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lunes, 5 de agosto de 2013

''El nombre de la rosa'', Umberto Eco (fragmento)

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

El nombre de la rosa

Umberto Eco

 

 

 

Primer día

PRIMA

 

 

Donde se llega al pie de la abadía y Guillermo da pruebas de gran dureza. Era una hermosa mañana de finales de noviembre. Durante la noche había nevado un poco, pero la fresca capa que cubría el suelo no superaba los tres dedos de espesor. A oscuras, en seguida después de laudes, habíamos oído misa en una aldea del valle. Luego, al despuntar el sol, nos habíamos puesto en camino hacia las montañas.

 

Mientras trepábamos por la abrupta vereda que serpenteaba alrededor del monte, vi la abadía. No me impresionó la muralla que la rodeaba, similar a otras que había visto en todo el mundo cristiano, sino la mole de lo que después supe que era el Edificio. Se trataba de una construcción octogonal que de lejos parecía un tetrágono (figura perfectísima que expresa la solidez e invulnerabilidad de la Ciudad de Dios), cuyos lados meridionales se erguían sobre la meseta de la abadía, mientras que los septentrionales parecían surgir de las mismas faldas de la montaña, arraigando en ellas y alzándose como un despeñadero. Quiero decir que en algunas partes, mirando desde abajo, la roca parecía prolongarse hacia el cielo, sin cambio de color ni de materia, y convertirse, a cierta altura, en burche y torreón (obra de gigantes habituados a tratar tanto con la tierra como con el cielo). Tres órdenes de ventanas expresaban el ritmo ternario de la elevación, de modo que lo que era físicamente cuadrado en la tierra era espiritualmente triangular en el ciclo. Al acercarse más se advertía que, en cada ángulo, la forma cuadrangular engendraba un torreón heptagonal, cinco de cuyos lados asomaban hacia afuera; o sea que cuatro de los ocho lados del octágono mayor engendraban cuatro heptágonos menores, que hacia afuera se manifestaban como pentágonos. Evidente, y admirable, armonía de tantos números sagrados, cada  uno revestido de un sutilísimo sentido espiritual. Ocho es el número de la perfección de todo tetrágono; cuatro, el número de los evangelios; cinco, el número de las partes del mundo; siete, el número de los dones del Espíritu Santo. Por la mole, y por la forma, el Edificio era similar a Castel Urbino o a Castel dal Monte, que luego vería en el sur de la península italiana, pero por su posición inaccesible era más tremendo que ellos, y capaz de infundir temor al viajero que se fuese acercando poco a poco. Por suerte era una diáfana mañana de invierno y no vi la construcción con el aspecto que presenta en los días de tormenta.

 

Sin embargo, no diré que me produjo sentimientos de júbilo. Me sentí amedrentado, presa de una vaga inquietud. Dios sabe que no eran fantasmas de mi ánimo inexperto, y que interpreté correctamente inequívocos presagios inscritos en la piedra el día en que los gigantes la modelaran, antes de que la ilusa voluntad de los monjes se atreviese a consagrarla a la custodia de la palabra divina.

 

Mientras nuestros mulos subían trabajosamente por los últimos repliegues de la montaña, allí donde el camino principal se ramificaba formando un trivio, con dos senderos laterales, mi maestro se detuvo un momento, y miró hacia un lado y hacia otro del camino, miró el camino y, por encima de éste, los pinos de hojas perennes que, en aquel corto tramo, formaban un techo natural, blanqueado por la nieve.

 

—Rica abadía —dijo—. Al Abad le gusta tener buen aspecto en las ocasiones públicas.

 

Acostumbrado a oírle decir las cosas más extrañas, nada le pregunté. También porque, poco después, escuchamos ruidos y, en un recodo, surgió un grupo agitado de monjes y servidores. Al vernos, uno de ellos vino a nuestro encuentro diciendo con gran cortesía:

 

—Bienvenido, señor. No os asombréis si imagino quién sois, porque nos han  avisado de vuestra visita. Yo soy Remigio da Varagine, el cillerero del monasterio. Si sois, como creo, fray Guillermo de Baskerville, habrá que avisar al Abad. ¡Tú —ordenó a uno del grupo—, sube a avisar que nuestro visitante está por entrar en el recinto!

 

—Os lo agradezco, señor cillerero —respondió cordialmente mi maestro—, y aprecio aún más vuestra cortesía porque para saludarme habéis interrumpido la persecución. Pero no temáis, el caballo ha pasado por aquí y ha tomado el sendero de la derecha. No podrá ir muy lejos, porque, al llegar al estercolero tendrá que detenerse. Es demasiado inteligente para arrojarse por la pendiente...

 

—¿Cuándo lo habéis visto? —preguntó el cillerero.

—¿Verlo? No lo hemos visto, ¿verdad, Adso? —dijo Guillermo volviéndose hacia mí con expresión divertida—. Pero si buscáis a Brunello, el animal sólo puede estar donde yo os he dicho.

