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lunes, 31 de marzo de 2014

Datos biográficos de Descartes

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

René Descartes

 

 

René Descartes (La Haye, Turena francesa, 31 de marzo de 1596 - Estocolmo, Suecia, 11 de febrero de 1650), también llamado Renatus Cartesius, fue un filósofo, matemático y físico francés, considerado como el padre de la geometría analítica y de la filosofía moderna, así como uno de los nombres más destacados de la revolución científica.

 

Hizo famoso el célebre principio cogito ergo sum, ("pienso, luego existo"), elemento esencial del racionalismo occidental, y formuló el conocido como "Método cartesiano", pero del "cogito" ya existían formulaciones anteriores, alguna tan exacta a la suya como la de Gómez Pereira en 1554, y del Método consta la formulación previa que del mismo hizo Francisco Sánchez en 1576. Todo ello con antecedentes en Agustín de Hipona y Avicena, por lo que ya en su siglo fue acusado de plagio, entre otros por Pierre Daniel Huet.

 

Escribió una parte de sus obras en latín, que era la lengua internacional del conocimiento y la otra en francés. En física está considerado como el creador del mecanicismo, y en matemática, de la geometría analítica. Estableció una clara ruptura con la escolástica que se enseñaba en las universidades. Está caracterizado por su simplicidad —en su Discurso del método únicamente propone cuatro normas— y pretende romper con los interminables razonamientos escolásticos. Toma como modelo el método matemático, en un intento de acabar con el silogismo aristotélico empleado durante toda la Edad Media.

 

Fuente: Wikipedia.


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Descartes y Dios

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

Descartes y Dios

 

Por Ricardo Puentes Melo

 

 

Las opiniones de Descartes fueron expuestas ampliamente por Isaac Newton. Tanto Newton como Descartes estaban fascinados por la alquimia y lo esotérico, el ocultismo. Es decir, la misma fuerza que creó la ciencia moderna también creó la religión, que tanta muerte ha traído al mundo en guerras donde cada bando dice tener el apoyo de Dios.

 

Estos dos opuestos aparentes, religión y ciencia, tienen muchas cosas en común, excepto una en particular. Ambas niegan la naturaleza verdadera de quiénes somos y el poder que tenemos dentro de nosotros mismos para controlar nuestro destino. ¿Por qué? Porque en cuanto nos damos cuenta de eso y tomamos el control y poder de nuestras vidas, nuestra LIBERTAD, el control de quienes nos dominan (en todos los campos) no existirá más.

 

René Descartes dice acerca de Dios: “Pienso, luego existo”. Partiendo desde aquí, vamos adelante con este análisis.

 

Descartes inicia la filosofía moderna buscando evidencias y certezas que le saquen de su estado escéptico de duda. Para conseguir este objetivo René Descarte buscó un método universal donde construir un ‘conocimiento objetivo’, una mathesis universal, que evite a la razón humana caer en el error o en la ilusión de verdad.

 

El método tiene cuatro reglas, que resume en la segunda parte de su obra El discurso del método. Estas reglas son:

 

1. La evidencia, como criterio de verdad: “No admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese con evidencia que lo es,…no comprender en mis juicios más que lo que se presentase tan clara y distintamente a mi espíritu que no hubiese ninguna posibilidad de ponerlo en duda“.

 

2. El análisis: “Dividir cada una de las dificultades que examinase en cuantas partes fuera posible y en cuantas requiriese su mejor solución“.

 

3. La síntesis: “Conducir ordenadamente mis pensamientos, empezando por los objetos más simples e ir ascendiendo poco a poco, hasta los más complejos“

 

4. La comprobación de los análisis y síntesis ya realizados: “Hacer en todas los casos unos recuentos tan integrales y unas revisiones tan generales, que llegase a estar seguro de no omitir nada“.

 

Esto se puede resumir así: "Las ideas que representan a otros hombres u objetos pueden ser producidas por mí, ya que su contenido mental es relativo y limitado; en cambio cuando encuentro dentro de mí, la idea de Dios, es decir la idea de un ser infinito, eterno, omnisciente, omnipotente y creador, es difícil suponer que esta idea la haya fabricado yo mismo. La idea de Dios es la única en la que hay algo que no puede proceder de mí mismo, puesto que no poseo todas las perfecciones representadas en la idea. Misticismo jesuítico, ni más ni menos".

 

Descartes concluye que el origen o causa de esta idea, no puede ser más que una sustancia infinita, y “la simple presencia en mí de la idea de Dios, demuestra la existencia de Dios”. En otras palabras, uno puede inferir que Descartes dice: “Pienso luego existo; existo, luego fui creado; fui creado, luego Dios existe”. Descartes no dice otra cosa diferente de la que Anselmo, un “santo” católico ya había dicho mucho antes. Descartes solamente le aporta lo que los entendidos llaman “innatismo de las ideas”, que es una frase complicada para decir simplemente que el ser humano viene a este mundo con un conjunto de ideas o principios innatos, una serie de ideas primitivas, ligadas al código genético (eso lo digo yo) a partir de las cuales construye el sistema del conocimiento.

 

Entre estas ideas innatas —dice Descartes— se encuentran la idea de pensamiento, la idea de existencia y la idea de Ser Infinito: Dice el señor Descartes: “La idea como realidad objetiva requiere una causa real proporcionada, la idea de un ser Infinito, requiere una causa Infinita, luego ha sido causada en mí por un Ser Infinito; luego el ser Infinito existe”.

 

Otra cosa que dice Descartes es que se puede llegar a reconocer la existencia de Dios por la misma finitud o limitación del "yo". Es decir, "resulta muy evidente que no me he creado a mí mismo, y que esto se ratifica porque estoy lleno de mis inseguridades y dudas. Si yo me hubiese creado a mi mismo —dice Descartes— me habría otorgado las perfecciones contenidas en la idea de Dios. Por tanto, dice el francés jesuita, es claro que no me he creado a mí mismo y que ha debido crearme un ser que tiene todas las perfecciones, cuya idea poseo como un Ser infinito".

