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lunes, 3 de marzo de 2014

''El banquete'', Platón

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

El Banquete

Platón

 

 

 

Introducción

 

 

Apolodoro (dirigiéndose a Glaucón)

 

–Me parece que sobre lo que preguntas estoy preparado. Pues precisamente anteayer subía a la ciudad desde mi casa de Falero cuando uno de mis conocidos, divisándome por detrás, me llamó desde lejos y, bromeando a la vez que me llamaba, dijo:

 

–¡Eh!, Tú, falerense, Apolodoro, espérame.

 

Yo me detuve y le esperé. Entonces él me dijo:

 

–Apolodoro, justamente hace poco te andaba buscando, porque quiero informarme con detalle de la reunión mantenida por Agatón, Sócrates, Alcibíades y los otros que entonces estuvieron presentes en el banquete, y oír cuáles fueron sus discursos sobre el amor. De hecho, otro que los había oído de Fénix, el hijo de Filipo, me los contó y afirmó que también tú los conocías, pero en realidad, no supo decirme nada con claridad. Así pues, cuéntamelos tú, ya que eres el más adecuado para informarme de los discursos de tu amigo. Pero antes dime, ¿estuviste tú mismo en esa reunión o no?

 

Y yo le respondí:

 

–Evidentemente parece que tu informador no te ha contado nada con claridad, si piensas que esa reunión por la que preguntas ha tenido lugar tan recientemente como para que yo también haya podido estar presente.

 

–En efecto, así lo había pensado–dijo.

 –¿Pero cómo pudiste pensar eso, Glaucón?, Le dije. ¿No sabes que, desde hace muchos años, Agatón no ha estado aquí, en la ciudad, y que aún no han transcurrido tres años desde que estoy con Sócrates y me propongo cada día saber lo que dice o hace? Antes daba vueltas de un sitio a otro al azar y, pese a creer que hacía algo importante, era más desgraciado que cualquier otro, no menos que tú ahora, que piensas que es necesario hacer todo menos filosofar.

 

Glaucón: No te burles y dime cuándo tuvo lugar la reunión esa.

Apolodoro: Cuando éramos todavía niños y Agatón triunfó con su primera tragedia, al día siguiente de cuando él y los coreutas celebraron el sacrificio por su victoria.

 

–Entonces, hace mucho tiempo, según parece. Pero, ¿quién te la contó? ¿Acaso, Sócrates en persona?

 –No, ¡por Zeus!. Me la contó el mismo que se la contó a Fénix. Fue un tal Aristodemo, natural de Cidateneón, un hombre bajito, siempre descalzo, que estuvo presente en la reunión y era uno de los mayores admiradores de Sócrates de aquella época, según me parece. Sin embargo, después he preguntado también a Sócrates algunas de las cosas que le oí a Aristodemo y estaba de acuerdo conmigo en que fueron tal y como éste me las contó.

–¿Por qué entonces no me las cuentas tú? Además, el camino que conduce a la ciudad es muy apropiado para hablar y escuchar mientras andamos.

 

Así, mientras íbamos caminando hablábamos sobre ello, de suerte que, como dije al principio, no me encuentro sin preparación. Si es menester que también lo cuente a ustedes (dirigiéndose a los demás acompañantes), tendré que hacerlo. Cuando hago yo mismo discursos filosóficos o cuando se los oigo a otros, aparte de creer que saco provecho, también yo disfruto enormemente. Pero cuando oigo otros, especialmente los de ustedes, los de los ricos y hombres de negocios, personalmente me aburro y siento compasión por ustedes, mis amigos, porque creen hacer algo importante cuando en realidad no están haciendo nada. Posiblemente, por el contrario, piensen que soy un desgraciado, y creo que tendrán razón; pero yo no es que lo crea de ustedes, sino que sé muy bien que lo son.

 

Un amigo: Siempre eres el mismo, Apolodoro, pues siempre hablas mal de ti y de los demás, y me parece que, excepto Sócrates, consideras unos desgraciados absolutamente a todos, empezando por ti mismo. De dónde recibiste el sobrenombre de 'blando', yo no lo sé, pues en tus palabras siempre eres así y te irritas contigo mismo y con los demás, salvo con Sócrates.

 

Apolodoro: Queridísimo amigo, realmente está claro que, al pensar así sobre mí mismo y sobre ustedes, resulto un loco y deliro.

 

Amigo: No vale la pena, Apolodoro, discutir ahora sobre esto. Pero lo que te hemos pedido, no lo hagas de otra manera y cuéntanos cuáles fueron los discursos.

 

–Pues bien, fueron más o menos los siguientes... Pero mejor intentaré contárselos desde el principio, como Aristodemo me los contó.

