Un saludo de su amigo Sören Garza  (hombre), desde México.
     
     
     
    Caballo de  Troya
    J.J.  Benítez
     
     
     
     
     
     
    30 de marzo, jueves
     
     
     
    Fue quizás el instante de mayor tensión.  Eliseo y yo, enfundados en nuestros trajes espaciales, percibimos cómo nuestros  corazones aceleraban su frecuencia, hasta el umbral de  las 150 pulsaciones. El ordenador marcaba las  23 horas, 3 minutos y 22 segundos del jueves, 30 de marzo del año 30. Habíamos  «retrocedido» un total de 17 019 289 horas.
     
    Poco a poco recuperamos el control de  la frecuencia cardíaca centrándonos en la operación de mantenimiento del  estacionario y en la revisión general de los sistemas. Nada parecía haber cambiado.  La fuente exterior de luz infrarroja seguía apantallándonos y los altímetros  marcaban los primitivos valores: cota de 800 pies sobre el terreno y oscilación  nula en el módulo. Durante el proceso infinitesimal de inversión de masa, la pila  nuclear SNAP-10A había seguido alimentando el motor principal de turbina a  chorro CF 200-2V. Nuestra posición en el espacio, por tanto, no había variado.
     
    Una vez chequeados los circuitos  principales, Eliseo y yo efectuamos un primer contacto visual de la zona. Al  Oeste de nuestra posición, y a poco más de 1000 pies, divisamos un extenso  núcleo luminoso. A pesar de las muchas horas de entrenamiento, la emoción nos  dejó sin habla. Los radares confirmaban el perfil de un asentamiento humano,  con un sin fin de construcciones de baja estructura y dos edificaciones de  superior envergadura: una ubicada en la cara este de la ciudad —mucho más  voluminosa— y otra al suroeste. Luego supimos que se trataba del gran complejo  del templo y la torre Antonia y el palacio de Herodes, respectivamente.  Nuestras suposiciones —a pesar de la cerrada oscuridad— eran correctas: aquellas  luces amarillas y parpadeantes correspondían a la ciudad santa de Jerusalén. La  totalidad del núcleo urbano aparecía cerrado por una muralla. Un segundo muro,  de características muy similares al que constituía el perímetro de la población  dividía Jerusalén por su tercio norte, justamente desde la cara oeste del  templo a la fachada norte del palacio herodiano. 
     
    Al este-sureste de nuestro módulo se  apreciaban igualmente otros dos grupos de luces mortecinas, infinitamente más  pequeños que el primero y situados prácticamente en la falda del monte sobre el  que nos encontrábamos estacionados y que presumíamos como el Olivete. Los  equipos de ondas de 740 milímetros de longitud remitieron unas primeras y  confusas  imágenes de estos núcleos  humanos, no siendo posible confirmar si —como sospechábamos— se trataba de las  aldeas de Betania y Betfagé.
     
    Tras aquel primer rastreo de nuestros  inmediatos alrededores, mi hermano de exploración y yo ejecutamos la segunda  fase del plan: una nueva inversión de masa, con el fin de polarizar los ejes de  los swivels hasta la hora límite, que  nos serviría de auténtico punto de partida para un posterior descenso sobre la  cumbre del Olivete. A las 23 horas y 33 minutos, el módulo «retrocedió» en el  tiempo, «apareciendo» 15 horas antes. Aunque el caudal del generador atómico  nos hubiera permitido el mantenimiento de la nave en estacionario hasta el  amanecer del día siguiente, 31 de enero, los objetivos de la exploración  recomendaban esta segunda inclinación de los ángulos del tiempo de los swivels hasta alcanzar las 8 horas y 33  minutos del 30 de enero del año 30. Aunque no deseo adelantar acontecimientos,  nuestras fuentes informativas previas apuntaban al viernes, 31 de enero, como  la fecha en que el Maestro de Galilea entró en Betania, procedente de la vecina  ciudad de Jericó, situada a unos 34 kilómetros de la citada población de Betania,  donde residía la familia de Lázaro. Si todo discurría con normalidad, yo  debería estar allí con una antelación aproximada de veinticuatro horas.
     
    ¿Cómo poder describir aquel amanecer  del 30 de enero sobre la vertical del monte de los? 
     