 

 

Fuente:

 

 

http://www.periodismosinfronteras.org/rene-descartes-y-dios-las-contradicciones.html


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''Choral, Jesu Christus, unser Heiland'', J.S. Bach. Música

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

J.S. Bach

 

 

 

Johann Sebastian Bach (Eisenach, Turingia, 31 de marzo de 1685–Leipzig, 28 de julio de 1750) perteneció a una de las más destacadas familias musicales de todos los tiempos. Durante más de 200 años, la familia Bach produjo docenas de buenos intérpretes y compositores (durante seis generaciones dio 50 músicos de importancia). En aquella época, la iglesia luterana, el gobierno local y la aristocracia daban una significativa aportación para la formación de músicos profesionales, particularmente en los electorados orientales de Turingia y Sajonia. El padre de Johann Sebastian, Johann Ambrosius Bach, era un talentoso violinista y trompetista en Eisenach, una ciudad con cerca de 6000 habitantes en Turingia. El puesto involucraba la organización de la música profana y la participación en la música eclesiástica. Los tíos de Johann Sebastian eran todos músicos profesionales, desde organistas y músicos de cámara de la corte hasta compositores. Bach era consciente de los logros musicales de su familia, y hacia 1735 esbozó una genealogía.

 

 

 

Fuente: Wikipedia.


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Datos sobre la novela ''Caballo de Troya''

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

Caballo de Troya, novela

 

 

 

 

Caballo de Troya es una obra de género fantástico que consta de nueve libros publicados, creada por el periodista y escritor español Juan José Benítez. En ellos se narra la vida de Jesús de Nazaret, según el relato de un viajero del tiempo procedente del siglo XX.

 

El libro tiene muchos detractores entre los que se encuentran las Iglesias Cristianas, ya que presenta una versión de la vida de Jesús que difiere de las creencias y doctrina de éstas, y los seguidores de obras como "Las cartas de Ummo" o el Libro de Urantia. No obstante, se han vendido millones de ejemplares en todo el mundo y ha sido traducido a diferentes idiomas, convirtiéndose en un superventas.

 

Un investigador español, Juan José Benítez, es contactado por un individuo autodenominado "El Mayor", quien resulta ser un antiguo integrante de la USAF. Tras la muerte de tan misterioso personaje, Benítez es conducido a través de una serie de acertijos a un manuscrito, el cual resulta ser el testimonio de El Mayor como partícipe de un proyecto ultra secreto denominado "Operación Caballo de Troya".

 

El proyecto consiste en la creación y puesta en marcha de una máquina del tiempo, destinada a viajar a alguno de los varios momentos considerados importantes en el pasado de la humanidad, entre ellos la época de la Pasión y muerte de Jesús de Nazaret. El manuscrito describe someramente los detalles técnicos involucrados en tal empresa, pero sobre todo las andanzas de uno de los viajeros del tiempo junto al Maestro de Galilea, quien es descrito como un individuo jovial y alegre, gustoso de ofrecer sus profundas enseñanzas espirituales a quien desee escucharlas. El Mayor, conocido como "Jasón" por los habitantes de la época, junto con su compañero, de nombre "Eliseo", van dejando atrás su inicial escepticismo, convirtiéndose poco a poco al mensaje de Jesús.

 

El primer manuscrito, que se corresponde con las dos primeras entregas de la serie, nos describe la pasión y muerte del Nazareno, así como los acontecimientos inmediatamente acaecidos después de su muerte. Al finalizar dicho testimonio, un nuevo acertijo conduce a Juan José Benítez a una segunda parte del texto, mucho más amplia que la primera, y que continúa la aventura tras la pista del galileo en su resurrección, y de cómo los viajeros en el tiempo, deseosos de conocer más acerca de su maestro, deciden poner nuevamente en marcha la máquina, regresando a su período de predicación en vida. Todo ello narrado siempre bajo el formato de un diario personal, cuya transcripción es la que el lector se encuentra.

 

 

 

Fuente: Wikipedia.


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Datos biográficos de J.J. Benítez

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

J.J. Benítez

 

 

Juan José Benítez (n. Pamplona, 7 de septiembre de 1946) es un periodista español, conocido por sus trabajos en ufología y su serie de novelas Caballo de Troya.

 

En 1962, ingresó en la Universidad de Navarra en la carrera de Periodismo y consiguió la licenciatura en 1965. Comenzó a trabajar para el periódico La Verdad de Murcia en enero de 1966. Después empezó a trabajar en el periódico Heraldo de Aragón. Recorrió el mundo como enviado especial y fue periodista en varios diarios regionales españoles, como los ya mencionados, y La Gaceta del Norte.

 

Más tarde se traslada a Bilbao, donde continúa como periodista para La Gaceta del Norte. A partir de 1972, se especializa en el tema ovni y cubre todas las noticias relacionadas con esta materia para su periódico, las primeras de las cuales fueron sobre la Fuerza Aérea Española. En 1975, realiza investigaciones sobre el sudario de Turín, hecho que marcó su vida al dar origen a la serie de novelas Caballo de Troya, sobre la visión de Benítez acerca de la vida de Jesús de Nazaret. En el epílogo de la primera novela, afirma que es el primer libro donde introduce ficción (refiriéndose al viaje en el tiempo) en una obra que refleja sus investigaciones.

 

 

Fuente: Wikipedia.


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''Caballo de Troya'', J.J. Benítez

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

Caballo de Troya

J.J. Benítez

 

 

 

 

 

 

30 de marzo, jueves

 

 

 

Fue quizás el instante de mayor tensión. Eliseo y yo, enfundados en nuestros trajes espaciales, percibimos cómo nuestros corazones aceleraban su frecuencia, hasta el umbral de  las 150 pulsaciones. El ordenador marcaba las 23 horas, 3 minutos y 22 segundos del jueves, 30 de marzo del año 30. Habíamos «retrocedido» un total de 17 019 289 horas.

 

Poco a poco recuperamos el control de la frecuencia cardíaca centrándonos en la operación de mantenimiento del estacionario y en la revisión general de los sistemas. Nada parecía haber cambiado. La fuente exterior de luz infrarroja seguía apantallándonos y los altímetros marcaban los primitivos valores: cota de 800 pies sobre el terreno y oscilación nula en el módulo. Durante el proceso infinitesimal de inversión de masa, la pila nuclear SNAP-10A había seguido alimentando el motor principal de turbina a chorro CF 200-2V. Nuestra posición en el espacio, por tanto, no había variado.

 

Una vez chequeados los circuitos principales, Eliseo y yo efectuamos un primer contacto visual de la zona. Al Oeste de nuestra posición, y a poco más de 1000 pies, divisamos un extenso núcleo luminoso. A pesar de las muchas horas de entrenamiento, la emoción nos dejó sin habla. Los radares confirmaban el perfil de un asentamiento humano, con un sin fin de construcciones de baja estructura y dos edificaciones de superior envergadura: una ubicada en la cara este de la ciudad —mucho más voluminosa— y otra al suroeste. Luego supimos que se trataba del gran complejo del templo y la torre Antonia y el palacio de Herodes, respectivamente. Nuestras suposiciones —a pesar de la cerrada oscuridad— eran correctas: aquellas luces amarillas y parpadeantes correspondían a la ciudad santa de Jerusalén. La totalidad del núcleo urbano aparecía cerrado por una muralla. Un segundo muro, de características muy similares al que constituía el perímetro de la población dividía Jerusalén por su tercio norte, justamente desde la cara oeste del templo a la fachada norte del palacio herodiano.

