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lunes, 3 de febrero de 2014

''Gengis Kan'', libro de Harold Lamb

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

Gengis kan. Emperador de todos los hombres

Harold Lamb (fragmento del libro)

 

 

 

Prefacio

 

El misterio

 

 

HACE setecientos años un hombre conquistó casi toda la tierra, fue señor de la mitad del mundo conocido e infundió a la humanidad un miedo que duró varias generaciones. Distintos fueron los nombres que tuvo en el curso de su vida.

 

Poderoso asesino, Azote de Dios, Perfecto guerrero, Señor de tronos y coronas. Pero más conocido es por el de Gengis Kan. A diferencia de la mayoría de los dominadores de hombres, mereció todos sus títulos. Actualmente, nos es familiar la historia de los grandes guerreros, que empieza con Alejandro de Macedonia, continúa con los Césares, y termina con Napoleón. Pero Gengis Kan fue un conquistador de talla más gigantesca aún que los conocidos actores de la escena europea. Es, en verdad, difícil medirlo con el rasero ordinario. Cuando cabalgaba al frente de su horda, no se contaban sus marchas por millas, sino por grados de longitud y latitud. A su paso las ciudades quedaban con frecuencia arrasadas; los ríos eran desviados de su cauce; los desiertos, veíanse visitados por la persecución y la muerte. Y cuando Gengis Kan había pasado, los lobos y los cuervos eran los únicos moradores de las antes populosas tierras.

 

Esta destrucción de vidas humanas, ofusca la imaginación moderna, no obstante las escenas de la guerra europea. Gengis Kan, caudillo nómada que apareció en el desierto de Gobi, hizo la guerra a los pueblos civilizados de la tierra y salió victorioso. Retrocedamos al siglo XIII, y veamos lo que esto significa.

 

Encontramos entonces a los mahometanos, convencidos de que semejantes acontecimientos en las cosas terrenas sólo eran posibles por intermedio de una fuerza sobrenatural. "Jamás, dice un cronista, se encontró el Islam en caso semejante dividido por las incursiones de nazarenos y mongoles". Y la mayor consternación se apoderó de la cristiandad toda cuando, una generación después de la muerte de Gengis Kan, los terribles jinetes mongoles cabalgaron hacia el Occidente de Europa; Boleslas, de Polonia, y Bela, de Hungría, huyeron de los campos de batalla; Enrique, duque de Silesia, murió en Liegnitz, bajo las flechas mongólicas, con sus caballeros teutones —compartiendo el destino del gran duque Jorge de Rusia— y la dulce reina Blanca de Castilla gritaba a San Luis: "Hijo mío, ¿dónde estás?"

 

Un hombre más sereno, Federico II de Alemania, escribía a Enrique III de Inglaterra que los tártaros no podían menos de ser el castigo enviado por Dios a la cristiandad, para penitencia de sus pecados, y ellos mismos eran los descendientes de las diez tribus errantes de Israel, que habiendo adorado el becerro de oro, fueron arrojarlas por su idolatría a los desiertos del Asia. El honorable Roger Bacon expresó su creencia para recoger la postrer terrible cosecha. Esta creencia fue robustecida por una curiosa profecía, erróneamente atribuida a San Jerónimo, según la cual, en los días del Anticristo, una raza de turcos, corrompida y sucia y que no consumía ni sal, ni vino, ni trigo, vendría de las tierras de Gog y Magog, más allá de las montañas del Asia, para causar un desastre universal. Así vemos que el Papa convoca el Concilio de Lyón, en parte, para idear el medio de detener la ola mongólica. El animoso y venerable Juan de Plano Carpini, fraile minorista, fue enviado como legado apostólico, a los mongoles: "porque tememos que el más próximo e inminente peligro para la Iglesia se alza allí". Y las preces se elevaron en las iglesias para librar a la humanidad del furor de los mongoles.

 

Si esta devastación, esta suspensión del progreso humano, constituyesen toda su vida, Gengis Kan no sería más que un segundo Atila o un Alarico, un formidable vagabundo sin empresa determinada. Pero el Azote era también el Perfecto guerrero y el Señor de tronos y coronas. Y aquí es donde tropezamos con el misterio que rodea a Gengis Kan. Un nómada, un cazador y pastor de ganado, asumió los poderes de tres imperios. Un bárbaro, que jamás viera una ciudad y que desconocía el uso de la escritura dio un código a cincuenta pueblos.

 

En materia de genio militar, aparece Napoleón como el más brillante de los europeos. Pero no podemos olvidar que abandonó a su suerte un ejército en Egipto, que dejó los restos de otro entre las nieves de Rusia, y que, finalmente, cayó en la debacle de Waterloo. Su imperio feneció con él. Su código fue rasgado y su hijo desheredado antes de que él muriera. Todo el cuento de su vida tiene un sabor teatral y Napoleón mismo no deja de ser un actor. Necesariamente hemos de volver la vista a Alejandro de Macedonia, inquieto y triunfador joven, para encontrar un conquistador semejante a Gengis Kan. Alejandro el divino, al marchar con su falange hacia Oriente, llevaba consigo los dones de la cultura griega. Ambos murieron en la eclosión de sus victorias. Sus nombres persisten aún en las leyendas del Asia. Sólo después de su muerte, trúncase la paridad.

