Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.
Las cruces sobre el agua
Joaquín Gallegos Lara
La artillería
1
La calle herbosa, de pocas casas y covachas, y de solares vacíos, no era casi más que un entrante de la sabana. Alfredo Baldeón corría, rodando un zuncho. El sol se ocultaba tras los cerros de Chongón. ¿Qué habría dentro del sol? La señora Petita, la dueña de la covacha, decía que el sol era una tierra, la primera que creó el Niño Dios, donde hasta vivirían gentes, si no hiciera tanto calor.
— ¡Alfredo! ¡Alfredo! ¿A qué horas entras, chico?
Desde el boquerón sin puertas de en medio de la cerca, su madre lo llamaba. Divisaba su traje blanco, pero no su cara, a ver si de veras estaba molesta. Adivinaba las cejas muy juntas, la frente morena, por la que siempre se le revelaba un mechón.
—Ya vengo, Trinidá —le contestó, acercándose.
—¿Por qué te demoras tanto? Sólo vos eres el que queda vejetreando íngrimo.
—Solo no estoy, sino con mi zuncho.
—¿Acaso el zuncho es gente?
Trinidad puso la mano en la erguida cabeza de su pequeño zambo, de mirada viva y pies descalzos, reidor, con la camisa fuera del pantalón de sempiterno largo al tobillo, y en la muñeca un jebe. A Alfredo, el patio le olía a tierra húmeda y la mano de su madre a jabón prieto. Por las rendijas filtraban palúdicos candiles.
—¡Correr da hambre! —ella le respondió blanqueando sonriente la boca.
La habitación era en la planta baja de uno de los covachines. Apenas sobraba espacio entre las cabezas de los grandes y el tumbado sin pintar; a Alfredo le parecía que iba a caerle encima. En la hamaca de deshilachada mocora, se mecía su padre, quien le palmeó el hombro:
—¿Qué húbole, zambo?
—Oye, Juan, yo corro como un perro.
—Eres un fregado. ¿Los perros corren bien?
—¡Agárrate a correr pareja con uno y verás!
Empezó a comer a cucharadas el cocolón de arroz. En todo momento ansiaba ser mayor, pero a las horas de comida le provocaba seguir siendo chico, para que Trinidad le diera los bocados con su mano, como antes. Se preguntaba si Juan saldría a la calle. Habitualmente, como en la panadería no hacía turno de noche, quedábase en casa y venía a la hamaca, donde la madre hacía dormir a su lado, a Alfredo. Él habría permanecido con ambos y a pesar que no le gustaba abrazarla, pero en seguida el taita exigía:
—Anda acuéstalo, Trini.
Ella obedecía, quizás con su gusto, quizás recelosa de que si no, le pegara. Desde el catre inmediato, bajo el toldo, Alfredo, oyéndolos cuchichear y reír, odiaba a Juan un largo instante, sin dormirse. Ocurría así desde que se acordaba. Más chico, era peor. No toleraba mirarlo junto a Trinidad, sin gritar golpeábalo con sus menudos puños. El padre reía:
—Pero qué celoso el cangrejo este; parece hombre mayor.
—Todo chico es enmadrado, Baldeón, y más éste que, por culpa de vos mismo, se cría tan consentido.
Él lo oía y se volvió más arrimado a Trinidad. Pasaba el día a su lado. Desde lo más remoto, se sentía en sus brazos. Ella le daba de comer, lo bañaba, lo acariciaba.
Cuando lavaba, en la vieja tina de pechiche, cerca de la llave de agua, en las mañanas rumorosas del solar, lo tenía junto a sí o merodeando alrededor, alegre de respirar el acre burbujeo de la espuma escurridiza.
También jugaba en su cercanía, mientras ella cocinaba. El fogón, al lado de la puerta, al abrigo del alero, era un cajón con ladrillos, tan bajo que Alfredo alcanzaba a punzar con un palo las brasas, que chisporroteaban antes de llamear. Sentada en un banco, Trinidad pelaba yucas o escogía las madres del arroz. Entornaba los ojos y sacaba la punta de la lengua. Él quería a Trinidad, y quería a la candela.
Para descargar el libro completo:
http://lengua-mtn2bachillerato.wikispaces.com/file/view/Las+cruces+sobre+el+agua-Gallegos+Lara.pdf
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