 

Al este-sureste de nuestro módulo se apreciaban igualmente otros dos grupos de luces mortecinas, infinitamente más pequeños que el primero y situados prácticamente en la falda del monte sobre el que nos encontrábamos estacionados y que presumíamos como el Olivete. Los equipos de ondas de 740 milímetros de longitud remitieron unas primeras y confusas  imágenes de estos núcleos humanos, no siendo posible confirmar si —como sospechábamos— se trataba de las aldeas de Betania y Betfagé.

 

Tras aquel primer rastreo de nuestros inmediatos alrededores, mi hermano de exploración y yo ejecutamos la segunda fase del plan: una nueva inversión de masa, con el fin de polarizar los ejes de los swivels hasta la hora límite, que nos serviría de auténtico punto de partida para un posterior descenso sobre la cumbre del Olivete. A las 23 horas y 33 minutos, el módulo «retrocedió» en el tiempo, «apareciendo» 15 horas antes. Aunque el caudal del generador atómico nos hubiera permitido el mantenimiento de la nave en estacionario hasta el amanecer del día siguiente, 31 de enero, los objetivos de la exploración recomendaban esta segunda inclinación de los ángulos del tiempo de los swivels hasta alcanzar las 8 horas y 33 minutos del 30 de enero del año 30. Aunque no deseo adelantar acontecimientos, nuestras fuentes informativas previas apuntaban al viernes, 31 de enero, como la fecha en que el Maestro de Galilea entró en Betania, procedente de la vecina ciudad de Jericó, situada a unos 34 kilómetros de la citada población de Betania, donde residía la familia de Lázaro. Si todo discurría con normalidad, yo debería estar allí con una antelación aproximada de veinticuatro horas.

 

¿Cómo poder describir aquel amanecer del 30 de enero sobre la vertical del monte de los?

 

El sol naciente había apagado las antorchas de Jerusalén, ofreciendo a nuestros atónitos ojos un inmenso racimo de casitas blancas y ocres, apretadas las unas contra las otras y rotas en mil direcciones por quebradas callejuelas. Y destacando sobre aquel mosaico, una formidable fortaleza rectangular, levantada en la cara este de la ciudad. Era el templo erigido por Herodes el Grande, con inmensas columnatas limitando espaciosos patios y atrios. Tal y como había descrito el historiador Flavio Josefo, una brillante cúpula —correspondiente al santuario— resplandecía cual «montaña cubierta de nieve».

 

De norte a sur, al pie de la muralla este de Jerusalén, divisamos el cauce seco y afilado de una torrentera que identificamos como el Cedrón.

 

Hacia el este-sureste, ligeramente difuminada por una calina, se perdía en el horizonte la hoya del mar Muerto. Su superficie azul espejeaba tímidamente, resaltando como un milagro sobre las resecas y cenicientas ondulaciones del desierto de Judá. Mucho más al fondo, perdidas en un verdiazul inverosímil, las estribaciones de Moab.

 

Alborozados, Eliseo y yo descubrimos junto al vértice sur de las murallas de la ciudad santa el diminuto rectángulo de aguas marrones que, según nuestras cartas, tenía que corresponder a la piscina de Siloé. En esa misma dirección, y a escasa distancia de los muros, una ladera moría en el lecho del Cedrón. En ese paraje conocido como la tierra marchita de Hakeldama, debería ocurrir el trágico final de Judas Iscariote.

 

Y bajo el módulo, un promontorio que se estiraba en paralelo a la gran muralla este de Jerusalén. Se trataba, efectivamente, del monte Olivete, repleto de olivares.

 

Las primeras inspecciones, mediante sistema de ecosonda, confirmaron la abundancia de un terreno calcáreo en un amplio radio alrededor de Jerusalén. Los equipos de análisis de entornos —basados en un procedimiento estereográfico muy similar a los rayos X— ratificaron la presencia de vegetación en un cinturón aproximado de 16,650 kilómetros. Toda la franja norte y noroeste  de la ciudad presentaba una extraordinaria abundancia de huertos y plantaciones de árboles frutales. Al sur y sureste —especialmente en la masa del Olivete— eran mucho más frecuentes los  olivares, destacando aquí y allá alineaciones de viñedos. Estos crecían sobre todo en la colina occidental del valle del Cedrón y, más exactamente, al sur de la explanada del templo.

 

Como detalle curioso diré que nuestros dispositivos detectaron al suroeste de la ciudad un pequeño núcleo urbano (luego supimos que se trataba de la aldea de Erebinthon), en cuyo entorno crecían amplias plantaciones de garbanzos.

 

Un camino polvoriento rodeaba la cara oriental del monte de los Olivos, uniendo los poblados de Betfagé y Betania con Jerusalén. Los aledaños de estas aldeas se veían igualmente cuajados de palmeras, higueras y sicomoros. En mitad de aquel espléndido vergel nos llamó la atención la sequedad del citado torrente del Cedrón y, concretamente, un débil hilo de «agua» roja que brotaba al fondo del talud que se derrama bajo las murallas y a escasa distancia del no menos célebre pináculo del templo. (En una de mis incursiones al interior de la ciudad santa tendría la ocasión de desentrañar el misterio de aquel hilo de «agua» roja.)

 

Antes de proceder al descenso definitivo sobre la cumbre del Olivete, mi compañero y yo terminamos las mediciones topográficas. Algunos de estos cálculos, sinceramente, desbordaron nuestra capacidad de asombro.

 

Las medidas del templo, por ejemplo, eran portentosas.

 

Aquel rectángulo —que ocupaba algo más de la quinta parte de la superficie de la ciudad— aparecía cerrado por robustas murallas de 150 pies de altura. Su cara norte, conocida como el atrio de los Gentiles, y a cuyo extremo más occidental se hallaba adosada la torre Antonia, medía novecientos pies de longitud. Frente al Ohvete, la fachada este del templo —toda ella en mármol blanco— alcanzaba los 1285,5 pies. La muralla occidental era prácticamente de las mismas dimensiones que la anterior y, por último, la cara sur, que cerraba el recinto sagrado y en la que se distinguían desde el módulo dos amplias puertas, arrojó 801 pies de longitud.