    El sol naciente había apagado las  antorchas de Jerusalén, ofreciendo a nuestros atónitos ojos un inmenso racimo  de casitas blancas y ocres, apretadas las unas contra las otras y rotas en mil  direcciones por quebradas callejuelas. Y destacando sobre aquel mosaico, una  formidable fortaleza rectangular, levantada en la cara este de la ciudad. Era  el templo erigido por Herodes el Grande, con inmensas columnatas limitando  espaciosos patios y atrios. Tal y como había descrito el historiador Flavio  Josefo, una brillante cúpula —correspondiente al santuario— resplandecía cual  «montaña cubierta de nieve».
     
    De norte a sur, al pie de la muralla  este de Jerusalén, divisamos el cauce seco y afilado de una torrentera que  identificamos como el Cedrón.
     
    Hacia el este-sureste, ligeramente  difuminada por una calina, se perdía en el horizonte la hoya del mar Muerto. Su  superficie azul espejeaba tímidamente, resaltando como un milagro sobre las  resecas y cenicientas ondulaciones del desierto de Judá. Mucho más al fondo, perdidas  en un verdiazul inverosímil, las estribaciones de Moab. 
     
    Alborozados, Eliseo y yo descubrimos  junto al vértice sur de las murallas de la ciudad santa el diminuto rectángulo  de aguas marrones que, según nuestras cartas, tenía que corresponder a la  piscina de Siloé. En esa misma dirección, y a escasa distancia de los muros,  una ladera moría en el lecho del Cedrón. En ese paraje conocido como la tierra  marchita de Hakeldama, debería ocurrir el trágico final de Judas Iscariote. 
     
    Y bajo el módulo, un promontorio que  se estiraba en paralelo a la gran muralla este de Jerusalén. Se trataba,  efectivamente, del monte Olivete, repleto de olivares.
     
    Las primeras inspecciones, mediante  sistema de ecosonda, confirmaron la abundancia de un terreno calcáreo en un  amplio radio alrededor de Jerusalén. Los equipos de análisis de entornos —basados  en un procedimiento estereográfico muy similar a los rayos X— ratificaron la  presencia de vegetación en un cinturón aproximado de 16,650 kilómetros. Toda la  franja norte y noroeste  de la ciudad  presentaba una extraordinaria abundancia de huertos y plantaciones de árboles  frutales. Al sur y sureste —especialmente en la masa del Olivete— eran mucho  más frecuentes los  olivares, destacando  aquí y allá alineaciones de viñedos. Estos crecían sobre todo en la colina occidental  del valle del Cedrón y, más exactamente, al sur de la explanada del templo.
     
    Como detalle curioso diré que nuestros  dispositivos detectaron al suroeste de la ciudad un pequeño núcleo urbano  (luego supimos que se trataba de la aldea de Erebinthon), en cuyo entorno  crecían amplias plantaciones de garbanzos.
     
    Un camino polvoriento rodeaba la cara  oriental del monte de los Olivos, uniendo los poblados de Betfagé y Betania con  Jerusalén. Los aledaños de estas aldeas se veían igualmente cuajados de  palmeras, higueras y sicomoros. En mitad de aquel espléndido vergel nos llamó  la atención la sequedad del citado torrente del Cedrón y, concretamente, un  débil hilo de «agua» roja que brotaba al fondo del talud que se derrama bajo  las murallas y a escasa distancia del no menos célebre pináculo del templo. (En  una de mis incursiones al interior de la ciudad santa tendría la ocasión de  desentrañar el misterio de aquel hilo de «agua» roja.)
     
    Antes de proceder al descenso  definitivo sobre la cumbre del Olivete, mi compañero y yo terminamos las  mediciones topográficas. Algunos de estos cálculos, sinceramente, desbordaron  nuestra capacidad de asombro.
     
    Las medidas del templo, por ejemplo,  eran portentosas. 
     
    Aquel rectángulo —que ocupaba algo más  de la quinta parte de la superficie de la ciudad— aparecía cerrado por robustas  murallas de 150 pies de altura. Su cara norte, conocida como el atrio de los  Gentiles, y a cuyo extremo más occidental se hallaba adosada la torre Antonia,  medía novecientos pies de longitud. Frente al Ohvete, la fachada este del  templo —toda ella en mármol blanco— alcanzaba los 1285,5 pies. La muralla occidental  era prácticamente de las mismas dimensiones que la anterior y, por último, la  cara sur, que cerraba el recinto sagrado y en la que se distinguían desde el  módulo dos amplias puertas, arrojó 801 pies de longitud.
     