 

Pronto los generales de Alejandro se pelearon por la posesión de sus reinos, de los cuales su propio hijo fue forzado a huir, En cambio, desde Armenia a Corea, desde El Tibet al Volga, dominó por completo Gengis Kan, cuyo hijo entró en posesión de toda su herencia sin vacilación y cuyo nieto, Kubilai Kan, aun rigió medio mundo.

 

Este imperio, creado de la nada por un bárbaro, ha ofuscado a los historiadores. La historia general más reciente que de su era ha sido recopilada por personas doctas, en Inglaterra, admite que esto es un hecho inexplicable. Un sabio insigne se admira de la "robusta personalidad de Gengis Kan, que realmente precisa para su descripción el genio de un Shakespeare".

 

Diversas han sido las causas que han contribuido a conservar la personalidad de Gengis Kan oculta para nosotros. Los mongoles no escribían o no se cuidaron de hacerlo. En consecuencia, los anales de la época se encuentran desperdigados en los escritos de los chinos, persas y armenios. Y hasta hace poco no fue debidamente traducida la crónica del mongol Ssanang Setzen.

 

Así, pues, los cronistas del gran mongol fueron sus enemigos, hecho que debe tenerse presente al enjuiciarle. Aquellos hombres eran de una raza extraña. Y a semejanza de los europeos del siglo XIII, también era confusa su concepción del mundo fuera de su propia tierra. Vieron al mongol salir calladamente de la obscuridad, sintieron los terribles choques de la horda y otearon sus pasos por las otras tierras desconocidas de ellos. Un mahometano resume tristemente en estas palabras su experiencia de los mongoles: "Vinieron, minaron, asesinaron, cargaron su botín y partieron".

 

Grande es la dificultad de leer y comparar estas distintas fuentes. Los  orientalistas se han contentado con los detalles políticos de las conquistas mongolas y nos presentan a Gengis Kan como una encarnación del poder bárbaro, un azote que llega del desierto para destrozar civilizaciones decadentes.

 

La crónica de Ssanang Setzen no coadyuva a explicar el misterio. Se limita, casi únicamente, a decir que Gengis Kan era un "bogdo", de la raza de los dioses. En lugar de un misterio, nos ofrece un milagro. Las crónicas medievales de Europa se inclinan, como hemos visto, a la creencia en una especie de satánico poder, que encarnado en el mongol, se desencadena sobre Europa. Todo esto es un poco desesperante, estos modernos historiadores recogerían las supersticiones del siglo XIII, y especialmente de un siglo XIII europeo, que considera a los nómadas de Gengis Kan tan sólo como fantásticos invasores.

 

Pero existe un camino más sencillo para proyectar luz sobre el misterio que rodea a Gengis Kan. Este camino consiste en hacer retroceder las manillas del reloj setecientos años y ver a Gengis Kan como nos lo revelan las crónicas de su época. No como un milagro o encarnación del poder bárbaro, sino como un hombre. No nos interesarán los acontecimientos políticos de los mongoles, como raza, sino el hombre que llevó a una tribu desconocida a dominar sobre el mundo.

 

Para enfocar a ese hombre, nos aproximaremos a él entre su pueblo y sobre la superficie de la tierra, tal como existía hace setecientos años. No podemos medirle por el patrón de la civilización moderna. Tenemos que verle en su mundo, un mundo estéril poblado de cazadores, de jinetes y de nómadas conductores de renos. Allí los hombres visten las pieles de los animales y se alimentan de leche y pescado. Engrasan sus cuerpos para preservarlos del frío y de la humedad y están siempre expuestos a morir de hambre o de frío o a batirse bajo las armas de otros hombres, "Aquí no hay pueblos ni ciudades —dice el valiente fray Carpini, el primer europeo que pisó aquellas tierras—, sino estériles arenales por todas partes. Ni una centésima del total es fértil, salvo donde la tierra es fecundada por los ríos, que son muy raros. Esta tierra está casi desprovista de árboles, aun cuando se halla bien dispuesta para prados y ganado.

 

El mismo emperador, los príncipes y todos los hombres, se calientan y cuecen sus viandas con fuego hecho de estiércol de caballo y vaca. El clima es muy destemplado, y en medio del verano hay terribles tormentas con truenos y relámpagos, que matan a mucha gente, aun cuando caen grandes nevadas. Y tales tempestades de vientos fríos soplan que, en ocasiones, los hombres pueden difícilmente sostenerse a caballo. En una de ellas, fuimos arrojados a tierra y cegados por el polvo compacto. A menudo caen granizadas y de repente un calor insoportable es seguido por un frío intenso".

 

Tal era el desierto de Gobi en el año 1162 después de J. C., año del cerdo en el calendario de los doce animales.

 


Para descargar el libro completo:

 

 

http://www.cristoraul.com/SPANISH/mispdfs/gengiskan.pdf


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1 comentarios:

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