 

En cuanto al templo de Herodes propiamente dicho —que se levantaba en el centro de aquel gran rectángulo— los equipos nos proporcionaron 578,4 pies de longitud por 417,6 pies de anchura.

 

La fortaleza o torre Antonia, residencia del representante del César durante las fiestas más sobresalientes de los judíos, se elevaba sobre una cota de 2220 pies sobre el nivel del mar. Era otra soberbia construcción de 450 por 384 pies, flanqueada en sus cuatro esquinas por sendas y poderosas torres de 105 pies de altura cada una.

 

Al Oeste de la ciudad, en la cota más alta de Jerusalén (2280 pies), la familia Herodes había emplazado su residencia fortaleza. El palacio y los jardines reales ocupaban una franja de terreno, junto a la mencionada muralla más occidental de la ciudad santa de 900 x 300 pies. La edificación sobresalía por sus tres espigadas torres, de 120, 90 y 75 pies, respectivamente.

 

Desde el ala norte del palacio herodiano —tal y como nuestros radares habían detectado la noche anterior— se extendía otra muralla hasta la mitad, poco más o menos, de la cara oeste del templo, dividiendo a la ciudad en dos sectores.

 

Las dimensiones, en definitiva, de Jerusalén eran las siguientes: longitud máxima (desde la torre Antonia hasta el vértice sur), 3696 pies. En este ángulo sur de la ciudad —junto a la piscina de Siloé— detectamos la cota más baja del terreno: 1980 pies.

 

La anchura de la ciudad santa, contando desde el muro exterior occidental (correspondiente al palacio de Herodes) hasta el pináculo del templo, 667,6 pies. La inexpugnable muralla que guardaba Jerusalén se levantaba a 225 pies sobre la superficie del valle. (El curso del Cedrón oscilaba entre los 1860 pies, en su cota más baja, frente a Hakeldama y al espolón que forman las murallas al sur de la población, y los 2040 pies, a su paso frente al huerto de Getsemaní, en la falda occidental del Olivete.)

 

El ordenador computó la longitud total de la muralla exterior de la ciudad, registrando en pantalla 11 378,1 pies. Por su parte, el muro que cruzaba entre las viviendas, dividiendo a Jerusalén en dos ciudades perfectamente diferenciadas como tendría ocasión de comprobar en persona, tenía una longitud aproximada de 1446,6 pies.

 

En nuestra vertical, el monte de los Olivos ofrecía dos cotas máximas: 2 220 pies frente a la piscina de Siloé; es decir, al sur de la ciudad y 2454 pies (elevación máxima), frente al templo.

 

El huerto de Getsemani —localizado en una cota inferior a ésta— se hallaba a una distancia de 739,2 pies (en línea recta desde la ladera al muro oriental del templo).

 

Aquella cota máxima del Olivete (2454 pies sobre el nivel del mar), estaba situada a unos 180 pies por encima del templo. Esto, unido a la localización por nuestros equipos de una pequeña formación rocosa que despuntaba en dicha cima, entre un mar de olivos, nos decidió establecer nuestro punto de contacto sobre el reducido calvero de dura piedra caliza.

 

A las 10 horas y 15 minutos, el módulo se posó —al fin— sobre la cumbre del monte de los Olivos. En un primer «tanteo», los cuatro pies extensibles de la «cuna» se hundieron ligeramente entre las lajas rocosas. Finalmente, la nave quedó estabilizada y nosotros procedimos a la desactivación del motor principal.

 

Aunque el descenso no podía ser visualizado por los habitantes de Jerusalén o de sus alrededores, un observador relativamente cercano a nuestro punto de contacto sí hubiera podido descubrir un súbito remolino de polvo y tierra, provocado por el choque de los gases contra el suelo, en la operación final de frenada del módulo. Por fortuna, aquella polvareda desapareció en poco más de sesenta segundos, así como el agudo silbido del reactor.

 

A pesar de todo, Eliseo y yo nos mantuvimos alerta por espacio de casi media hora, atentos a cualquier inesperada emisión de radiaciones infrarrojas, provenientes de seres humanos, que pudieran irrumpir en el campo de seguridad de nuestro vehículo, fijado en un radio de 150 pies.

 

Cualquier individuo o animal que penetrase en dicha franja de terreno sería automáticamente visualizado en los paneles del módulo. En caso de un presunto ataque, el tripulante que permanecía en el interior de la «cuna» estaba autorizado a desencadenar un dispositivo especial de defensa —ubicado en la «membrana» exterior del fuselaje— que proyectaba a 30 pies de la nave una pared de ondas gravitatorias en forma de cúpula. Aunque esta semiesfera protectora no podía ser visualizada, el intruso o intrusos que trataran de cruzaría hubieran recibido la sensación de estar avanzando contra un viento huracanado. (Como ya comenté en su momento, ninguno de los expedicionarios podía ocasionar daño alguno, y mucho menos matar, a ninguno de los integrantes de la red social a observar.)

 

Hacia las 11 horas, tras verificar la temperatura en superficie (11,6 grados centígrados), la humedad relativa (57 por ciento), la dirección e intensidad del viento (ligera brisa del noroeste) y otros valores más complejos —de carácter biológico—, inicié los últimos preparativos para mi definitiva salida al exterior.

 

Mientras Eliseo seguía vigilando nuestro entorno, me desnudé, procediendo a una meticulosa revisión de mi cuerpo. Debía desembarazarme de cualquier objeto impropio en aquella época: reloj de pulsera, una cadena con una chapa de identidad, obligatoria en las fuerzas armadas y una pequeña sortija de oro que siempre había llevado en el dedo meñique izquierdo.

 

Acto seguido me sometí a la pulverización —mediante una tobera de aspersión— del tronco, vientre, genitales, espalda y base del cuello y nuca, enfundándome así en la obligada defensa que llamábamos «piel de serpiente». Como ya he referido en otro momento, esta segunda epidermis era una fina película cuya sustancia base la constituye un compuesto de silicio en disolución coloidal en un producto volátil. Este líquido, al ser pulverizado sobre la piel, evapora rápidamente el diluyente, quedando recubierta aquélla de una delgada capa o película opaca porosa de carácter antielectrostático. Su color puede variar, según la misión, pudiendo ser utilizada, incluso, como un código, cuando se trabaja en grupo. Sin embargo, y con el fin de evitar posibles y desagradables sorpresas, yo preferí ajustarme una «epidermis» absolutamente transparente...

