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lunes, 6 de octubre de 2014

''El experimento del doctor Heidegger'', Nathaniel Hawthorne. Cuento

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

El experimento del doctor Heidegger

Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

 

 

 

 

En una ocasión, ese hombre tan singular, el viejo doctor Heidegger, invitó a cuatro amigos venerables a reunirse con él en su estudio. Eran tres caballeros de barba blanca: el señor Melbourne, el coronel Killigrew y el señor Gascoigne y una dama de rostro arrugado, la viuda Wycherly; todos ellos seres viejos y melancólicos que habían sido poco afortunados en la vida y cuya mayor desgracia era que se encontraban a un paso de la tumba.

 

En sus años más vigorosos, el señor Melbourne había sido un comerciante próspero, pero lo perdió todo en una especulación frenética y ahora era poco más que un mendigo; el coronel Killigrew había desperdiciado sus mejores años, su salud y sus bienes en busca de placeres pecaminosos, que fueron la causa de toda una serie de dolores, como la gota y otros tormentos del cuerpo y del alma. El señor Gascoigne era un político exitoso con fama de malvado, o al menos eso había sido hasta que el tiempo se encargó de enterrarlo y de hacerlo un desconocido para la generación presente, convirtiéndolo en una persona oscura en lugar de infame. En cuanto a la viuda Wycherly, la gente decía que en sus buenos tiempos fue una gran belleza, pero durante mucho tiempo había vivido en una reclusión absoluta, a causa de ciertas historias escandalosas que avivaron los prejuicios de la gente del pueblo contra ella.

 

Vale la pena mencionar que cada uno de los tres ancianos caballeros, el señor Melbourne, el coronel Killigrew y el señor Gascoigne, fueron amantes de la viuda Wycherly, y alguna vez estuvieron a punto de cortarse la garganta unos a otros por ella. Y antes de avanzar, tan sólo anotaré que se consideraba que tanto el doctor Heidegger como sus cuatro invitados eran un poco encerrados en ellos mismos, lo que no es raro en el caso de los ancianos, atribulados tanto por problemas presentes como por recuerdos lamentables.

 

—Queridos amigos —dijo el doctor Heidegger, invitándoles a sentarse—, deseo contar con su ayuda en uno de esos experimentitos con los que me divierto aquí en mi estudio.

 

Si todo lo que se rumoraba era cierto, el estudio del doctor Heidegger debe de haber sido un lugar bastante excepcional. Se trataba de una deslucida recámara anticuada, bordeada de telarañas y rociada con polvo viejo. Apoyados en las paredes, se encontraban varios libreros de roble, cuyos estantes más bajos estaban repletos con hileras de folios gigantescos y grandes cuadernos con letras negras; los estantes superiores tenían pequeños libros de cubiertas parchadas. Sobre el librero central se hallaba un busto de bronce de Hipócrates, con quien, según la gente enterada, el doctor Heidegger acostumbraba consultar todos los casos difíciles de su práctica médica. En el rincón más oscuro de la habitación se encontraba un armario de roble alto y angosto, con la puerta entreabierta, dentro del cual al parecer había un esqueleto. En medio de dos de esos libreros colgaba un espejo cuya superficie polvosa estaba rodeada por un empañado marco de oro. Entre muchas historias maravillosas relacionadas con ese espejo, se decía que los espíritus de todos los pacientes del doctor que habían muerto habitaban en sus confines, y se le quedaban mirando a la cara siempre que él lo veía. El lado opuesto de la recámara estaba adornado con un retrato de cuerpo entero de una joven dama, ataviada con magnificencia desteñida, con sedas, satines y brocados, y con un rostro tan marchito como su vestido. Hacía más de medio siglo, el doctor Heidegger había estado a punto de casarse con esa joven dama pero ella, afectada por un ligero malestar, tomó una medicina que su novio le recetó y murió la noche de la boda.

 

Todavía queda por mencionar lo más sobresaliente de ese estudio, que era un pesado volumen de amplio formato, encuadernado en piel de color negro, con enormes broches de plata. No había ninguna letra en el lomo y nadie podría decir cuál era el título del libro. Pero era bien sabido que se trataba de un libro de magia y, una vez, cuando una recamarera lo levantó tan sólo para quitarle el polvo, el esqueleto había temblado en su armario, el retrato de la joven dama había saltado al piso y varios rostros espantosos asomaron por el espejo, mientras la broncínea cabeza de Hipócrates fruncía el ceño y decía: "¡Antepasados!"

 

Ése era el estudio del doctor Heidegger. En la tarde de verano de nuestra historia, se hallaba en el centro de la habitación una mesita redonda, tan negra como el ébano, que sostenía una hermosa jarra de cristal cortado de factura muy elaborada. La ventana daba paso a la luz del sol entre las pesadas colgaduras de dos cortinas de damasco desteñido, y los rayos caían directamente sobre la jarra, de modo que un tenue resplandor se reflejaba en los cenicientos rostros de los cinco ancianos sentados alrededor. En la mesa también había cuatro copas de champaña.

 

 

 

 

Para descargar el cuento completo:

 

 

http://www.medellindigital.gov.co/Mediateca/repositorio%20de%20recursos/Hawthorne,%20Nathaniel%20(1804%20%E2%80%93%201864)/Hawthorne_%20Nathaniel-El%20experimento%20del%20doctor%20Heidegrer.pdf


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