Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.
La tía Mariana (leyenda)
Justo Sierra
Muchos años ha que desapareció enteramente del atrio de la Iglesia del Jesús una cruz de cedro que también por muchos había permanecido a la expectación pública. Las personas piadosas jamás pasaban cerca de ella sin rezar un "pater noster" y dirigir al cielo una plegaria por el descanso del alma de la tía Mariana. Pero el tiempo ha hecho olvidar a esta buena mujer, y en Campeche es muy raro el que conserva alguna confusa noticia sobre la catástrofe de su muerte. Vaya, pues, la siguiente conseja y no pase de tal si se quiere.
La anciana tía de que vamos hablando, era natural de la Palma una de las Islas Canarias. Señora viuda, de mediana educación, estaba encargada de gobernar la casa y familia del Capitán español don Juan Antonio Calvo Romero, rico negociante que había perdido a su esposa cuando ésta dio a luz a la linda doña Rita, encanto y delicia de su padre. La isleña (que así llamaban comúnmente a la ama de llaves) profesaba un amor entrañable a la señorita, cuya educación dirigía con singular esmero y cariño, cual su propia madre podría hacerlo. Jamás a la niña ocurrió cosa alguna razonable, sin que al punto no fuera complacida; y siempre se les veía juntas en las Iglesias, en los "viasacras" y en las pocas visitas que antaño estilaban nuestros mayores.
Doña Rita crecía en gracia y virtudes y su aya parecía cada vez más satisfecha de sí misma al contemplar los adelantos de su joven educada. Cuando ésta tuvo catorce años, su sonrisa era un rápido ensayo de la felicidad; su voz, una armonía celeste, y sus miradas de una intensidad viva y suave a la vez. La belleza angelical de su figura y el puro e inocente candor de su alma, la hacían pasar con razón por una de las criaturas más hechiceras de Campeche. Al verla, era preciso amarla, adorarla; ¿quién no había de adorar a doña Rita?
En cada viernes del año se visita el santuario del Señor de San Román. Antiguamente era más solemne, pública y general esta romería y doña Rita y su aya jamás dejaban de concurrir a ella por las tardes. Sucedió, pues, que una de tantas, se estuvieron por más tiempo que el ordinario. Todos los devotos se habían gradualmente retirado; el sol ya no aparecía sobre el horizonte y hacía media hora que estaba oculta su rubia faz dentro de las ondas; la brisa refrescaba con una fuerza extraordinaria, silbando con violencia al penetrar por las rendijas de la puerta del norte, que entonces daba inmediatamente a la mar, pues no se habían edificado las casas que hoy interceptan su vista. Mientras la isleña se hallaba engolfada en el rezo, la cuidada niña dirigía sus azorados ojos con demasiada frecuencia hacia la puerta del poniente, única que estaba abierta. Allí observaba una cosa que sin poder comprender precisamente lo que era, la aterraba en términos de helarle la sangre en las venas e impedirle toda explicación con el aya. Poco a poco aquel objeto fue tomando la forma de una persona embozada en un gran capote rojo; muy luego salvó el umbral y con pasos mesurados, comenzó a introducirse en la capilla, hasta ponerse a muy pequeña distancia de la niña, a quien había inspirado un horror indefinible. Un par de relucientes ojos siniestramente brutales, se fijaban en aquel momento sobre doña Rita, que cayó súbitamente desmayada, sin poder emitir sino un gemido ahogado. Tan extraño movimiento sacó de su éxtasis a "la tía Mariana" y ya se inclinaba a socorrer a la niña cuando se sintió detener por un nervudo y poderoso brazo, como de hierro. Atónita y horrorizada, volvió la vista y a la pálida claridad que esparcía la trémula luz de las pocas bujías que ardían en presencia del Señor, descubrió a un hombre de estatura regular, color ceniciento, ojos relumbrosos, señalada la cara con varios machetazos y cubierta la boca bajo los descomunales y sucios mostachos. Con el movimiento que el incógnito hiciera para detener a la vieja, presentó a los ojos de la despavorida aya un traje burdo de marinero, pendiendo de su lado un corvo sable y portando en su cinturón de gacela, dos puñales, una daga, un par de pequeñas pistolas y otro de gruesos trabucos. Servíale de apoyo un fuerte chuzo de hierro y de sombrero una enorme gorra de lana amarilla pintarrajeada de encarnado; y el conjunto de esta figura solo podía compararse con la de Satanás, si es que Satanás tiene figura. La "tía Mariana" que pudo hacer esta observación con solo una rápida y pavorosa mirada, dejó escapar un grito de horror.