 

Caballo de Troya había estudiado con idéntica escrupulosidad el atuendo que llevaría durante aquellos once días. Puesto que debía hacerme pasar por un honrado coferenciante extranjero —griego por más señas— los expertos habían preparado un doble juego de vestiduras: una falda corta o faldellín (marrón oscuro); una sencilla túnica de color hueso; un cíngulo o ceñidor trenzado con cuerdas egipcias que sujetaba la túnica y un incómodo manto o ropón, susceptible de ser enrollado en torno al cuerpo o suspendido sobre los hombros. La engorrosa chlamys, que a punto estuve de perder en varios momentos de mi exploración, había sido confeccionada a mano, al igual que la túnica, con la lana de las montañas de Judea y teñida con glasto basta proporcionarle un discreto color azul celeste. Para la confección de ambas túnicas, los expertos habían contratado los servicios de hábiles tejedores de Siria, herederos del antiguo núcleo comercial de Palmira, que aún manipulaban el lino bayal.

 

En previsión de un eventual fallo del dispositivo de transmisión auditiva —que llevaba incorporado en el interior de mi oído derecho— Curtiss había ordenado que la chlamys dispusiera de una hebilla de cinco centímetros con la que poder sujetar el pallium o manto sobre mi hombro izquierdo. Esta hebilla de bronce encerraba un microtransmisor, capaz de emitir mensajes de corta duración mediante impulsos electromagnéticos de 0,0001385 segundos cada uno. De esta forma quedaba garantizada una eficaz y permanente conexión con la base.

 

En cuanto al calzado, habían sido diseñados dos pares de sandalias, con suela de esparto, trenzado en las montañas turcas de Ankara. Cada ejemplar fue perforado manualmente, incrustando en los bordes de las suelas sendas parejas de finas tiras de cuero de vaca, convenientemente empecinadas. Cada cordón —de cincuenta centímetros— permitía sujetar el rústico calzado, con holgura suficiente como para poder enrollarlo en cuatro vueltas a la canilla de las piernas.

 

Un mes antes del lanzamiento —con el fin de simplificar mi aseo diario durante el «gran viaje»— dejé crecer mi barba de forma desordenada.

 

Aquel ropaje y mi crecida barba desencadenaron el buen humor de Eliseo, viéndome sometido durante aquellos últimos minutos en el módulo a todo tipo de bromas y chanzas.

 

Aquellos momentos de diversión resultaron altamente relajantes, haciéndonos olvidar momentáneamente dónde estábamos y lo que me reservaba el destino.

 Aunque podía recibir a Eliseo directamente —siempre que él lo estimase oportuno— cuando yo deseaba abrir mi comunicación auditiva con el módulo era imprescindible que presionara con los dedos sobre la parte externa de mi oído derecho. Con el fin de evitar suspicacias o posibles malas interpretaciones por parte de los habitantes de Jerusalén, Caballo de Troya había estimado que fingiera una leve sordera por el referido oído. De esta forma, y aunque la comunicación con Eliseo debería llevarse a efecto lejos de testigos, el gesto de apertura del canal de transmisión siempre podía quedar justificado.

 

Siguiendo una de las costumbres populares en la Palestina de aquellos tiempos, impregné mis cabellos con unas gotas de aceite común. De esta forma quedaron más suaves y sedosos.

 

Por último, colgué del cinturón una pequeña bolsa de hule impermeabilizado en la que Caballo de Troya había depositado una libra romana en pepitas de oro1. La evidente dificultad de conseguir monedas de curso legal, de las manejadas en Jerusalén en el año 30, había sido suplida por aquellos gramos de oro, extraídos especialmente de los antiquísimos filones de Tharsis, en las estribaciones de la sierra ibérica de Las Camorras. Según nuestros datos, no tendría por qué ser difícil cambiarlos por denarios de plata y monedas fraccionarias como el as, óbolo o sextercios.

 

Eliseo verificó por enésima vez los sistemas de transmisión, ampliando la banda inicial de recepción desde los 10 500 pies a 15 000. Antes de la toma de tierra, los equipos electrónicos habían medido la distancia existente entre Betania y la ciudad santa -siguiendo el curso del camino que rodea la cara este del Olivete- arrojando un resultado de 8325 pies.

 

El escenario donde debía moverme en aquellos días había sido limitado justamente entre ambas poblaciones —Betania y Jerusalén, con el pequeño poblado de Betfagé a corta distancia de la aldea de Lázaro—, por lo que, presumiblemente, mi distancia máxima respecto a la «cuna» (que se hallaba en un enclave equidistante de ambos núcleos urbanos) nunca debería ser superior a los mil pies. El margen establecido para la transmisión y recepción auditiva entre Eliseo y yo era, por tanto, más que suficiente.

 

A las doce horas, tras un emotivo abrazo, mi compañero accionó la escalerilla de descenso y yo salté a tierra.

 

Mi primera preocupación al caminar sobre aquella tierra blanqueada por el sol del mediodía fue comprobar mi posición sobre el Olivete. Al avanzar unos pasos hacia el bosquecillo de olivos que se derramaba en dirección sur me di cuenta de aquel gran silencio, apenas roto por el ronroneo de las libélulas. Me detuve y, tras cerciorarme, abrí la comunicación «auditiva» con Eliseo. A juzgar por el trayecto que había recorrido desde aquel grupo de rocas amarillentas sobre las que se había posado el módulo, debía encontrarme a poco más de noventa pies de Eliseo. Las palabras del hermano sonaron claras y fuertes en mis oídos:

 

—Es muy posible que la razón de ese silencio —argumentó Eliseo— se deba a la presencia de la «cuna»... A pesar del apantallamiento, algunos animales han podido detectar las emisiones de ondas...

 

Algo más tranquilo proseguí mi detallada localización de puntos de referencia, vitales para un posible y precipitado retorno hasta la nave. Aunque el microtransmisor de la hebilla actuaba al mismo tiempo como radiofaro omnidireccional (con señales VHF de ultra-alta frecuencia), haciendo posible de esta forma que uno de los radares de a bordo pudiera recibir mi «eco» ininterrumpidamente y en un radio estimado de cincuenta millas, yo no estaba autorizado a portar un sistema de localización del invisible módulo. La naturaleza de mi misión había desaconsejado a los responsables de Caballo de Troya la inclusión en mi escasa impedimenta de una de las «balizas» —de tipo manual— que operan en frecuencia de 75 megaciclos, y que hubiera resultado utilísima para mi reencuentro con la « cuna». Debería valerme, en suma, de mi sentido de la orientación, al menos hasta el límite de la zona de seguridad de la nave, a 150 pies de la misma. Una vez dentro de ese círculo, Eliseo podía «conducirme» mediante el transmisor incorporado a mi oído.

