda, mezclando a partes iguales gasolina y Coca-Cola light; y la tercera, disolviendo en gasolina inmundicias de gato desmenuzadas hasta que la mezcla adquiera una consistencia sólida.

 

Pregúntame cómo se fabrica gas nervioso. ¡Ah, y no digamos todos esos demenciales coches bomba!

 

Nueve minutos.

 

Los ciento noventa y un pisos del edificio Parker-Morris caerán con la lentitud de un árbol que se desploma en el bosque. ¡Tronco va! Puedes echar abajo cualquier cosa; es fantástico pensar que el lugar donde estamos será sólo un punto en el cielo.

 

Tyler y yo estamos en el borde del tejado. Tengo la pistola metida en la boca y me pregunto si el arma estará limpia.

 

Mientras contemplamos cómo se precipita edificio abajo otro archivador, aquí nos olvidamos del suicidio-asesinato de Tyler. Los cajones se abren en el aire, soltando resmas de papel blanco, que, atrapadas por la corriente ascendente, son arrebatadas por el viento.

 

Ocho minutos.

 

 

 

Para descargar el libro completo:

 

http://bsolot.info/wp-content/uploads/2011/03/Palahniuk_Chuck-El_club_de_la_lucha.pdf

 


--
La libertad no hace felices a los humanos..., simplemente los hace humanos.

--
Has recibido este mensaje porque estás suscrito al grupo "Francia" de Grupos de Google.
Para anular la suscripción a este grupo y dejar de recibir sus mensajes, envía un correo electrónico a francia+unsubscribe@googlegroups.com.
Para publicar en este grupo, envía un correo electrónico a francia@googlegroups.com.
Visita este grupo en http://groups.google.com/group/francia.
Para acceder a más opciones, visita https://groups.google.com/d/optout.