 

El cillerero vaciló. Miró a Guillermo, después al sendero, y, por último, preguntó:

 

—¿Brunello? ¿Cómo sabéis...?

—¡Vamos! —dijo Guillermo—. Es evidente que estáis buscando a Brunello, el caballo preferido del Abad, el mejor corcel de vuestra cuadra, pelo negro, cinco pies de alzada, cola elegante, cascos pequeños y redondos pero de galope bastante regular, cabeza pequeña, orejas finas, ojos grandes. Se ha ido por la derecha, os digo, y, en cualquier caso, apresuraos.

 

El cillerero, tras un momento de vacilación, hizo un signo a los suyos y se lanzó por el sendero de la derecha, mientras nuestros mulos reiniciaban la ascensión.

 

Cuando, mordido por la curiosidad, estaba por interrogar a Guillermo, él me indicó que esperara. En efecto, pocos minutos más tarde escuchamos gritos de júbilo, y en el recodo del sendero reaparecieron monjes y servidores, trayendo al caballo por el freno. Pasaron junto a nosotros, sin dejar de mirarnos un poco estupefactos, y se dirigieron con paso acelerado hacia la abadía. Creo, incluso, que Guillermo retuvo un poco la marcha de su montura para que pudieran contar lo que había sucedido. Yo ya había descubierto que mi maestro, hombre de elevada virtud en todo y para todo, se concedía el vicio de la vanidad cuando se trataba de demostrar su agudeza y, habiendo tenido ocasión de apreciar sus sutiles dotes de diplomático, comprendí que deseaba llegar a la meta precedido por una sólida fama de sabio.

 

—Y ahora decidme —pregunté sin poderme contener—. ¿Cómo habéis podido saber?

—Mi querido Adso —dijo el maestro—, durante todo el viaje he estado enseñándote a reconocer las huellas por las que el mundo nos habla como por medio de un gran libro. Alain de Lille decía que

 

omnis mundi creatura

quasi liber et pictura

nobis est in speculum

 

pensando en la inagotable reserva de símbolos por los que Dios, a través de sus criaturas, nos habla de la vida eterna. Pero el universo es aún más locuaz de lo que creía Alain, y no sólo habla de las cosas últimas (en cuyo caso siempre lo hace de un modo oscuro), sino también de las cercanas, y en esto es clarísimo. Me da casi vergüenza tener que repetirte lo que deberías saber.

 

En la encrucijada, sobre la nieve aún fresca, estaban marcadas con mucha claridad las improntas de los cascos de un caballo, que apuntaban hacia el sendero situado a nuestra izquierda. Esos signos, separados por distancias bastante grandes y regulares, decían que los cascos eran pequeños y redondos, y el galope muy regular. De ahí deduje que se trataba de un caballo, y que su carrera no era desordenada como la de un animal desbocado. Allí donde los pinos formaban una especie de cobertizo natural, algunas ramas acababan de ser rotas, justo a cinco pies del suelo. Una de las matas de zarzamora, situada donde el animal debe de haber girado, meneando altivamente la hermosa cola, para tomar el sendero de su derecha, aún conservaba entre las espinas algunas crines largas y muy negras... Por último, no me dirás que no sabes que esa senda lleva al estercolero, porque al subir por la curva inferior hemos visto el chorro de detritos que caía a pico justo debajo del torreón oriental, ensuciando la nieve, y dada la disposición de la encrucijada, la senda sólo podía ir en aquella dirección.

 

—Sí —dije—, pero la cabeza pequeña, las orejas finas, los ojos grandes...

—No sé si los tiene, pero, sin duda, los monjes están persuadidos de que sí. Decía Isidoro de Sevilla que la belleza de un caballo exige «ut sit exiguum  caput et siccum prope pelle ossibus adhaerente, aures breves et argutae, oculi magni, nares patulae, erecta cervix, coma densa et cauda, ungularum soliditate fixa rotunditas«. Si el caballo cuyo paso he adivinado no hubiese sido realmente el mejor de la cuadra, no podrías explicar por qué no sólo han corrido los mozos tras él, sino también el propio cillerero. Y un monje que considera excelente a un caballo sólo puede verlo, al margen de las formas naturales, tal como se lo han descrito las auctoritates, sobre todo si —y aquí me dirigió una sonrisa maliciosa—, se trata de un docto benedictino...

—Bueno —dije—, pero, ¿por qué Brunello?

—¡Que el Espíritu Santo ponga un poco más de sal en tu cabezota, hijo mío! —exclamó el maestro—. ¿Qué otro nombre le habrías puesto si hasta el gran Buridán, que está a punto de ser rector en París, no encontró nombre más natural para referirse a un caballo hermoso?

 

Así era mi maestro. No sólo sabía leer en el gran libro de la naturaleza, sino también en el modo en que los monjes leían los libros de la escritura, y pensaban a través de ellos. Dotes éstas que, como veremos, habrían de serle bastante útiles en los días que siguieron. Además, su explicación me pareció al final tan obvia que la humillación por no haberla descubierto yo mismo quedó borrada por el orgullo de compartirla ahora con él, hasta el punto de que casi me felicité por mi agudeza. Tal es la fuerza de la verdad, que, como la bondad, se difunde por sí misma. Alabado sea el santo nombre de nuestro señor Jesucristo por esa hermosa revelación que entonces tuve.