 

Gracias a Dios, el «punto de contacto» se hallaba en una de las cotas máximas del Olivete. Esta circunstancia, unida a la presencia del reducido calvero pedregoso, hacía relativamente cómoda la ubicación del asentamiento de nuestro vehículo, tanto si se ascendía por la ladera oriental (que muere en Betania) o por la occidental, que desemboca en la barranca del Cedrón.

 

Revisé fugazmente mi atuendo y con paso cauteloso me adentré en el olivar. A mi derecha, entre las epilépticas ramas de añosos olivos, se distinguía la dorada cúpula del templo y buena parte de las murallas de Jerusalén. Pero, a pesar de mis intensos deseos de aproximarme hasta el filo occidental de la «montaña de las aceitunas» (como también llamaban los israelitas al Olivete) y disfrutar de aquel espectáculo inigualable que era la ciudad santa, me ceñí al plan previsto e inicié el descenso por la vertiente sur, a la búsqueda del camino que habíamos divisado desde el aire y que me conduciría hasta Betania.

 

De pronto, al inclinarme para esquivar una de las frondosas ramas, advertí con cierto sobresalto lo llamativo de mi calzado, sospechosamente pulcro como para pertenecer a un andariego e inquieto comerciante extranjero. Sin dudarlo, me senté en una de las raíces de un vetusto olivo y, después de echar una mirada a mi alrededor, agarré varios puñados de aquella tierra ocre y esponjosa, restregándola contra el esparto y las ligaduras.

 

El inesperado alto en el camino fue registrado en el módulo y Eliseo se interesó por mi seguridad.

 

—¿Algún problema, Jasón?

 

A partir de mi salida de la «cuna», aquél iba a ser mi indicativo de guerra. El nombre de

«Jasón» había sido tomado del héroe de los tesalios y beocios, jefe de la famosa expedición de los Argonautas, cantada por el poeta griego Apolonio de Rodas y por el vate épico latino Valerio Flaco. Yo había aceptado tal denominación, aunque era consciente de que jamás había tenido madera de héroe y que mi misión en Caballo de Troya no era precisamente la búsqueda del vellocino de oro, en el que tanto esfuerzo había puesto el bueno de Jasón.

 

Tras explicar a Eliseo aquel momentáneo contratiempo, reanudé la marcha, atento siempre a mi posible primer encuentro con los habitantes de la zona.

 

Cuando había caminado algo más de 300 pasos dejé atrás el olivar. Frente a mí se abría una pradera, sombreada por dos corpulentos cedros de casi cuarenta metros de altura.

 

El corazón me golpeó en el pecho. Bajo aquellos árboles habían sido plantadas cuatro grandes tiendas. Durante algunos segundos no supe cómo reaccionar. Me quedé quieto. Indeciso. Bajo las lonas oscuras de las tiendas se agitaban numerosos individuos.

 

Presioné mi oído derecho y Eliseo apareció al instante:

 

—¿Qué hay...? -preguntó mi compañero.

—Primer contacto humano a la vista... Al parecer se trata de mercaderes... Veo algunos rebaños de ovejas junto a varias tiendas. Voy hacia ellos.

—¡Suerte!

 

Para descargar el libro completo:

 

http://www.sociedadmedicoquirurgica.com.mx/libros/libros/J/j_j_benitez_caballo_de_troya_01.pdf


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El fin de la Tierra. Ciencia

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

 

SE DESCUBRIÓ QUE...

Acabaremos como ceniza en estrella enana

 

 

 

LUIS GONZÁLEZ DE ALBA30/03/14 12:49 AM

 

 

Todos escuchamos a Carl Sagan decir, en la serie Cosmos original, que “somos polvo de estrellas”, algunos conocemos la canción de Parish y Carmichael, Star Dust, otros pocos la tocamos al piano: si, do, do#, re… “Sometimes I wonder why I spend the lonely night dreaming of a song. The melody haunts my reverie and I am once again with you… But that was long ago; now my consolation is in the stardust of a song…” Quizá leyó a Quevedo: Polvo [seré], mas polvo enamorado.

Pero el mecanismo para producir los elementos pesados de que está compuesta la vida no resulta claro en estrellas pequeñas: agotan su hidrógeno, las capas exteriores se colapsan hacia el centro, el apachurrón fusiona átomos de helio en elementos pesados ¿y tenemos carbono, hierro, calcio? Los ladrillos de los seres vivos.

Algo así, pero la receta no explica los metales en la atmósfera de las estrellas conocidas como enanas blancas calientes. El origen de estos metales “ha sido un misterio y las diferencias extremas en su abundancia no podía explicarse”, dice Martin Barstow de la Universidad de Leicester, Reino Unido, presidente de la Royal Astronomical Society. Él y un equipo de astrónomos en el que participa la Universidad de Arizona, EU, y la propia hija de Barstow, Jo (como el personaje principal de Mujercitas de Louisa May Alcott), han resuelto el misterio.

La explicación para el ensamblado de una molécula de hierro, silicio, carbono, consistía en que la intensa radiación de las capas profundas de la estrella en colapso final “levitaba” estos átomos pesados, dice Barstow.

El proceso era difícil de explicar en la muerte de estrellas de la talla de nuestro Sol que, al terminar sus reservas de hidrógeno, se convierten en “enanas blancas” tan pequeñas como la Tierra. No tienen suficiente masa para transformarse en estrellas de neutrones ni, menos aún, para provocar un hundimiento del espacio-tiempo con una curva de la que ni a la velocidad de la luz se puede escapar: los agujeros negros.

Se conocía que muchas atmósferas de las enanas blancas están contaminadas de elementos pesados, en particular metales. Pero las matemáticas no mostraban que el aplastón del colapso, en estrellas como nuestro Sol, lograra fusionar suficientes helios para crear átomos de metales.

El equipo publica la respuesta en The Monthly Notices of the Royal Astronomical Society, de la Oxford University Press. “Ahora los investigadores han descubierto que muchas de esas estrellas muestran signos de contaminación por materiales rocosos: los restos de un sistema planetario”. Y esto nos advierte sobre un posible futuro para nuestro planeta en unos cinco mil millones de años, cuando el Sol haya transformado en helio, por fusión, la mayor parte de su hidrógeno.