—iChis..., ¡miserable!, otra vez gritar y la muerte —dijo el hombre sacudiendo con fuerza el brazo que tenía asido.
Al momento pudo incorporarse doña Rita y al ver el próximo peligro que la amenazaba o por un impulso meramente maquinal, hizo ademán de huir dirigiéndose a la sacristía. No bien lo intentara, cuando ya estaba en los robustos brazos del marinero, que abandonando su primera víctima, solo pensó en escaparse con su nueva presa.
Y lo consiguiera sin duda si los esfuerzos de la vieja para arrancar a la niña de los brazos de su raptor, si sus gritos implorando su auxilio y más que todo, si la silenciosa aproximación de algunos vecinos que misteriosamente examinaban una lancha desconocida, que tripulada por cuatro colosales negros, estaba en la playa, no lo hubieran impedido desde luego. Ocurrieron todos a la novedad y encontraron luchando a la "tía Mariana" y al pirata, que tal era el marinero y no otro que el famoso Lorencillo. Este, al verse casi cogido en manos de sus implacables enemigos, dejó libre a doña Rita, mal hirió a la isleña, y tomó precisamente la lancha, alejándose al momento de la playa.
Lo cual, si más lo demorara, podría haberle traído un mal paso con los de la villa, que acudieron a las armas sin pérdida de tiempo, siendo el primero entre todos el Capitán don Juan Antonio Calvo Romero a cuya noticia llegara el suceso.
La "tía Mariana" se curó pronto de la herida; pero los ademanes y catadura de Lorencillo le hicieron una impresión tan profunda que continuamente se la vio despavorida y lanzando inciertas fatídicas miradas en torno. El solo nombre del pirata le causaba convulsiones violentas y más de una vez perdió totalmente el sentido al oír a los del puerto manifestar sus temores de algún nuevo desembarco de Lorencillo sobre nuestras playas. ¡Tan funesta y aterradora era la idea que atormentaba a la buena señora! doña Rita por su lado, aunque había sufrido mucho en el día del suceso y se horrorizaba a menudo recordando el inminente peligro a que habían estado expuestos su pudor e inocencia virginal, con todo, su juventud, un nuevo mundo que de momento a momento se desarrollaba ante sus ojos, acaso una imaginación menos exaltada que la de su aya o todo junto, fue gradualmente tranquilizándola y muy pronto estuvo en aptitud de ofrecer sus consuelos a la segunda mamá. Continuamente se le veía a su lado procurando consolarla y haciendo inútiles esfuerzos por alejar de su memoria aquella imagen ominosa.
—Imposible, hija mía, imposible! —exclamaba la vieja Mariana—; aquí le veo y me horrorizo. ¡Dios mío, no me deis el terrible castigo de encontrar con los míos los ojos de ese monstruo sacrílego. Perdonadme, Dios mío! Yo prefiero la muerte mil veces.
Tales y tan enérgicas eran las continuas plegarias de la "tía Mariana" y su agitado espíritu solo hallaba descanso en los rezos y demás prácticas religiosas. Desde la hora del alba se dedicaba a visitar los templos cercanos, evitando siempre la ocasión de sufrir otra sorpresa como la pasada. Dos años y medio habían transcurrido desde el suceso de San Román; poco se hablaba de Lorencillo y no había motivo para sospechar que después de las depredaciones, robos o incendios que había perpetrado en la Laguna de Términos y en Veracruz, intentase este feroz filibustero alguna nueva excursión sobre la villa de Campeche. Por lo menos nadie los esperaba ni había el menor preparativo de defensa; las fragatas del puerto entraban y salían sin tropiezo; no había noticia alguna funesta.
Pero en un domingo, a las cuatro de la mañana, las campanas de la Iglesia del Jesús hicieron señal de misa; los vecinos concurrieron al momento y la "tía Mariana'' y su educanda fueron de las primeras. El toque de la misa remata, sale el padre. "¡Misericordia!" exclamó la vieja exhalando el alma en el mismo instante. Lorencillo se había presentado a su vista.
Sobre el sepulcro de la "tía Mariana" se puso una cruz. Ésta es la que antiguamente se veía en el atrio de aquella Iglesia.
X X X
El día 2 de Febrero de 1731, falleció en México la M.R. Sor Rita de San Miguel Romero y fue sepultada en el Convento de Santa Clara.
Fuente:
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