Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.
Las edades de Lulú
Almudena Grandes
Nos sentamos en la barra. El taburete era alto y redondo, muy pequeño. La falda se tensó sobre mis muslos. Parecía todavía más corta. Crucé las piernas y resultó peor, pero ya no me atreví a moverme otra vez.
Pablo hablaba con el camarero, que me miraba de reojo.
—¿Qué quieres? —me quedé pensando, en realidad no lo sabía—. No me irás a decir que también eres abstemia...
El camarero se rio y me sentí mal. Engolé la voz y pedí un gin–tonic.
Pablo se dirigió al camarero, sonriendo.
—Se llama Lulú...
—¡Oh!, le pega llamarse Lulú...
—Lo que pasa es que me llamo María Luisa —no sé por qué me sentí en la obligación de dar explicaciones—.
—Lulú, saluda al caballero —Pablo apenas podía hablar, se reía ruidosamente, yo no comprendía nada—.
—Tengo hambre —no se me ocurrió nada mejor. Tenía hambre.
Me pusieron delante un platito con patatas fritas y comencé a devorar.
—Las señoritas bien educadas no comen tan deprisa.
Volvía a mostrarse amable y risueño, pero su voz seguía sonando distinta. Me trataba con una desconcertante mezcla de firmeza y cortesía, él, que nunca había sido firme conmigo, y mucho menos cortés.
—Ya, pero es que tengo hambre.
—Y las señoritas bien educadas siempre dejan algo en el plato.
—Ya...
Bebía ginebra sola. Apuró su copa y pidió otra. Yo había terminado la mía e hice ademán de imitarle.
—Tú hoy ya no bebes más –antes de que dispusiera del tiempo necesario para despegar los labios y empezar a protestar, lo repitió con firmeza—. No bebes más.
Cuando nos marchamos, el camarero se despidió de mí muy ceremoniosamente.
—Eres una niña encantadora, Lulú.
Pablo volvió a reírse. Yo ya estaba harta de sonrisitas enigmáticas, harta de que me trataran como a un corderito blanco con un lazo rosa alrededor del cuello, harta de no controlar la situación. No es que no fuera capaz de imaginarme posibles desarrollos, es que los descartaba de antemano porque me parecían inverosímiles, inverosímil que él quisiera de verdad perder el tiempo conmigo, no entendía por qué insistía de hecho en perder el tiempo conmigo, porque lo perdía.
Fuera hacía mucho frío. El me pasó un brazo por el hombro, un signo que no quise interpretar, derrotada por el desconcierto, y anduvimos en silencio hasta el coche.
Cuando estaba abriendo la puerta volví a preguntar, aquélla fue una noche cargada de preguntas.
—¿Me vas a llevar a casa?
—¿Quieres que te lleve a casa?
En realidad sí quería, quería meterme en la cama y dormir.
—No.
—Muy bien.
Dentro, todavía se quedó un instante mirándome. Después, en un movimiento perfectamente sincronizado, me metió la mano izquierda entre los muslos y la lengua en la boca y yo abrí las piernas y abrí la boca y traté de responderle como podía, como sabía, que no era muy bien.
—Estás empapada...
Su voz, palabras sorprendidas y complacidas a un tiempo, sonaba muy lejos.
Su lengua estaba caliente, y olía a ginebra. Me lamió toda la cara, la barbilla, la garganta y el cuello, y entonces decidí no pensar más, por primera vez, no pensar, él pensaría por mí.
Intenté abandonarme, echar la cabeza atrás, pero no me lo permitió. Me pidió que abriera los ojos. Se volvió contra mí e insertó su pierna izquierda entre mis dos piernas, empujando para arriba, obligándome a moverme contra su pantalón de algodón.
Yo sentía calor, sentía que mi sexo se hinchaba, se hinchaba cada vez más, era como si se cerrara solo, de su propia hinchazón, y se ponía rojo, cada vez más rojo, se volvía morado y la piel estaba brillante, pegajosa, gorda, mi sexo engordaba ante algo que no era placer, nada que ver con el placer fácil, el viejo placer doméstico, esto no se parecía a ese placer, era más bien una sensación enervante, insoportable, nueva, incluso molesta, a la que sin embargo no era posible renunciar.
Me desabrochó la blusa pero no me quitó el sujetador. Se limitó a tirar de él para abajo, encajándomelo debajo de los pechos, que acarició con unas manos que se me antojaron enormes.
Me mordió un pezón, solamente uno, una sola vez, apretó los dientes hasta hacerme daño, y entonces sus manos me abandonaron, aunque la presión de su muslo se hacía cada vez más intensa.
Escuché el inequívoco sonido de una cremallera.
Me cogió la mano derecha, me la puso alrededor de su polla y la meneó dos o tres veces. Aquella noche, su polla también me pareció enorme, magnífica, única, sobrehumana.
Fuente: http://bdsmclub.es/libros/libros/GrandesAlmudena-LasEdadesDeLulu.pdf
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