Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.
El amante de lady
Chatterley
D. H. Lawrence
Capítulo I
La nuestra es esencialmente una época trágica, así que nos negamos a tomarla por lo trágico. El cataclismo se ha producido, estamos entre las ruinas, comenzamos a construir hábitats diminutos, a tener nuevas esperanzas insignificantes. Un trabajo no poco agobiante: no hay un camino suave hacia el futuro, pero le buscamos las vueltas o nos abrimos paso entre los obstáculos. Hay que seguir viviendo a pesar de todos los firmamentos que se hayan desplomado.
Esta era, más o menos, la posición de Constance Chatterley. La guerra le había derrumbado el techo sobre la cabeza. Y ella se había dado cuenta de que hay que vivir y aprender.
Se había casado con Clifford Chatterley en 1917, durante una vuelta a casa con un mes de permiso. Un mes duró la luna de miel. Luego él volvió a Flandes, para ser reexpedido a Inglaterra seis meses más tarde, más o menos en pedacitos. Constance, su mujer, tenía entonces veintitrés años, y él veintinueve.
Su apego a la vida era maravilloso. No murió, y los pedazos parecían irse soldando de nuevo. Durante dos años estuvo en manos del médico. Luego le dieron de alta y pudo volver a la vida, con la mitad inferior de su cuerpo, de las caderas abajo, paralizada para siempre.
Esto fue en 1920. Clifford y Constance volvieron a su hogar, Wragby Hall, «sede» de la familia. Su padre había muerto. Clifford era ahora un baronet, Sir Clifford, y Constance era Lady Chatterley. Fueron a comenzar su vida de hogar y matrimonio en la descuidada mansión de los Chatterley, sobre la base de una renta más bien insuficiente. Clifford tenía una hermana, pero les había dejado. Por lo demás, no quedaban parientes cercanos. El hermano mayor había muerto en la guerra. Paralizado sin remedio, sabiendo que nunca podría tener hijos, Clifford había vuelto a su hogar en los sombríos Midlands para mantener vivo mientras pudiera el nombre de los Chatterley.
Realmente no estaba acabado. Podía moverse por sus propios medios en una silla de ruedas, y tenía otra con un pequeño motor incorporado con la que podía deambular lentamente por el jardín y recorrer la hermosa melancolía del parque, del cual estaba realmente muy orgulloso aunque fingía no darle gran importancia.
Habiendo sufrido tanto, su capacidad de sufrimiento se había agotado en cierto modo. Permanecía ausente, luminoso y de buen humor, casi podría decirse chispeante, con su cara rubicunda y saludable y el empuje brillante de sus ojos azul pálido. Sus hombros eran anchos y fuertes, sus manos potentes. Vestía ropa cara y llevaba corbatas elegantes de Bond Street. Y, sin embargo, en su cara podía verse la mirada vigilante, la ligera ausencia de un paralítico.
Había estado tan cerca de perder la vida, que lo que quedaba era de un valor excepcional para él. Era obvio en la emocionada luminosidad de sus ojos lo orgulloso que estaba de seguir vivo tras haber pasado por la tremenda prueba. Pero la herida había llegado tan al fondo que algo había muerto dentro de él, parte de sus sentimientos ya no existían. Había un vacío en su sensibilidad.
Constance, su mujer, rubicunda, de aspecto campesino, tenía el pelo castaño, un cuerpo fuerte y movimientos pausados, llenos de una energía poco frecuente. Era de ojos grandes y admirativos, con una voz dulce y suave; parecía recién salida de su pueblo natal. Nada de esto era cierto. Su padre era el anciano Sir Malcolm Reid, en tiempos muy conocido como miembro de la Real Academia de Pintura. Su madre había sido una de las cultas Fabianas de la floreciente época pre-Rafaelita. Entre artistas y socialistas cultos, Constance y su hermana Hilda habían tenido lo que podría llamarse una educación estéticamente poco convencional. Las habían enviado a París, Florencia y Roma para respirar arte, y habían ido en la otra dirección, hacia La Haya y Berlín, a los grandes congresos socialistas, donde los oradores hablaban en todas las lenguas civilizadas sin que nadie se asombrara.
Las dos chicas, por tanto, y desde edad muy temprana, no se sentían intimidadas ni por el arte ni por la política teórica. Era su ambiente natural. Eran al mismo tiempo cosmopolitas y provincianas, con el provincialismo cosmopolita del arte mezclado con las ideas sociales puras.
Las habían enviado a Dresde a los quince años, para aprender música entre otras cosas. Y lo pasaron bien allí. Vivían libremente entre los estudiantes, discutían con los hombres sobre temas filosóficos, sociológicos y artísticos; eran como los hombres mismos: sólo que mejor, porque eran mujeres. Patearon los bosques con jóvenes robustos provistos de guitarras, ¡tling, tling! Cantaban las canciones de los Wandervógel, y eran libres.
¡Libres! La gran palabra. Al aire del mundo, en los bosques de la alborada, entre compañeros vitales y de magnífica voz, libres de hacer lo que quisieran
y —sobre todo— de decir lo que les viniera en gana. Hablar era la categoría suprema: el apasionado intercambio de conversación. El amor era un acompañamiento menor.
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La libertad no hace felices a los humanos..., simplemente los hace humanos.
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