 

Apolodoro: Me dijo, en efecto, Aristodemo, que se había tropezado con Sócrates, lavado y con las sandalias puestas, lo cual éste hacía pocas veces, y que al preguntarle adónde iba tan elegante le respondió:

 

–A la comida en casa de Agatón. Pues ayer logré esquivarlo en la celebración de su victoria, horrorizado por la aglomeración. Pero convine en que hoy haría acto de presencia y ésa es la razón por la que me he arreglado así, para ir elegante junto a un hombre elegante. Pero tú, dijo, ¿querrías ir al banquete sin ser invitado?

 

Y yo, dijo Aristodemo, le contesté:

 

–Como tú ordenes.

–Entonces sígueme, dijo Sócrates, para aniquilar el proverbio cambiándolo en el sentido de que, después de todo, también los buenos van espontáneamente a las comidas de los buenos. Homero, ciertamente, parece no sólo haber aniquilado este proverbio, sino también haberse burlado de él, ya que al hacer a Agamenón un hombre extraordinariamente valiente en los asuntos de la guerra y a Menelao un 'blando guerrero', cuando Agamenón estaba celebrando un sacrificio y ofreciendo un banquete, hizo venir a Menelao al festín sin ser invitado, él que era peor, al banquete del mejor.

 

Al oír esto, me dijo Aristodemo que respondió:

 

–Pues tal vez yo, que soy un mediocre, correré el riesgo también, no como tú dices, Sócrates, sino como dice Homero, de ir sin ser invitado a la comida de un hombre sabio. Mira, pues, si me llevas, qué vas a decir en tu defensa, puesto que yo, ten por cierto, no voy a reconocer el haber ido sin invitación, sino invitado por ti.

–Juntos los dos, marchando por el camino deliberaremos lo que vamos a decir. Vayamos, pues.

 

Tal fue, más o menos –contó Aristodemo–, el diálogo que sostuvieron cuando se pusieron en marcha. Entonces Sócrates, concentrando de alguna manera el pensamiento en sí mismo, se quedó rezagado durante el camino y como aquél le esperara, le mandó seguir adelante. Cuando estuvo en la casa de Agatón, se encontró la puerta abierta y dijo que allí le sucedió algo gracioso.

Del interior de la casa salió a su encuentro de inmediato uno de los esclavos que lo llevó a donde estaban reclinados los demás, sorprendiéndoles cuando estaban ya a punto de comer. Y apenas lo vio Agatón, le dijo:

 

–Aristodemo, llegas a tiempo para comer con nosotros. Pero si has venido por alguna otra razón, déjalo para otro momento, pues también ayer te anduve buscando para invitarte y no me fue posible verte. Pero, ¿cómo no nos traes a Sócrates? Y yo –dijo Aristodemo–me vuelvo y veo que Sócrates no me sigue por ninguna parte. Entonces le dije que yo realmente había venido con Sócrates, invitado por él a comer allí.

–Pues haces bien, dijo Agatón. Pero, ¿dónde está Sócrates?

–Hasta hace un momento venía detrás de mí y también yo me pregunto dónde puede estar.

–Esclavo, ordenó Agatón, busca y trae aquí a Sócrates. Y tú, Aristodemo, reclínate junto a Erixímaco.

 

Y cuando el esclavo le estaba lavando para que se acomodara, llegó otro esclavo anunciando:

 

–El Sócrates del que hablan se ha alejado y se ha quedado plantado en el portal de los vecinos. Aunque le estoy llamando, no quiere entrar.

–Es un poco extraño lo que dices, dijo Agatón. Llámalo y no lo dejes escapar.

 

Entonces intervino Aristodemo, diciendo:

 

–De ninguna manera. Déjenlo quieto, pues esto es una de sus costumbres. A veces se aparta y se queda plantado dondequiera que se encuentre. Vendrá enseguida, supongo. No le molesten y déjenle tranquilo.

–Pues así debe hacerse, si te parece. Pero a nosotros, a los demás, que nos sirvan la comida, esclavos. Pongan libremente sobre la mesa lo que quieran, puesto que nadie los estará vigilando, lo cual jamás hasta hoy he hecho. Así, pues, imaginen ahora que yo y los demás, aquí presentes, hemos sido invitados a comer por ustedes y que se nos trate con cuidado, a fin de que podamos elogiarlos.

 

Después de esto, dijo Aristodemo, se pusieron a comer, pero Sócrates no entraba. Agatón ordenó en repetidas ocasiones ir a buscarlo, pero Aristodemo no lo consentía. Finalmente, llegó Sócrates sin que, en contra de su costumbre, hubiera transcurrido mucho tiempo, sino, más o menos, cuando estaban en mitad de la comida.

