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viernes, 23 de junio de 2017

''El marqués y los gavilanes'', Julio Ramón Ribeyro. Cuento

 

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

El marqués y los gavilanes (cuento)

Julio Ramón Ribeyro

 

 

 

 

La familia Santos de Molina había ido perdiendo en cada generación una hacienda, una casa, una dignidad, unas prerrogativas y al mediar el siglo veinte sólo conservaba de la opulencia colonial, aparte del apellido, su fundo sureño, la residencia de Lima y un rancho en Miraflores.

 

Gentes venidas de otros horizontes —del extranjero, claro, pero también de alejadas provincias y del subsuelo de la clase media— habían ido adueñándose poco a poco del país, gracias a su inteligencia, su tenacidad o su malicia. Nombres sin alcurnia ocupaban los grandes cargos y manejaban los grandes negocios. El país se había transformado y se seguía transformando y Lima en particular, había dejado de ser el hortus clausum! virreinal para convertirse en una urbe ruidosa, feísima e industrializada, donde lo más raro que se podía encontrar era un limeño.

 

Los Santos de Molina se habían adaptado a esa situación. Olvidaron sus veleidades nobiliarias, contrajeron alianzas con gentes de la burguesía, se embarcaron en especulaciones bursátiles, trataron de hacer tecnócratas a sus hijos y en la última generación surgieron incluso mozalbetes que recusaban en bloque los valores tradicionales y se iban en blue jeans a fumar marihuana a la ciudad milenaria de Macchu Pichu.

 

Pero el único que no aceptó esta mudanza fue don Diego Santos de Molina, el mayor de los tíos, un solterón corpulento, que seguía exigiendo en ciertos círculos que se le tratara de marqués, como su antecesor Cristóbal Santos de Molina, cuarto virrey del Perú. En plena juventud había sufrido un accidente que le paralizó el brazo izquierdo, lo que lo apartó de la vida activa y lo confinó al ocio, al estudio y la conversación. Para que se entretuviera en algo y gozase de una renta, la familia le encargó la administración de los bienes comunes y le cedió la casona de la calle Amargura, que de puro vieja nadie quería habitar.

 

Fue allí que rodeado de daguerrotipos y pergaminos, Diego Santos de Molina fundó una comarca intemporal, ocupado en investigaciones genealógicas y en la lectura de las memorias del duque de Saint-Simon, que terminó por conocer de memoria. Su contacto con la ciudad se había vuelto extremadamente selectivo: misa los domingos en San Francisco, té todas las tardes en el bar del Hotel Bolívar, algunos conciertos en el Teatro Municipal y tertulias con tres o cuatro amigos que, como él, seguían viviendo la hipótesis de un país ligado aún a la corona española, en el que tenían curso títulos, blasones, jerarquías y protocolos, país que, como estaban todos de acuerdo, "había sido minado definitivamente por la emancipación".

 

Estas tertulias eran siempre las mismas y su enjundia venía de su repetición. Después de un preámbulo nostálgico y empolvado, en el que se evocaba el mundo arcádico del príncipe de Esquilache y del Paseo de Aguas, se llegaba infaliblemente a la revista de los personajes y familias que estaban en el candelero. Sobre esta materia, don Diego poseía una autoridad canónica y una facundia que había llegado a ser legendaria. Gracias a sus pesquisas, a la tradición oral y a su prodigiosa memoria conocía los orígenes de todas las familias limeñas. Y así no había persona descollada que no descendiera de esclavos, arrieros, vendedores ambulantes, bodegueros o corsarios. Alguna tara racial, social o moral convertía a todos los habitantes del país, aparte de los de su círculo, en personas infrecuentables.

 

Una tarde en que llegó al bar del Hotel Bolívar a tomar su té, se llevó una enorme sorpresa: su mesa, la que desde hacía años le tenía reservada en el ángulo más tranquilo, donde podía leer el ABC y el Times sin ser importunado, estaba tomada por tres señores que departían en voz baja ante sendas tazas de café.