Se calcula que primero el Sol podría expandirse como gigante roja de diámetro mayor que la órbita de Marte. Esto es que los cuatro planetas más cercanos serán ceniza. Luego de dispersar buena parte de su masa por el espacio, se contraerá hasta el tamaño de la Tierra, como enana blanca. Y se llevará consigo los metales por acción gravitatoria.

“El misterio de la composición de estas estrellas es un problema que hemos estado tratando de resolver por más de 20 años. Es muy excitante darnos cuenta de que absorben los restos de sistemas planetarios, quizá como el nuestro, con el prospecto de que trabajos más detallados nos dirán la composición de esos planetas rocosos que orbitaron otras estrellas”, dice Barstow.

La observación de los espectros luminosos en 89 enanas blancas calientes indica que alrededor de un tercio se contaminaron con los restos de planetas. “Esto implica que una proporción similar de estrellas como nuestro Sol, o un poco mayores como Vega y Formalhaut, construyen sistemas con planetas similares a la Tierra. Este trabajo es una forma de arqueología celeste”. Y apunta a que el destino final de la Tierra, en miles de millones de años, será apenas como contaminación dentro del Sol vuelto enana blanca.

“Serán cenizas, mas tendrá sentido…” Hum, ¿tendrá?

 

Novedad 2013: No hubo barco para mí en e-book:http://amzn.to/1jmE5tG

 

www.luisgonzalezdealba.com

 

http://twitter.com/luisgonzalezdea

 

 

Fuente:

 

http://www.milenio.com/firmas/luis_gonzalez_de_alba_sedescubrioque/Acabaremos-ceniza-estrella-enana_18_271952817.html


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martes, 25 de marzo de 2014

[modaynegocios] 4,5 y 6 de abril presentamos coleccion a toda pu#$%&(!.. todo trapo








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lunes, 24 de marzo de 2014

Datos biográficos de Hegel

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

Hegel

 

 

 

 

Georg Wilhelm Friedrich Hegel (Stuttgart, 27 de agosto de 1770 – Berlín, 14 de noviembre de 1831), filósofo alemán nacido en Stuttgart, Wurtemberg, recibió su formación en el Tübinger Stift (seminario de la Iglesia Protestante en Wurtemberg), donde trabó amistad con el futuro filósofo Friedrich Schelling y el poeta Friedrich Hölderlin.

 

Le fascinaron las obras de Platón, Aristóteles, Descartes, Spinoza, Kant, Rousseau, así como la Revolución Francesa, la cual acabó rechazando cuando esta cayó en manos del terror jacobino. Se le considera el último de los grandes metafísicos. Murió víctima de una epidemia de cólera, que hizo estragos durante el verano y el otoño de 1831.

 

Considerado por la historia clásica de la filosofía como el representante de «la cumbre del movimiento decimonónico alemán del idealismo filosófico» y como un revolucionario de la dialéctica, habría de tener un impacto profundo en el materialismo histórico de Karl Marx. La relación intelectual entre Marx y Hegel ha sido una gran fuente de interés por la obra de Hegel.

 

Hegel es célebre como un filósofo muy oscuro, pero muy original, trascendente para la historia de la filosofía y que sorprende a cada nueva generación. La prueba está en que la profundidad de su pensamiento generó una serie de reacciones y revoluciones que inauguraron toda una nueva visión de hacer filosofía; que van desde la explicación del materialismo marxista, el pre-existencialismo de Søren Kierkegaard, el escape de la Metafísica de Friedrich Nietzsche, la crítica a la Ontología de Martin Heidegger, el pensamiento de Jean-Paul Sartre, la filosofía nietzscheana de Georges Bataille, la dialéctica negativa de Theodor W. Adorno y la teoría de la deconstrucción de Jacques Derrida, entre otros.

 

Desde sus principios hasta nuestros días, sus escritos siguen teniendo gran repercusión, en parte debido a las múltiples interpretaciones posibles que tienen sus textos.

 

 

 

Fuente: Wikipedia.


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Dios y Hegel. Filosofía

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

Dios en la filosofía de Hegel

 

 

 

La diversidad de interpretaciones de los escritos de juventud de Hegel, con independencia del contenido de esas interpretaciones, lo que ponen de manifiesto es que la preocupación mayor en ellos manifiesta gira en torno al problema religioso y teológico.

 

Viene bien recordar a este respecto unas palabras de Nietzsche: ”Entre los alemanes se entiende enseguida si yo digo que la filosofía es heredada de la sangre de teólogos. El pastor protestante es el abuelo de la filosofía alemana, el protestantismo mismo es su pecado original… Basta sólo expresar el término ”Seminario de Tubinga” para entender lo que la filosofía alemana es en el fondo: una teología con  trasfondo de astucia.” (Anticristo I,10).

 

En la obra Religión del pueblo y cristianismo, Hegel  expresa su añoranza por la Grecia antigua donde la religión, según él, era la verdadera religión del pueblo, propia de los pueblos libres llena de sentimiento  y fantasía que informaba toda la vida mientras que el cristianismo de la Ilustración  racionalista predicaba la renuncia a toda felicidad en el mundo presente  para alcanzarla sólo en un mundo transcendente, obra de un Dios transcendente.

 

En el escrito  posterior, ”La vida de Jesús“, Hegel presenta a un Jesús despojado de todo poder sobrenatural, en ella no se hace mención de los milagros ni de nada que pueda hacer de Jesús algo trascendente. Hegel en esta etapa influenciado por la moral kantiana, presenta a un Jesús  prototipo del hombre virtuoso que obra impulsado por el imperativo interior del deber, en continua oposición con la religión judía da en la obediencia de unos mandamientos venidos de fuera por revelación. Y así el Pedro de los evangelios, por ejemplo, le dice a Jesús:” Sabes que lo hemos dejado todo… para consagrarnos enteramente al servicio de la moralidad…“ Jesús le responde: ”Por todo lo que habéis abandonado, la conciencia de haber vivido únicamente por el deber constituye una compensación sobreabundante en esta vida y en la eternidad”.

 

En la obra La positividad de la religión cristiana, Hegel trata, como dice su título, de cómo el cristianismo se convirtió en una religión positiva, en una religión encorsetada en dogmas, cultos, rituales y preceptos eclesiásticos, cuando Jesús lo que hizo fue predicar la práctica de la virtud a la manera de Sócrates, no basada en principios exteriores sino en la virtud personal y libre; de esta forma el cristianismo en cuanto religión llegó a ser el dominador de la sociedad europea a través de sus dogmas, y normas de comportamiento.