Entonces Agatón, que estaba reclinado solo en el último extremo, según me contó Aristodemo, dijo:

 

–Aquí, Sócrates, échate junto a mí, para que también yo en contacto contigo goce de esa sabia idea que se te presentó en el portal. Pues es evidente que la encontraste y la tienes, ya que, de otro modo, no te hubieras retirado antes.

 

Sócrates se sentó y dijo:

 

–Estaría bien, Agatón, que la sabiduría fuera una cosa de tal naturaleza que, al ponernos en contacto unos con otros, fluyera de lo más lleno a lo más vacío de nosotros, como fluye el agua en las copas, a través de un hilo de lana, de la más llena a la más vacía. Pues si la sabiduría se comporta también así, valoro muy alto el estar reclinado junto a ti, porque pienso que me llenaría de tu mucha y hermosa sabiduría. La mía, seguramente, es mediocre, incluso ilusoria como un sueño, mientras que la tuya es brillante y capaz de mucho crecimiento, dado que desde tu juventud ha resplandecido con tanto fulgor y se ha puesto de manifiesto anteayer en presencia de más de treinta mil griegos como testigos.

–Eres un exagerado, Sócrates, contestó Agatón. Mas este litigio sobre la sabiduría lo resolveremos tú y yo un poco más tarde, y Dioniso será nuestro juez. Ahora, en cambio, presta atención primero a la comida.

 

A continuación –siguió contándome Aristodemo–, después que Sócrates se hubo reclinado y comieron él y los demás, hicieron libaciones y, tras haber cantado a la divinidad y haber hecho las otras cosas de costumbre, se dedicaron a la bebida.

 

Entonces, Pausanias empezó a hablar en los siguientes términos:

 

–Bien, señores, ¿de qué manera beberemos con mayor comodidad? En lo que a mí se refiere, les puedo decir que me encuentro francamente muy mal por la bebida de ayer y necesito un respiro. Y pienso que del mismo modo la mayoría de ustedes, ya que ayer estuvieron también presentes. Miren, pues, de qué manera podríamos beber lo más cómodo posible.  

–Ésa es, dijo entonces Aristófanes, una buena idea, Pausanias, la de asegurarnos por todos los medios un cierto placer para nuestra bebida, ya que también yo soy de los que ayer estuvieron hechos una sopa.

Al oírles, Erixímaco, el hijo de Acúmeno, intervino diciendo:

 

–Dicen bien en verdad, pero todavía necesito oír de uno de ustedes en qué grado de fortaleza se encuentra Agatón para beber.  

–En ninguno –respondió éste–; tampoco yo me siento fuerte.

–Sería un regalo de Hermes, según parece, para nosotros–continuó Erixímaco–, no sólo para mí y para Aristodemo, sino también para Fedro y para éstos, el que ustedes, los más fuertes en beber, renuncien ahora, pues en verdad, nosotros siempre somos flojos. Hago, en cambio, una excepción de Sócrates, ya que es capaz de ambas cosas, de modo que le dará lo mismo cualquiera de las dos que hagamos. En consecuencia, dado que me parece que ninguno de los presentes está resuelto a beber mucho vino, tal vez yo les resulte menos desagradable si les digo la verdad sobre qué cosa es el embriagarse. En mi opinión, creo, en efecto, que está perfectamente comprobado por la medicina que la embriaguez es una cosa nociva para los hombres. Así que, ni yo mismo quisiera de buen grado beber demasiado, ni se lo aconsejaría a otro, sobre todo cuando uno tiene todavía resaca del día anterior.  

–En realidad –me contó Aristodemo que dijo Fedro, natural de Mirrinunte–, yo, por mi parte, te suelo obedecer, especialmente en las cosas que dices sobre medicina; pero ahora, si deliberan bien, te obedecerán también los demás.

 

Al oír esto, todos estuvieron de acuerdo en celebrar la reunión presente, no para embriagarse, sino simplemente bebiendo al gusto de cada uno.

 

–Pues bien –dijo Erixímaco–, ya que sé ha decidido beber la cantidad que cada uno quiera y que nada sea forzoso, la siguiente cosa que propongo es dejar marchar a la flautista que acaba de entrar, que toque la flauta para sí misma o, si quiere, para las mujeres de ahí dentro, y que nosotros pasemos el tiempo de hoy en mutuos discursos. Y con qué clase de discursos, es lo que quiero exponerles, si me lo permiten.

 

Todos afirmaron que querían y le exhortaron a que hiciera su propuesta.

 

 

Para descargar el libro completo:

 

http://www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/P/Platon%20-%20El%20Banquete.pdf


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