Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.
El sí de las niñas, del escritor español Leandro Fernández de Moratín
Escena XI
Doña irene, don diego
DOÑA IRENE. Conque, señor don Diego, ¿es ya la de vámonos?... Buenos días... (Apaga la luz que está sobre la mesa.) ¿Reza usted?
DON DIEGO. Sí, para rezar estoy ahora. (Paseándose con inquietud.)
DOÑA IRENE. Si usted quiere, ya pueden ir disponiendo el chocolate y que avisen al mayoral para que enganchen luego que... Pero, ¿qué tiene usted, señor?... ¿Hay alguna novedad?
DON DIEGO. Sí, no deja de haber novedades.
DOÑA IRENE. Pues ¿qué?... Dígalo usted, por Dios... ¡Vaya, vaya!... No sabe usted lo asustada que estoy... Cualquiera cosa, así, repentina, me remueve toda y me... Desde el último mal parto que tuve, quedé tan sumamente delicada de los nervios... Y va ya para diez y nueve años, si no son veinte; pero desde entonces, ya digo, cualquiera friolera me trastorna... Ni los baños, ni caldos de culebra, ni la conserva de tamarindos; nada me ha servido; de manera que...
DON DIEGO. Vamos, ahora no hablemos de malos partos ni de conservas... Hay otra cosa más importante de que tratar... ¿Qué hacen esas muchachas?
DOÑA IRENE. Están recogiendo la ropa y haciendo el cofre para que todo esté a la vela, y no haya detención.
DON DIEGO. Muy bien. Siéntese usted... Y no hay que asustarse ni alborotarse (Siéntanse los dos) por nada de lo que yo diga; y cuenta, no nos abandone el juicio cuando más lo necesitamos... Su hija de usted está enamorada...
DOÑA IRENE. ¿Pues no lo he dicho ya mil veces? Sí señor que lo está; y bastaba que yo lo dijese para que...
DON DIEGO. ¡Este vicio maldito de interrumpir a cada paso! Déjeme usted hablar.
DOÑA IRENE. Bien, vamos, hable usted.
DON DIEGO. Está enamorada; pero no está enamorada de mí.
DOÑA IRENE. ¿Qué dice usted?
DON DIEGO. Lo que usted oye.
DOÑA IRENE. Pero, ¿quién le ha contado a usted esos disparates?
DON DIEGO. Nadie. Yo lo sé, yo lo he visto, nadie me lo ha contado, y cuando se lo digo a usted, bien seguro estoy de que es verdad... Vaya, ¿qué llanto es ése?
DOÑA IRENE. (Llora.) ¡Pobre de mí!
DON DIEGO. ¿A qué viene eso?
DOÑA IRENE. ¡Porque me ven sola y sin medios, y porque soy una pobre viuda, parece que todos me desprecian y se conjuran contra mí!
DON DIEGO. Señora doña Irene...
DOÑA IRENE. Al cabo de mis años y de mis achaques, verme tratada de esta manera, como un estropajo, como una puerca cenicienta, vamos al decir... '¿Quién lo creyera de usted?... ¡Válgame Dios!... ¡Si vivieran mis tres difuntos!... Con el último difunto que me viviera, que tenía un genio como una serpiente...
DON DIEGO. Mire usted, señora, que se me acaba ya la paciencia.
DOÑA IRENE. Que lo mismo era replicarle que se ponía hecho una furia del infierno, y un día del Corpus, yo no sé por qué friolera, hartó de mojicones a un comisario ordenador, y si no hubiera sido por dos padres del Carmen, que se pusieron de por medio, le estrella contra un poste en los portales de
Santa Cruz.
DON DIEGO. Pero ¿es posible que no ha de atender usted a lo que voy a decirla?
DOÑA IRENE. ¡Ay! No señor, que bien lo sé, que no tengo pelo de tonta, no, señor... Usted ya no quiere a la niña, y busca pretextos para zafarse de la obligación en que está... ¡Hija de mi alma y de mi corazón!
DON DIEGO. Señora doña Irene, hágame usted el gusto de oírme, de no replicarme, de no decir despropósitos, y luego que usted sepa lo que hay, llore y gima y grite, y diga cuanto quiera... Pero, entretanto, no me apure usted el sufrimiento, por amor de Dios.
DOÑA IRENE. Diga usted lo que le dé la gana.
DON DIEGO. Que no volvamos otra vez a llorar y a...
DOÑA IRENE. No, señor, ya no lloro. (Enjugándose las lágrimas con un pañuelo.)