 

Se aprestaba a ponerse los anteojos para identificarlos cuando el viejo mozo Joaquín Camacho se le acercó y tomándolo del brazo lo condujo hacia el mostrador pidiéndole excusas. "Tenía que comprender, señor marqués, pero don Fernando Gavilán y Aliaga..." Don Diego empezó a toser, se ahogó y tuvo la impresión de que se llenaba de ronchas. ¡Gavilán y Aliaga! ¡Esos malandrines que habían aparecido en el país hacía apenas un siglo y habían extendido sus tentáculos a todas las actividades imaginables! Había un Gavilán y Aliaga banquero, otro general, otro rector de universidad, otro director de periódico, otro campeón de golf… Y el que estaba sentado ahora en su mesa, según creía recordar, había sido alguna vez embajador y en la actualidad presidente de una de esas agrupaciones huachafas inventadas recientemente, algo así como la Sociedad Nacional de Tiro.

 

Refunfuñando pidió sus periódicos favoritos y se instaló en otra mesa, frente a los ventanales que daban a la céntrica calle de la Colmena. Pero no pudo leerlos, no sólo porque de la calzada le llegaba el insoportable vaivén del populacho, sino porque el nombre Gavilán y Aliaga se le había atravesado en el espíritu y le bloqueaba todo raciocinio. Sin terminar su té se retiró.

 

Al día siguiente volvió a encontrar ocupada su mesa. Y lo que es peor por la misma persona. Don Fernando reía a grandes voces acompañado esta vez por una señora con sombrero. Ni siquiera esperó al mozo, que se precipitaba hacia él consternado, y dándole la espalda abandonó el lugar, jurándose que no regresaría en toda su vida. ¡Ese bar, además, que llevaba el nombre de un zambo venezolano que había expulsado a balazos a sus antepasados de América!

 

Este nimio incidente fue motivo de innumerables tertulias en el salón de la calle Amargura. Todos lo consideraban como un acto flagrante de usurpación y una prueba más de la vocación imperialista de la nueva clase. Durante días pusieron su ciencia y su ironía en común para burlarse de los Gavilán y Aliaga, "sacando sus trapitos al aire", en los que metían sus delicadas narices para morirse de risa. La cólera de don Diego fue así apaciguándose. Sus amigos le traían a casa sus periódicos preferidos y le recomendaban tomar su té en El Patio, un lugar sin muchas pretensiones pero que tenía apartados discretos y era frecuentado por la colonia española. Era además la época de la cosecha y don Diego tuvo que viajar varias veces a la hacienda para controlar la venta del arroz y recabar los dividendos de la familia.

 

Un nuevo hecho, sin embargo, lo remeció y volvió a ponerlo en la onda de los Gavilán y Aliaga. Don Diego leía de los diarios limeños sólo la página social, en donde cosechaba información preciosa para sus chismes y ficheros. Por curiosidad hojeó un día la página editorial del periódico de los Gavilán y Aliaga y encontró un artículo que le puso los escasos pelos de punta. Bajo el título anodino de REFORMAS NECESARIAS se censuraba el régimen del latifundio, se abogaba por mayor justicia social en el campo y se terminaba sugiriendo, muy sutilmente, la necesidad de una Reforma Agraria. Sólo faltaba eso ¡Que los Gavilán y Aliaga se volvieran ahora socialistas! Claro, ellos tenían todo, menos propiedades agrícolas. Estas eran tradicionalmente símbolo de nobleza y estaban ligadas al nacimiento de la aristocracia. ¿Qué podían invocar los Gavilán y Aliaga en este dominio? Nada ¡Sus blasones eran sus negocios y sería ridículo que buscaran en ellos el sustento de un título: el Conde Import & Export, por ejemplo. ¡Qué buen chiste! Decididamente lo que querían estos arribistas era privar de todo asiento a los vástagos de las reparticiones coloniales.

 

 

 

Para leer el cuento completo:

 

http://www.roland557.com/ficcion/el_marquez.htm

 

Cuento El Marquez y los Gavilanes de Julio Ramón Ribeyro

 

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