Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.
Marcelino, Pan y Vino (novela)
José María Sánchez
Marcelino andaba aquellos días como dormido en su propia felicidad. Dijérase que no recordaba nada y que viviera embebido en sus pensamientos. Ni los bichos, ni sus viejos amigos los frailes, ni siquiera la cabra que fuera su nodriza y que en estos días agonizaba de puro vieja en el corral, ni las tormentas que menudeaban ahora sobre el convento, ni nada, le distraía de su amistad con el Hombre del desván, de sus conversaciones y de su nueva afición a visitar la capilla y quedarse allí realmente dormido mientras contemplaba el crucifijo del cuadro de pintura de San Francisco, hasta el punto de que alguna tarde tuvo que ser transportado a la cama desde allí mismo. El niño entraba ya en la cocina sin detenerse a pensar en engañar a fray Papilla y delante de sus mismas narices recogía la ración acostumbrada y subía las escaleras sin importarle para nada el ruido, ni tampoco que le pudieran seguir hasta allá arriba.
Aquella tarde, su ofrenda había consistido en lo más corriente y lo que había dado origen al nombre puesto por Jesús: pan y vino solamente. Jesús descendió como de costumbre de su cruz y comió y bebió su pan y su vino como siempre y sólo al final, ante Marcelino embebido en su figura, de la cual no quitaba ojo, pero sin atreverse ya a tocarle del respeto y amor que le paralizaban, llamó hacia Sí al niño y tomándole con las manos por los delgados hombros le dijo:
—Bien, Marcelino. Has sido un buen muchacho y yo estoy deseando darte como premio lo que tú más quieras.
Marcelino le miraba y no sabía cómo responderle. Pero el Señor, que veía dentro de él lo mismo que ve dentro de nosotros, insistía dulcemente, haciéndole presión con sus largos dedos:
—Dime: ¿quieres ser fraile como los que te han cuidado? ¿Quieres que vuelva junto a ti "Mochito", o que no se muera nunca tu cabra? ¿Quieres juguetes como los que tienen los niños de la ciudad y del pueblo? ¿Quieres, mejor, el caballo de San Francisco? ¿Quieres que venga contigo Manuel?
A todo decía que no Marcelino, con los ojos cada vez más abiertos y sin ver ya al Señor de lo mucho que lo veía y de lo cerca que lo tenía de sí.
—¿Qué quieres entonces? le preguntaba el Señor.
Y entonces Marcelino, como si estuviera ausente, pero fijando sus ojos en los del Señor, dijo:
—Sólo quiero ver a mi madre y también a la Tuya después.
El Señor lo atrajo entonces hacia Sí y lo sentó sobre sus rodillas desnudas y duras. Después, le puso una mano sobre los ojos y le dijo suavemente:
—Duerme, pues, Marcelino.
En aquel mismo instante, once voces clamaron "¡Milagro!" detrás de la puerta del desván, sobre la escalera, y la puerta se abrió de golpe y todos los frailes, menos fray Malo, irrumpieron en la pequeña estancia en la que apenas si cabían tantos, "¡Milagro, milagro!", gritaban los frailes y el padre Superior. Pero todo estaba en calma ya y bajo la luz del ventanillo abierto, aparecían los estantes cubiertos de libros y legajos empolvados, como siempre; los muebles y maderas hacinadas y el Señor en su cruz inmóvil, macilento y agonizante como de costumbre. Sólo Marcelino reposaba entre los brazos del sillón frailero, dormido al parecer. Cayeron los frailes de rodillas y allí estuvieron tanto tiempo como fuera posible hasta dar en la cuenta de que Marcelino no despertaba. Acercóse entonces el padre Superior a él y, tocándole con sus manos, hizo seña a los frailes de que fueran bajando y dijo nada más:
—El Señor se lo ha llevado consigo, bendito sea el Señor.
Bajaron los frailes a su capilla y allí pasaron la noche, entre lágrimas de alegría, con el cuerpo de Marcelino extendido sobre las gradas del altar. Frente al altar mayor, los frailes habían puesto inclinado el gran Crucifijo del desván, que de otra manera no cabía. Marcelino estaba dormido en el Señor y, seguramente, viendo ya la cara de su madre desconocida.
Antes del alba, partieron a buen paso hacia los pueblos del contorno los frailes más jóvenes, para dar cuenta de lo sucedido al vecindario y a la tarde comenzaron a llegar los primeros carros, con todos los que querían ser testigos de la prueba del milagro. En su pequeña caja de madera clara, Marcelino, sonriente y sonrosado, dormía. Llegaron y llegaron carros y caminantes a pie como en romería durante toda la noche; por todos los pueblos había cundido el rumor del milagro y se conocía ya la dichosa muerte del niño de los frailes. Aquella misma noche había muerto también la cabra de Marcelino y fray Malo había sentido tan repentina mejoría sobre sí, que se había hecho conducir a la capilla para adorar al Crucifijo y despedirse de su amigo Marcelino.
—¡Yo viviendo, —decía el buen fraile llorando—, y él aquí!
A media mañana se organizó el entierro en forma de procesión. El niño había de ser enterrado en el cementerio del pueblo más próximo, que era donde estaba empadronado, a pesar de que los frailes hubieran preferido dejarlo allí con ellos en el pequeño camposanto de la huerta; pero fue imposible por la ley que imperaba y las propias reglas de la Orden y a primera hora de la tarde se puso por fin en camino la gran comitiva, en la cual iban, con los frailes en procesión, las autoridades de los pueblos y gran parte de sus vecinos, entre los cuales no faltaba la familia de Manuel con Manuel mismo, quien apenas si recordaba de aquel niño que sólo una tarde conociera. Del pueblo más rico había enviado su Ayuntamiento la banda de música, que tocaba una marcha fúnebre muy lenta y tristona y como a pedazos, de separados que los músicos iban.
Por cierto, que si Marcelino hubiera vivido y hubiese asistido a un entierro semejante al suyo, habría reparado en que el músico que tocaba el bombo de aquella banda era muy delgadito y parecía ir a perder el equilibrio por el gran peso de su tambor, mientras que el que tocaba el clarinete era un gordo enorme, que parecía fumar en aquella especie de estrecha boquilla que era en sus manos la delgada trompeta.
Los frailes entonaban sus cánticos y la banda su marcha fúnebre. Las gentes rezaban de viva voz y sólo los niños reían y saltaban por el camino, sin darse cuenta de nada. Hacía una tarde espléndida, de aquellas tardes que le gustaban a Marcelino Pan y Vino antes de tener su gran Amigo del desván, y los carros y las caballerías seguían a la larga comitiva de a pie cuando, de improviso, unas caprichosas cabras que por allí pastaban en rebaño, atraídas seguramente por la música y los cantos, pusiéronse a seguir el entierro y llegaron con él hasta las puertas del cementerio. Si hubiera podido, también la cabra nodriza de Marcelino habría estado allí, triscando unas pocas hierbas mientras el cuerpo del niño descendía sobre la tierra. El cuerpo, digo. Porque el alma había subido ya hacia su madre, hacia el cielo que tanto decían los frailes, hacia el Señor a quien Marcelino tantas veces había dado de comer y de beber en el desván.
Fuente:
http://usuaris.tinet.cat/picl/libros/marcelin/panyvino.htm
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