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lunes, 15 de octubre de 2012

''Dragón Rojo'', Thomas Harris. Capítulo I

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

Dragón Rojo

 Thomas Harris

 

 

 

I

 

 

Will Graham hizo sentar a Crawford junto a una mesa de picnic, entre la casa y el océano, y le ofreció un vaso de té helado.

 

Jack Crawford miró la casa vieja y simpática cuyas maderas cubiertas de litre plateado resplandecían en la diáfana luz.

 

—Debí haberte agarrado en Marathon cuando salías de trabajar —dijo Crawford—. No querrás hablar de este asunto aquí.

—No quiero hablar de eso en ninguna parte, Jack. Tú tienes que hacerlo, de modo que adelante. Pero no se te ocurra mostrarme ni una sola fotografía. Si trajiste algunas, déjalas en tu portafolio, Molly y Willy volverán pronto.

—¿Qué es lo que sabes?

—Lo que publicaron el Herald de Miami y el Times —respondió Graham—. Dos familias asesinadas en sus casas con un mes de diferencia. Una en Birmingham y otra en Atlanta. Las circunstancias eran similares.

—Similares no. Las mismas.

—¿Cuántas confesiones hasta ahora?

—Ochenta y seis cuando llamé esta tarde —manifestó Crawford—. Todos locos. Ninguno conocía los detalles. Destroza los espejos y utiliza los pedazos rotos. Ni uno solo lo sabía.

—¿Qué otra cosa les ocultaste a los periodistas?

—Que es rubio, diestro y realmente fuerte, calza zapatos número cuarenta y cinco. Un verdadero Hércules. Las impresiones son todas de guantes de goma.

—Eso lo dijiste en público.

—No es muy hábil con las cerraduras —comentó Crawford—. Utilizó un cortavidrio y una ventosa de goma para entrar en la última casa. Ah, su sangre es AB positiva.

—¿Lo hirió alguien?

—Hasta ahora no lo sabemos. Analizamos su semen y saliva. Abundan sus secreciones —Crawford contempló el mar calmo—. Will, quiero hacerte una pregunta. Leíste todo en los diarios. El segundo caso fue ampliamente comentado en la televisión. ¿Se te ocurrió alguna vez llamarme?

—No.

—¿Y por qué no?

—Al principio no había muchos detalles del primer caso, el de Birmingham. Podía haber sido cualquier cosa, una venganza, un pariente.

—Pero supiste de qué se trataba después del segundo.

—Sí. Un psicópata. No te llamé porque no quise. Ya sé con quién trabajarás en este caso. Cuentas con el mejor laboratorio. Con Heimlich en Harvard, Bloom en la Universidad de Chicago…

—Y te tengo aquí a ti, arreglando unos malditos motores de lanchas.

—No creo que fuera de mucha utilidad, Jack. Ya no pienso más en eso.

—¿De veras? Atrapaste a dos. Los dos últimos que tuvimos los atrapaste tú.

—¿Y cómo? Haciendo las mismas cosas que haces tú y los demás.

—Eso no es del todo cierto, Will. Es la forma en que piensas.

—Creo que se han dicho muchas estupideces sobre mi modo de pensar.

—Llegaste a conclusiones sin que nunca nos explicaras cómo lo hiciste.

—Las pruebas estaban a la vista —respondió Graham.

—Seguro. Seguro que estaban a la vista. Y después aparecieron muchas más. Antes del arresto teníamos tan pocas que difícilmente hubiéramos podido continuar.

—Tienes la gente necesaria, Jack. No creo que yo pueda mejorar en nada el equipo. Me mudé aquí para alejarme de todo ese ambiente.

—Lo sé. La última vez te hirieron. Ahora pareces estar bien.

—Lo estoy. Pero no es el hecho de quedar herido. A ti también te lastimaron.

—Me hirieron, pero no en esa forma.

—No se trata de haber sido herido. Decidí simplemente que ya era suficiente. No creo poder explicarlo.

—Por Dios, te aseguro que comprendería perfectamente bien que ya no pudieras volver a enfrentarlo.

—No. Mira… siempre es feo tener que verlos, pero en cierta forma te las arreglas para poder funcionar, siempre y cuando estén muertos. El hospital, las entrevistas, eso es lo peor. Tienes que apartarlo de tu mente para poder seguir pensando. No me creo capaz de hacerlo ahora. Podría obligarme a mirar, pero me resultaría imposible pensar.

—Will, éstos están todos muertos —dijo Crawford lo más suavemente que pudo.

 

Jack Crawford escuchó el ritmo y la sintaxis de sus propias frases en la voz de Graham. Había oído a Graham hacerlo en otras oportunidades, con otras personas. A menudo, en medio de una animada conversación, Graham adoptaba la forma de hablar de su interlocutor. Al principio Crawford pensó que lo hacía deliberadamente, que era una treta para mantener el ritmo.