DON DIEGO. Pues hace ya cosa de un año, poco más o menos, que doña Paquita tiene otro amante. Se han hablado muchas veces, se han escrito, se han prometido amor, fidelidad, constancia... Y por último, existe en ambos una pasión tan fina, que las dificultades y la ausencia, lejos de disminuirla, han contribuido eficazmente a hacerla mayor. En este supuesto...
DOÑA IRENE. Pero ¿no conoce usted, señor, que todo es un chisme inventado por alguna mala lengua que no nos quiere bien?
DON DIEGO. Volvemos otra vez a lo mismo... No, señora, no es chisme. Repito de nuevo que lo sé.
DOÑA IRENE. ¿Qué ha de saber usted, señor, ni qué traza tiene eso de verdad? ¡Conque la hija de mis entrañas, encerrada en un convento, ayunando los siete reviernes, acompañada de aquellas santas religiosas!... ¡Ella, que no sabe lo que es mundo, que no ha salido todavía del cascarón, como quien dice!... Bien se conoce que no sabe usted el genio que tiene Circuncisión... ¡Pues bonita es ella para haber disimulado a su sobrina el menor desliz!
DON DIEGO. Aquí no se trata de ningún desliz, señora doña Irene; se trata de una inclinación honesta, de la cual hasta ahora no habíamos tenido antecedente alguno. Su hija de usted es una niña muy honrada, y no es capaz de deslizarse... Lo que digo es que la madre Circuncisión, y la Soledad, y la Candelaria, y todas las madres, y usted, y yo el primero, nos hemos equivocado solemnemente. La muchacha se quiere casar con otro, y no conmigo... Hemos llegado tarde; usted ha contado muy de ligero con la voluntad de su hija... Vaya, ¿para qué es cansarnos? Lea usted ese papel, y verá si tengo razón. (Saca el papel de DON CARLOS y se le da a DOÑA IRENE. Ella, sin leerle, se levanta muy agitada, se acerca a la puerta de su cuarto y llama. Levántase DON DIEGO y procura en vano contenerla.)
DOÑA IRENE. ¡Yo he de volverme loca!... ¡Francisquita!... ¡Virgen del
Tremedal!... ¡Rita! ¡Francisca!
DON DIEGO. Pero, ¿a qué es llamarlas?
DOÑA IRENE. Sí, señor; que quiero que venga y que se desengañe la pobrecita de quién es usted.
DON DIEGO. Lo echó todo a rodar... Esto le sucede a quien se fía de la prudencia de una mujer.
Escena XII
Doña Francisca, doña Irene, don Diego, Rita
(Salen DOÑA FRANCISCA y RITA de su cuarto.)
RITA. Señora.
DOÑA FRANCISCA. ¿Me llamaba usted?
DOÑA IRENE. Sí, hija, sí; porque el señor don Diego nos trata de un modo que ya no se puede aguantar. ¿Qué amores tienes, niña? ¿A quién has dado palabra de matrimonio? ¿Qué enredos son éstos?... Y tú, picarona... Pues tú también lo has de saber... Por fuerza lo sabes... ¿Quién ha escrito este papel? ¿Qué dice?... (Presentando el papel abierto a DOÑA FRANCISCA.)
RITA. (Aparte a Doña Francisca) Su letra es.
DOÑA FRANCISCA. ¡Qué maldad!... Señor don Diego, ¿así cumple usted su palabra?
DON DIEGO. Bien sabe Dios que no tengo la culpa... Venga usted aquí... (Tomando de una mano a DOÑA FRANCISCA, la pone a su lado.) No hay que temer... Y usted, señora, escuche y calle, y no me ponga en términos de hacer un desatino... Deme usted ese papel... (Quitándola el papel de las manos a DOÑA IRENE.) Paquita, ya se acuerda usted de las tres palmadas de esta noche.
DOÑA FRANCISCA. Mientras viva me acordaré.
DON DIEGO. Pues éste es el papel que tiraron a la ventana... No hay que asustarse, ya lo he dicho. (Lee.) «Bien mío: si no consigo hablar con usted, haré lo posible para que llegue a sus manos esta carta. Apenas me separé de usted, encontré en la posada al que yo llamaba mi enemigo, y al verle no sé cómo no expiré de dolor. Me mandó que saliera inmediatamente de la ciudad, y fue preciso obedecerle. Yo me llamo don Carlos, no don Félix. Don Diego es mi tío. Viva usted dichosa y olvide para siempre a su infeliz amigo. Carlos de Urbina.»
DOÑA IRENE. ¿Conque hay eso?
DOÑA FRANCISCA. ¡Triste de mí!