 

Pero no pierdas el hilo, oh relato, pues este monje ya viejo se detiene demasiado en los marginalia. Di, más bien, que llegamos al gran portalón de la abadía, y en el umbral estaba el Abad, acompañado de dos novicios que sostenían un bacín de oro lleno de agua. Una vez que hubimos descendido de nuestras monturas, lavó las manos de Guillermo, y después lo abrazó besándolo en la boca y dándole su santa bienvenida, mientras el cillerero se ocupaba de mí.

 

—Gracias, Abbone —dijo Guillermo—, es para mí una alegría, excelencia, pisar vuestro monasterio, cuya fama ha traspasado estas montañas. Yo vengo como peregrino en el nombre de Nuestro Señor, y como tal me habéis rendido honores. Pero vengo también en nombre de nuestro señor en esta tierra, como os dirá la carta que os entrego, y también en su nombre os agradezco vuestra acogida.

 

El Abad cogió la carta con los sellos imperiales y dijo que, de todas maneras, la llegada de Guillermo había sido precedida por otras misivas de los hermanos de su orden ("Mira", me dije para mis adentros, no sin cierto orgullo, "es difícil pillar por sorpresa a un abad benedictino"), después rogó al cillerero que nos condujera a nuestros alojamientos, mientras los mozos se hacían cargo de las monturas. El Abad prometió visitarnos más tarde, cuando hubiésemos comido algo, y entramos en el gran recinto donde estaban los edificios de la abadía, repartidos por la meseta, especie de suave depresión —o llano elevado— que truncaba la cima de la montaña.

 

A la disposición de la abadía tendré ocasión de referirme más de una vez, y con más lujo de detalles. Después del portalón (que era el único paso en toda la muralla) se abría una avenida arbolada que llevaba a la iglesia abacial. A la izquierda de la avenida se extendía una amplia zona de huertos y, como supe más tarde, el jardín botánico, en torno a los dos edificios —los baños, y el hospital y herboristería— dispuestos según la curva de la muralla. En el fondo, a la izquierda de la iglesia, se erguía el Edificio, separado de la iglesia por una explanada cubierta de tumbas. El portalón norte de la iglesia daba hacia el torreón sur del Edificio, que ofrecía frontalmente a los ojos del visitante el torreón occidental, que continuaba después por la izquierda hasta tocar la muralla, para proyectarse luego con sus torres en el abismo, sobre el que se alzaba el torreón septentrional, visible sólo de sesgo. A la derecha de la iglesia se extendían algunas construcciones a las que ésta servía de reparo; estaban dispuestas alrededor del claustro, y, sin duda, se trataba del dormitorio, la casa del Abad y la casa de los peregrinos, hacia la que nos habíamos dirigido, y a la que llegamos después de atravesar un bonito jardín. Por la derecha, al otro lado de una vasta explanada, a lo largo de la parte meridional de la muralla y continuando hacia oriente por detrás de la iglesia, había una serie de viviendas para la servidumbre, establos, molinos, trapiches, graneros, bodegas y lo que me pareció que era la casa de los novicios. La regularidad del terreno, apenas ondulado, había permitido que los antiguos constructores de aquel recinto sagrado respetaran los preceptos de la orientación con una exactitud que hubiera sorprendido a un Honorio Augustoduniense o a un Guillermo Durando.

 

Por la posición del sol en aquel momento, comprendí que la portada daba justo a occidente, de forma que el coro y el altar estuviesen dirigidos hacia oriente y, por la mañana temprano, el sol despuntaba despertando directamente a los monjes en el dormitorio y a los animales en los establos. Nunca vi abadía más bella y con una orientación tan perfecta, aunque más tarde he tenido ocasión de conocer San Gall, Cluny, Fontenay y otras, quizá más grandes pero no tan armoniosas. Sin embargo, ésta se distinguía de cualquier otra por la inmensa mole del Edificio. Aunque no era yo experto en el arte de la construcción, comprendí en seguida que era mucho más antiguo que los edificios situados a su alrededor. Quizás había sido erigido con otros fines y posteriormente se había agregado el conjunto abacial, cuidando, sin embargo, de que su orientación se adecuase a la de la iglesia, o viceversa. Porque la arquitectura es el arte que más se esfuerza por reproducir en su ritmo el orden del universo, que los antiguos llamaban kosmos, es decir, adorno, pues es como un gran animal en el que resplandece la perfección y proporción de todos sus miembros. Alabado sea Nuestro Creador, que, como dice Agustín, ha establecido el número, el peso y la medida de todas las cosas.

 

 

 

 

Libro completo:

 

http://eliguaneromazateco.bligoo.com.mx/media/users/13/657190/files/73214/EL_NOMBRE_DE_LA_ROSA._HUMBRETO_ECCO.pdf


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