 

Con ocasión  de esta conversión aparece el tema de la alienación del hombre, alienación religiosa, moral y humana, pues un pueblo incapaz de construir la vida moral por sí mismo, necesita recurrir a otros para recibir de Dios la seguridad de la vida presente y futura. De esta forma el individuo abandona el derecho a decidir por sí mismo lo que es verdadero, justo y bueno, sometiendo toda su actuación en la vida, hasta, si es preciso, en contradicción con la razón.

 

En la obra El espíritu del cristianismo y su destino, volvió Hegel con insistencia al tema de la alienación.

 

La alienación es sinónima de esclavitud y sometimiento, contrapuesta a un estilo de vida en libertad. Esta alienación  proviene de la aceptación de la idea de Dios del judaísmo, y después del cristianismo, que remarcan la trascendencia de Dios con relación al hombre. En el judaísmo, Dios es el creador poderoso que crea a los seres fuera de sí, de quien el hombre lo ha recibido todo sin que se establezca ninguna identidad y comunidad de vida. Hegel se indigna contra Abrahán, Moisés y su legislación que han acentuado la nada de los judíos ante Dios. De igual forma los cristianos deben mendigar, con miedo y temblor, la salvación viviendo completamente, arrodillados ante él como el siervo de la parábola del publicano y el fariseo.

 

En esta obra adopta también una actitud crítica frente a Kant, pues su moral del deber es una nueva forma de esclavitud, en la que se siente constreñido a obras siempre bajo el dictado de la razón, comprimiendo  los impulsos de una naturaleza sana.

 

En la segunda parte del Espíritu del cristianismo y su destino, Hegel se encuentra bajo la influencia de Fichte y Schelling, y comienza a subrayar  una idea que será desarrollada en la concepción definitiva y última de su sistema: la idea de la identidad  entre el infinito y los finito que se funden en  una misma realidad, idea que ahora quiere  descubrir en su exégesis libre de la Sagrada Escritura.

 

Para  Hegel  el tema central  de la filosofía  es el infinito y su relación con lo finito.  La relación entre lo  infinito y lo finito no puede ser  la de reconocer a lo finito  una realidad  puesta  al lado de lo infinito como ocurre cuando se dice que lo finito  ha sido causado por lo infinito,  porque entonces se da a lo finito un valor propio o independiente. Una existencia  propia. Y, en este caso, lo infinito no es un verdadero infinito, puesto que carece de la peculiar y propia realidad  de lo finito.

 

El verdadero infinito  es aquel  que anula a lo finito y lo reconoce dentro de sí, haciendo así efectiva su infinitud, el infinito es pues la totalidad, el todo único e infinito. Lo infinito negando lo finito no deja subsistente más que lo infinito.

 

Esta noción del infinito es pronto llamado "el Absoluto", un Absoluto que es concebido como totalidad; la realidad del universo como un todo. Esta realidad  que abarca todo lo real  es también vida.

 

Pero si el Absoluto es la totalidad de lo real se está  afirmando la teoría de Spinoza que afirma  que el Absoluto es la sustancia infinita. A ello responde Hegel diciendo: ”En mi modo de ver, deberá justificarse mediante la exposición del sistema  mismo de que lo verdadero no se exprese meramente como sustancia, sino también como sujeto” (Fenomenología del Espíritu, Prefacio, p. 15-16 ).

 

La afirmación  de que el Absoluto debe pensarse como sujeto  implica que el objeto del conocimiento es el mismo Absoluto que se piensa a sí mismo, el Absoluto es pensamiento que se piensa a sí mismo. Esto es igual que decir que el Absoluto es Espíritu.

 

”El que la sustancia, dice Hegel, es esencialmente sujeto se expresa en la representación que enuncia lo absoluto como espíritu, el concepto más elevado de todos y que pertenece a la época moderna y a su religión” (Fenomenología del Espíritu, Prefacio, p.19).

 

Hegel  suele  llamar también  al Absoluto Dios. Pero el Dios de Hegel nada tiene que ver con el Dios del  teísmo, dado que la consideración de Dios como un ser trascendente sería la destrucción de su sistema. “La vida íntima del  espíritu, el pensamiento, el yo, o bien la totalidad concreta de los seres, que no es otra cosa que Dios “.

 

Ya en su obra El espíritu del cristianismo y su destino, tal como dijimos hablando del pensamiento del joven Hegel, había criticado hasta con furia,  la concepción judeo-cristiana de un Dios transcendente, distinto y separado de la naturaleza. Al hablar ahora de Dios en su sistema, recalca la idea de la inmanencia del Absoluto o de Dios.

 

Dios o el Absoluto es la totalidad del ser que se expresa a sí mismo en dos momentos de su vida en la objetividad de la naturaleza y retorna a sí mismo en la conciencia humana como espíritu. Dios o el Absoluto, no es un sujeto o pensamiento ya constituido sino en proceso a través de las sucesiones fases del devenir.

 

Es este el momento de preguntarse si la idea que de Dios aparece en Hegel es sencillamente un puro panteísmo, más bien habría que calificarlo como pan-enteismo puesto  que los seres  comprendidos en la totalidad no pierden, incorporados a esa totalidad, su realidad, alcanzando, sin embargo, tal realidad, por el hecho de estar necesariamente en Dios o en el Absoluto.

 

Podría también  preguntarse si el sistema hegeliano contiene en germen el ateísmo; algo hay de eso cuando la izquierda hegeliana fundamentó su ateísmo  y la naturaleza de la religión en  la doctrina de Hegel, puesto que de igual modo que el infinito de Hegel supuso necesariamente para constituirse  la destrucción de lo finito, bien podría suprimirse el infinito real para afirmar sólo la realidad de lo finito, relegando a lo infinito a la pura idealidad.

 

El espíritu absoluto es designado finalmente como Idea porque el principio del espíritu, el fondo puro e idéntico de su ser, es el pensamiento. Esta parece ser la más propia y última  calificación del Absoluto: ”Lo absoluto es la idea, tal es la definición absoluta; todos las definiciones anteriores vienen a concentrarse en esta”.

 

Por lo mismo, Hegel ha dividido su sistema  en los tres momentos de la evolución de la idea:

 

1.- Lógica, o ciencia de la idea en sí y para sí.

2.- La filosofía de la naturaleza, o ciencia de la idea en su existencia fuera de sí.

3.- La filosofía del espíritu, o ciencia de la idea que deviene en sí y para sí.

 

 

 

 Fuente:

 

http://quijotediscipulo.wordpress.com/category/que-es-dios-responden-los-filosofos/19-dios-en-la-filosofia-de-hegel/


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