    En cuanto al templo de Herodes  propiamente dicho —que se levantaba en el centro de aquel gran rectángulo— los  equipos nos proporcionaron 578,4 pies de longitud por 417,6 pies de anchura. 
     
    La fortaleza o torre Antonia,  residencia del representante del César durante las fiestas más sobresalientes  de los judíos, se elevaba sobre una cota de 2220 pies sobre el nivel del mar.  Era otra soberbia construcción de 450 por 384 pies, flanqueada en sus cuatro  esquinas por sendas y poderosas torres de 105 pies de altura cada una. 
     
    Al Oeste de la ciudad, en la cota más  alta de Jerusalén (2280 pies), la familia Herodes había emplazado su residencia  fortaleza. El palacio y los jardines reales ocupaban una franja de terreno,  junto a la mencionada muralla más occidental de la ciudad santa de 900 x 300  pies. La edificación sobresalía por sus tres espigadas torres, de 120, 90 y 75  pies, respectivamente.
     
    Desde el ala norte del palacio  herodiano —tal y como nuestros radares habían detectado la noche anterior— se  extendía otra muralla hasta la mitad, poco más o menos, de la cara oeste del  templo, dividiendo a la ciudad en dos sectores. 
     
    Las dimensiones, en definitiva, de  Jerusalén eran las siguientes: longitud máxima (desde la torre Antonia hasta el  vértice sur), 3696 pies. En este ángulo sur de la ciudad —junto a la piscina de  Siloé— detectamos la cota más baja del terreno: 1980 pies.
     
    La anchura de la ciudad santa,  contando desde el muro exterior occidental (correspondiente al palacio de  Herodes) hasta el pináculo del templo, 667,6 pies. La inexpugnable muralla que  guardaba Jerusalén se levantaba a 225 pies sobre la superficie del valle. (El  curso del Cedrón oscilaba entre los 1860 pies, en su cota más baja, frente a Hakeldama  y al espolón que forman las murallas al sur de la población, y los 2040 pies, a  su paso frente al huerto de Getsemaní, en la falda occidental del Olivete.) 
     
    El ordenador computó la longitud total  de la muralla exterior de la ciudad, registrando en pantalla 11 378,1 pies. Por  su parte, el muro que cruzaba entre las viviendas, dividiendo a Jerusalén en  dos ciudades perfectamente diferenciadas como tendría ocasión de comprobar en  persona, tenía una longitud aproximada de 1446,6 pies. 
     
    En nuestra vertical, el monte de los  Olivos ofrecía dos cotas máximas: 2 220 pies frente a la piscina de Siloé; es  decir, al sur de la ciudad y 2454 pies (elevación máxima), frente al templo.
     
    El huerto de Getsemani —localizado en  una cota inferior a ésta— se hallaba a una distancia de 739,2 pies (en línea  recta desde la ladera al muro oriental del templo). 
     
    Aquella cota máxima del Olivete (2454  pies sobre el nivel del mar), estaba situada a unos 180 pies por encima del  templo. Esto, unido a la localización por nuestros equipos de una pequeña  formación rocosa que despuntaba en dicha cima, entre un mar de olivos, nos  decidió establecer nuestro punto de contacto sobre el reducido calvero de dura  piedra caliza. 
     
    A las 10 horas y 15 minutos, el módulo  se posó —al fin— sobre la cumbre del monte de los Olivos. En un primer  «tanteo», los cuatro pies extensibles de la «cuna» se hundieron ligeramente  entre las lajas rocosas. Finalmente, la nave quedó estabilizada y nosotros procedimos  a la desactivación del motor principal. 
     
    Aunque el descenso no podía ser  visualizado por los habitantes de Jerusalén o de sus alrededores, un observador  relativamente cercano a nuestro punto de contacto sí hubiera podido descubrir  un súbito remolino de polvo y tierra, provocado por el choque de los gases contra  el suelo, en la operación final de frenada del módulo. Por fortuna, aquella  polvareda desapareció en poco más de sesenta segundos, así como el agudo  silbido del reactor. 
     
    A pesar de todo, Eliseo y yo nos  mantuvimos alerta por espacio de casi media hora, atentos a cualquier  inesperada emisión de radiaciones infrarrojas, provenientes de seres humanos,  que pudieran irrumpir en el campo de seguridad de nuestro vehículo, fijado en  un radio de 150 pies.
     