 

Pero más adelante Crawford se dio cuenta de que Graham lo hacía involuntariamente, que a veces trataba de evitarlo y no podía.

 

Crawford metió dos dedos en el bolsillo de su chaqueta. Arrojó luego sobre la mesa dos fotografías boca arriba.

 

—Todos muertos —repitió.

 

Graham lo miró durante un instante antes de tomar las fotos. Eran simples instantáneas: una mujer seguida por tres niños y un pato, llevando una canasta de picnic junto a la orilla de una laguna. Una familia de pie detrás de una torta de cumpleaños.

 

Depositó nuevamente las fotografías sobre la mesa al cabo de medio minuto. Las puso una sobre la otra y dirigió su mirada a la playa, a lo lejos, donde el chico en cuclillas examinaba algo en la arena.

 

La mujer lo observaba, apoyada su mano sobre la cadera mientras la espuma de las olas se arremolinaba en torno a sus tobillos. Se inclinó hacia atrás para sacudirse el pelo mojado pegoteado sobre la espalda.

 

Graham, haciendo caso omiso de su visita, observó a la mujer y al muchacho durante un lapso igual al que había dedicado a mirar las fotos.

 

Crawford estaba contento. Con el mismo esmero que había puesto para elegir el lugar de la conversación, cuidó que la satisfacción no se reflejara en su rostro. Le pareció que había conseguido a Graham. Tenía que dejarlo recapacitar.

 

Aparecieron tres perros increíblemente feos que se echaron junto a la mesa.

 

—Dios mío… —murmuró Crawford.

—Probablemente son perros. La gente los abandona continuamente por aquí cuando son pequeños —explicó Graham—. Puedo deshacerme de los más o menos lindos y el resto se queda dando vueltas por el lugar hasta que son más grandes.

—Están bastante gordos.

—Molly tiene un corazón muy blando y le dan lástima.

—Qué buena vida debes pasar aquí, Will. Con Molly y el chico. ¿Cuántos años tiene?

—Once.

—Es un lindo muchacho. Va a ser más alto que tú.

—Su padre lo era —afirmó Graham—. Tengo suerte de poder estar aquí. Lo sé.

—Quería traer a Phyllis a Florida. Me gustaría conseguir un lugar para instalarme cuando me jubile y dejar de vivir como un topo. Ella dice que todas sus amigas están en Arlington.

—Siempre quise agradecerle los libros que me llevó al hospital, pero nunca lo hice. Hazlo por mí.

—Lo haré.

 

Dos pequeños y coloridos pajaritos se posaron sobre la mesa esperando encontrar algo dulce. Crawford los observó mientras daban pequeños saltitos de uno a otro lado hasta que finalmente volaron.

 

—Will, este degenerado parece actuar siguiendo las fases de la luna. Asesinó a los Jacobi en Birmingham la noche del sábado 28 de junio, noche de luna llena. Mató a la familia Leeds en Atlanta anteanoche, 26 de julio. Un día antes de cumplido el mes lunar. De modo que si tenemos suerte, todavía nos quedan un poco más de tres semanas hasta que vuelva a actuar.

 

»No creo que tú quieras esperar aquí en los cayos y enterarte del próximo caso por medio del Herald. Caray, no soy el Papa, no estoy diciéndote lo que debes hacer, pero quiero preguntarte una cosa: ¿mi opinión significa algo para ti, Will?

—Sí.

—Creo que las posibilidades de atraparlo rápido son mayores si tú nos ayudas. Vamos, Will, anímate y danos una mano. Ve a Atlanta y a Birmingham a echar un vistazo y luego pasa por Washington.

 

Graham no contestó.

 

Crawford esperó hasta que cinco olas rompieron en la playa. Se puso entonces de pie y se echó la chaqueta de su traje sobre un hombro.

 

—Conversaremos después de la comida.

—Quédate a comer con nosotros.

 

Crawford meneó la cabeza.

 

—Volveré más tarde. Debe de haber mensajes en el Holiday Inn y tengo que hacer unas cuantas llamadas. De todos modos agradécele a Molly de mi parte.

 

El automóvil alquilado por Crawford levantó una fina capa de polvo que se depositó sobre los arbustos próximos al camino de grava.

 

Graham volvió junto a la mesa. Tenía miedo de que ése fuera su último recuerdo del cayo Sugarloaf: hielo derritiéndose en dos vasos con té, servilletas de papel cayendo de la mesa impulsadas por la suave brisa y Molly y Willy allá lejos en la playa.

 

 

 

Fuente: http://www.remq.edu.ec/libros/Thomas%20Harris%20-%20Dragon%20Rojo.pdf



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