DOÑA IRENE. ¿Conque es verdad lo que decía el señor, grandísima picarona? Te has de acordar de mí. (Se encamina hacia DOÑA FRANCISCA, muy colérica, y en ademán de querer maltratarla. RITA y DON DIEGO lo estorban.)
DOÑA FRANCISCA. ¡Madre!... ¡Perdón!
DOÑA IRENE. No, señor, que la he de matar.
DON DIEGO. ¿Qué locura es ésta?
DOÑA IRENE. He de matarla.
Escena XIII
Don Carlos, don Diego, doña Irene, doña Francisca, Rita
(Sale DON CARLOS del cuarto precipitadamente; coge de un brazo a DOÑA
FRANCISCA, se la lleva hacia el fondo del teatro y se pone delante de ella para defenderla. DOÑA IRENE se asusta y se retira.)
DON CARLOS. Eso no... Delante de mí nadie ha de ofenderla.
DOÑA FRANCISCA. ¡Carlos!
DON CARLOS. Disimule (A DON DIEGO) usted mi atrevimiento... He visto que la insultaban, y no me he sabido contener.
DOÑA IRENE. ¿Qué es lo que me sucede Dios mío?... ¿Quién es usted?... ¿Qué acciones son éstas?... ¡Qué escándalo!
DON DIEGO. Aquí no hay escándalos... Ese es de quien su hija de usted está enamorada... Separarlos y matarlos viene a ser lo mismo... Carlos... No importa... Abraza a tu mujer. (Se abrazan DON CARLOS y DOÑA FRANCISCA, y después se arrodillan a los pies de DON DIEGO.)
DOÑA IRENE. ¿Conque su sobrino de usted?...
DON DIEGO. Sí, señora, mi sobrino, que con sus palmadas, y su música, y su papel, me ha dado la noche más terrible que he tenido en mi vida... ¿Qué es esto, hijos míos, qué es esto?
DOÑA FRANCISCA. ¿Conque usted nos perdona y nos hace felices?
DON DIEGO. Sí, prendas de mi alma... Sí. (Los hace levantar con expresión de ternura.)
DOÑA IRENE. ¿Y es posible que usted se determina a hacer un sacrificio?...
DON DIEGO. Yo pude separarlos para siempre, y gozar tranquilamente la posesión de esta niña amable; pero mi conciencia no lo sufre... ¡Carlos!... ¡Paquita!... ¡Qué dolorosa impresión me deja en el alma el esfuerzo que acabo de hacer!... Porque, al fin, soy hombre miserable y débil.
DON CARLOS. (Besándole las manos.) Si nuestro amor, si nuestro agradecimiento pueden bastar a consolar a usted en tanta pérdida...
DOÑA IRENE. ¡Conque el bueno de don Carlos! Vaya que...
DON DIEGO. Él y su hija de usted estaban locos de amor, mientras que usted y las tías fundaban castillos en el aire, y me llenaban la cabeza de ilusiones, que han desaparecido como un sueño... Esto resulta del abuso de la autoridad, de la opresión que la juventud padece; estas son las seguridades que dan los padres y los tutores, y esto lo que se debe fiar en el sí de las niñas... Por una casualidad he sabido a tiempo el error en que estaba... ¡Ay de aquellos que lo saben tarde!
DOÑA IRENE. En fin, Dios los haga buenos, y que por muchos años se gocen... Venga usted acá, señor, venga usted, que quiero abrazarle. (Abrazando a DON CARLOS. DOÑA FRANCISCA se arrodilla y besa la mano a su madre.) Hija, Francisquita. ¡Vaya! Buena elección has tenido... Cierto que es un mozo galán... Morenillo, pero tiene un mirar de ojos muy hechicero.
RITA. Sí, dígaselo usted, que no lo ha reparado la niña... Señorita, un millón de besos. (Se besan DOÑA FRANCISCA y RITA.)
DOÑA FRANCISCA. Pero, ¿ves qué alegría tan grande?... ¡Y tú, como me quieres tanto!... Siempre, siempre serás mi amiga.
DON DIEGO. Paquita hermosa (Abraza a DOÑA FRANCISCA), recibe los primeros abrazos de tu nuevo padre... No temo ya la soledad terrible que amenazaba a mi vejez... Vosotros (Asiendo de las manos a DOÑA FRANCISCA y a DON CARLOS) seréis la delicia de mi corazón; y el primer fruto de vuestro amor... sí, hijos, aquél.... no hay remedio, aquél es para mí. Y cuando le acaricie en mis brazos, podré decir: a mí me debe su existencia este niño inocente; si sus padres viven, si son felices, yo he sido la causa.
DON CARLOS. ¡Bendita sea tanta bondad!
DON DIEGO. Hijos, bendita sea la de Dios
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