    Cualquier individuo o animal que  penetrase en dicha franja de terreno sería automáticamente visualizado en los  paneles del módulo. En caso de un presunto ataque, el tripulante que permanecía  en el interior de la «cuna» estaba autorizado a desencadenar un dispositivo  especial de defensa —ubicado en la «membrana» exterior del fuselaje— que  proyectaba a 30 pies de la nave una pared de ondas gravitatorias en forma de cúpula.  Aunque esta semiesfera protectora no podía ser visualizada, el intruso o  intrusos que trataran de cruzaría hubieran recibido la sensación de estar  avanzando contra un viento huracanado. (Como ya comenté en su momento, ninguno  de los expedicionarios podía ocasionar daño alguno, y mucho menos matar, a  ninguno de los integrantes de la red social a observar.) 
     
    Hacia las 11 horas, tras verificar la  temperatura en superficie (11,6 grados centígrados), la humedad relativa (57  por ciento), la dirección e intensidad del viento (ligera brisa del noroeste) y  otros valores más complejos —de carácter biológico—, inicié los últimos  preparativos para mi definitiva salida al exterior. 
     
    Mientras Eliseo seguía vigilando  nuestro entorno, me desnudé, procediendo a una meticulosa revisión de mi  cuerpo. Debía desembarazarme de cualquier objeto impropio en aquella época: reloj  de pulsera, una cadena con una chapa de identidad, obligatoria en las fuerzas  armadas y una pequeña sortija de oro que siempre había llevado en el dedo  meñique izquierdo.
     
    Acto seguido me sometí a la  pulverización —mediante una tobera de aspersión— del tronco, vientre,  genitales, espalda y base del cuello y nuca, enfundándome así en la obligada  defensa que llamábamos «piel de serpiente». Como ya he referido en otro  momento, esta segunda epidermis era una fina película cuya sustancia base la  constituye un compuesto de silicio en disolución coloidal en un producto  volátil. Este líquido, al ser pulverizado sobre la piel, evapora rápidamente el  diluyente, quedando recubierta aquélla de una delgada capa o película opaca porosa  de carácter antielectrostático. Su color puede variar, según la misión,  pudiendo ser utilizada, incluso, como un código, cuando se trabaja en grupo.  Sin embargo, y con el fin de evitar posibles y desagradables sorpresas, yo  preferí ajustarme una «epidermis» absolutamente transparente...
     
    Caballo de Troya había estudiado con  idéntica escrupulosidad el atuendo que llevaría durante aquellos once días.  Puesto que debía hacerme pasar por un honrado coferenciante extranjero —griego  por más señas— los expertos habían preparado un doble juego de vestiduras: una  falda corta o faldellín (marrón oscuro); una sencilla túnica de color hueso; un  cíngulo o ceñidor trenzado con cuerdas egipcias que sujetaba la túnica y un  incómodo manto o ropón, susceptible de ser enrollado en torno al cuerpo o  suspendido sobre los hombros. La engorrosa chlamys,  que a punto estuve de perder en varios momentos de mi exploración, había sido  confeccionada a mano, al igual que la túnica, con la lana de las montañas de  Judea y teñida con glasto basta proporcionarle un discreto color azul celeste.  Para la confección de ambas túnicas, los expertos habían contratado los  servicios de hábiles tejedores de Siria, herederos del antiguo núcleo comercial  de Palmira, que aún manipulaban el lino bayal. 
     
    En previsión de un eventual fallo del  dispositivo de transmisión auditiva —que llevaba incorporado en el interior de  mi oído derecho— Curtiss había ordenado que la chlamys dispusiera de una hebilla de cinco centímetros con la que  poder sujetar el pallium o manto sobre  mi hombro izquierdo. Esta hebilla de bronce encerraba un microtransmisor, capaz  de emitir mensajes de corta duración mediante impulsos electromagnéticos de  0,0001385 segundos cada uno. De esta forma quedaba garantizada una eficaz y  permanente conexión con la base. 
     
    En cuanto al calzado, habían sido  diseñados dos pares de sandalias, con suela de esparto, trenzado en las  montañas turcas de Ankara. Cada ejemplar fue perforado manualmente, incrustando  en los bordes de las suelas sendas parejas de finas tiras de cuero de vaca, convenientemente  empecinadas. Cada cordón —de cincuenta centímetros— permitía sujetar el rústico  calzado, con holgura suficiente como para poder enrollarlo en cuatro vueltas a  la canilla de las piernas.
     
    Un mes antes del lanzamiento —con el  fin de simplificar mi aseo diario durante el «gran viaje»— dejé crecer mi barba  de forma desordenada.
     
    Aquel ropaje y mi crecida barba  desencadenaron el buen humor de Eliseo, viéndome sometido durante aquellos  últimos minutos en el módulo a todo tipo de bromas y chanzas. 
     
    Aquellos momentos de diversión  resultaron altamente relajantes, haciéndonos olvidar momentáneamente dónde  estábamos y lo que me reservaba el destino. 
     Aunque podía recibir a Eliseo directamente —siempre  que él lo estimase oportuno— cuando yo deseaba abrir mi comunicación auditiva  con el módulo era imprescindible que presionara con los dedos sobre la parte  externa de mi oído derecho. Con el fin de evitar suspicacias o posibles malas  interpretaciones por parte de los habitantes de Jerusalén, Caballo de Troya  había estimado que fingiera una leve sordera por el referido oído. De esta  forma, y aunque la comunicación con Eliseo debería llevarse a efecto lejos de  testigos, el gesto de apertura del canal de transmisión siempre podía quedar  justificado.
     
    Siguiendo una de las costumbres  populares en la Palestina de aquellos tiempos, impregné mis cabellos con unas  gotas de aceite común. De esta forma quedaron más suaves y sedosos.
     
    Por último, colgué del cinturón una  pequeña bolsa de hule impermeabilizado en la que Caballo de Troya había  depositado una libra romana en pepitas de oro1. La evidente dificultad de conseguir  monedas de curso legal, de las manejadas en Jerusalén en el año 30, había sido suplida  por aquellos gramos de oro, extraídos especialmente de los antiquísimos filones  de Tharsis, en las estribaciones de la sierra ibérica de Las Camorras. Según  nuestros datos, no tendría por qué ser difícil cambiarlos por denarios de plata  y monedas fraccionarias como el as, óbolo o sextercios.
     
    Eliseo verificó por enésima vez los  sistemas de transmisión, ampliando la banda inicial de recepción desde los 10  500 pies a 15 000. Antes de la toma de tierra, los equipos electrónicos habían  medido la distancia existente entre Betania y la ciudad santa -siguiendo el  curso del camino que rodea la cara este del Olivete- arrojando un resultado de  8325 pies. 
     
    El escenario donde debía moverme en  aquellos días había sido limitado justamente entre ambas poblaciones —Betania y  Jerusalén, con el pequeño poblado de Betfagé a corta distancia de la aldea de  Lázaro—, por lo que, presumiblemente, mi distancia máxima respecto a la «cuna» (que  se hallaba en un enclave equidistante de ambos núcleos urbanos) nunca debería  ser superior a los mil pies. El margen establecido para la transmisión y  recepción auditiva entre Eliseo y yo era, por tanto, más que suficiente.
     
    A las doce horas, tras un emotivo  abrazo, mi compañero accionó la escalerilla de descenso y yo salté a tierra. 
     
    Mi primera preocupación al caminar  sobre aquella tierra blanqueada por el sol del mediodía fue comprobar mi  posición sobre el Olivete. Al avanzar unos pasos hacia el bosquecillo de olivos  que se derramaba en dirección sur me di cuenta de aquel gran silencio, apenas  roto por el ronroneo de las libélulas. Me detuve y, tras cerciorarme, abrí la  comunicación «auditiva» con Eliseo. A juzgar por el trayecto que había recorrido  desde aquel grupo de rocas amarillentas sobre las que se había posado el  módulo, debía encontrarme a poco más de noventa pies de Eliseo. Las palabras  del hermano sonaron claras y fuertes en mis oídos:
     
    —Es muy posible que la razón de ese  silencio —argumentó Eliseo— se deba a la presencia de la «cuna»... A pesar del  apantallamiento, algunos animales han podido detectar las emisiones de ondas...
     
    Algo más tranquilo proseguí mi  detallada localización de puntos de referencia, vitales para un posible y  precipitado retorno hasta la nave. Aunque el microtransmisor de la hebilla  actuaba al mismo tiempo como radiofaro omnidireccional (con señales VHF de  ultra-alta frecuencia), haciendo posible de esta forma que uno de los radares  de a bordo pudiera recibir mi «eco» ininterrumpidamente y en un radio estimado  de cincuenta millas, yo no estaba autorizado a portar un sistema de  localización del invisible módulo. La naturaleza de mi misión había desaconsejado  a los responsables de Caballo de Troya la inclusión en mi escasa impedimenta de  una de las «balizas» —de tipo manual— que operan en frecuencia de 75  megaciclos, y que hubiera resultado utilísima para mi reencuentro con la «  cuna». Debería valerme, en suma, de mi sentido de la orientación, al menos hasta  el límite de la zona de seguridad de la nave, a 150 pies de la misma. Una vez  dentro de ese círculo, Eliseo podía «conducirme» mediante el transmisor  incorporado a mi oído. 
     
    Gracias a Dios, el «punto de contacto»  se hallaba en una de las cotas máximas del Olivete. Esta circunstancia, unida a  la presencia del reducido calvero pedregoso, hacía relativamente cómoda la  ubicación del asentamiento de nuestro vehículo, tanto si se ascendía por la  ladera oriental (que muere en Betania) o por la occidental, que desemboca en la  barranca del Cedrón. 
     
    Revisé fugazmente mi atuendo y con  paso cauteloso me adentré en el olivar. A mi derecha, entre las epilépticas  ramas de añosos olivos, se distinguía la dorada cúpula del templo y buena parte  de las murallas de Jerusalén. Pero, a pesar de mis intensos deseos de  aproximarme hasta el filo occidental de la «montaña de las aceitunas» (como  también llamaban los israelitas al Olivete) y disfrutar de aquel espectáculo  inigualable que era la ciudad santa, me ceñí al plan previsto e inicié el  descenso por la vertiente sur, a la búsqueda del camino que habíamos divisado  desde el aire y que me conduciría hasta Betania. 
     
    De pronto, al inclinarme para esquivar  una de las frondosas ramas, advertí con cierto sobresalto lo llamativo de mi  calzado, sospechosamente pulcro como para pertenecer a un andariego e inquieto  comerciante extranjero. Sin dudarlo, me senté en una de las raíces de un vetusto  olivo y, después de echar una mirada a mi alrededor, agarré varios puñados de  aquella tierra ocre y esponjosa, restregándola contra el esparto y las  ligaduras. 
     
    El inesperado alto en el camino fue  registrado en el módulo y Eliseo se interesó por mi seguridad.
     
    —¿Algún problema, Jasón? 
     
    A partir de mi salida de la «cuna»,  aquél iba a ser mi indicativo de guerra. El nombre de 
    «Jasón» había sido tomado del héroe de  los tesalios y beocios, jefe de la famosa expedición de los Argonautas, cantada  por el poeta griego Apolonio de Rodas y por el vate épico latino Valerio Flaco.  Yo había aceptado tal denominación, aunque era consciente de que jamás había  tenido madera de héroe y que mi misión en Caballo de Troya no era precisamente  la búsqueda del vellocino de oro, en el que tanto esfuerzo había puesto el  bueno de Jasón. 
     
    Tras explicar a Eliseo aquel  momentáneo contratiempo, reanudé la marcha, atento siempre a mi posible primer  encuentro con los habitantes de la zona. 
     
    Cuando había caminado algo más de 300  pasos dejé atrás el olivar. Frente a mí se abría una pradera, sombreada por dos  corpulentos cedros de casi cuarenta metros de altura.
     
    El corazón me golpeó en el pecho. Bajo  aquellos árboles habían sido plantadas cuatro grandes tiendas. Durante algunos  segundos no supe cómo reaccionar. Me quedé quieto. Indeciso. Bajo las lonas  oscuras de las tiendas se agitaban numerosos individuos. 
     
    Presioné mi oído derecho y Eliseo  apareció al instante: 
     
    —¿Qué hay...? -preguntó mi compañero. 
    —Primer contacto humano a la vista...  Al parecer se trata de mercaderes... Veo algunos rebaños de ovejas junto a  varias tiendas. Voy hacia ellos. 
    —¡Suerte! 
    
     
    Para descargar el libro completo:
     
    http://www.sociedadmedicoquirurgica.com.mx/libros/libros/J/j_j_benitez_caballo_de_troya_01.pdf
    
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