Un saludo de su amigo Sören Garza  (hombre), desde México.
     
     
     
    Arráncame la vida
    Ángeles Mastretta
    (novela de la revolución mexicana)
     
     
    CAPÍTULO I
     
    Ese año pasaron muchas cosas en este  país. Entre otras, Andrés y yo nos casamos. Lo conocí en un café de los  portales. En qué otra parte iba a ser si en Puebla todo pasaba en los portales:  desde los noviazgos hasta los asesinatos, como si no hubiera otro lugar.
     
    Entonces él tenía más de treinta años  y yo menos de quince. Estaba con mis hermanas y sus novios cuando lo vimos  acercarse. Dijo su nombre y se sentó a conversar entre nosotros. Me gustó.  Tenía las manos grandes y unos labios que apretados daban miedo y, riéndose,  confianza. Como si tuviera dos bocas. El pelo después de un rato de hablar se  le alborotaba y le caía sobre la frente con la misma insistencia con que él lo  empujaba hacia atrás en un hábito de toda la vida. No era lo que se dice un  hombre guapo. Tenía los ojos demasiado chicos y la nariz demasiado grande, pero  yo nunca había visto unos ojos tan vivos y no conocía a nadie con su expresión  de certidumbre.
     
    De repente me puso una mano en el  hombro y preguntó:
     
    —¿Verdad que son unos pendejos?
     
    Miré alrededor sin saber qué decir:
     
    —¿Quiénes? —pregunté.
    —Usted diga que sí, que en la cara se  le nota que está de acuerdo —pidió riéndose.
     
    Dije que sí y volví a preguntar  quiénes. Entonces él, que tenía los ojos verdes, dijo cerrando uno:
     
    —Los poblanos, chula. ¿Quiénes si no?
     
    Claro que estaba yo de acuerdo. Para  mí los poblanos eran esos que caminaban y vivían como si tuvieran la ciudad  escriturada a su nombre desde hacía siglos. No nosotras, las hijas de un  campesino que dejó de ordeñar vacas porque aprendió a hacer quesos; no él,  Andrés Ascencio, convertido en general gracias a todas las casualidades y todas  las astucias menos la de haber heredado un apellido con escudo.
     
    Quiso acompañarnos hasta la casa y  desde ese día empezó a visitarla con frecuencia, a dilapidar sus coqueterías  conmigo y con toda la familia, incluyendo a mis papás que estaban tan divertidos  y halagados como yo. Andrés les contaba historias en las que siempre resultaba  triunfante. No hubo batalla que él no ganara, ni muerto que no matara por haber  traicionado a la Revolución o al Jefe Máximo o a quien se ofreciera.
     
    Se nos metió de golpe a todos. Hasta  mis hermanas mayores, Teresa, que empezó calificándolo de viejo concupiscente,  y Bárbara, que le tenía un miedo atroz, acabaron divirtiéndose con él casi  tanto como Pía la más chica. A mis hermanos los compró para siempre llevándolos  a dar una vuelta en su coche.
     
    A veces traía flores para mí y chicles  americanos para ellos. Las flores nunca me emocionaron, pero me sentía  importante arreglándolas mientras él fumaba un puro y conversaba con mi padre  sobre la laboriosidad campesina o los principales jefes de la Revolución y los favores  que cada uno le debía. Después me sentaba a oírlos y a dar opiniones con toda  la contundencia que me facilitaban la cercanía de mi padre y mi absoluta  ignorancia. Cuando se iba, yo lo acompañaba a la puerta y me dejaba besar un segundo,  como si alguien nos espiara. Luego salía corriendo tras mis hermanos.
     
    Nos empezaron a llegar rumores: Andrés  Ascencio tenía muchas mujeres, una en Zacatlán y otra en Cholula, una en el  barrio de La Luz y otras en México. Engañaba a las jovencitas, era un criminal,  estaba loco, nos íbamos a arrepentir. Nos arrepentimos, pero años después.  Entonces mi papá hacía bromas sobre mis ojeras y yo me ponía a darle besos. Me  gustaba besar a mi papá y sentir que tenía ocho años, un agujero en el  calcetín, zapatos rojos y un moño en cada trenza los domingos. 
     
    Me gustaba pensar que era domingo y  que aún era posible subirse en el burro que ese día no cargaba leche, caminar  hasta el campo sembrado de alfalfa para quedar bien escondida y desde ahí  gritar: «A que no me encuentras, papá.» Oír sus pasos cerca y su voz: « ¿Dónde  estará esta niña? ¿Dónde estará esta niña?», hasta fingir que se tropezaba  conmigo, aquí está la niña, y tirarse cerca de mí, abrazarme las piernas y  reírse:
     
    —Ya no se puede ir la niña, la tiene  atrapada un sapo que quiere que le dé un beso.
     
    Y de veras me atrapó un sapo. Tenía  quince años y muchas ganas de que me pasaran cosas. Por eso acepté cuando  Andrés me propuso que fuera con él unos días a Tecolutla. Yo no conocía el mar,  él me contó que se ponía negro en las noches y transparente al mediodía. Quise  ir a verlo. Nada más dejé un recado diciendo: «Queridos papás, no se preocupen,  fui a conocer el mar.»
     
    En realidad, fui a pegarme la  espantada de mi vida. Yo había visto caballos y toros irse sobre yeguas y  vacas, pero el pito parado de un señor era otra cosa. Me dejé tocar sin meter  las manos, sin abrir la boca, tiesa como muñeca de cartón, hasta que Andrés me  preguntó de qué tenía miedo.
     
    —De nada —dije.
    —Entonces ¿por qué me ves así?
    —Es que no estoy muy segura de que eso  me quepa —le contesté.
    —Pero cómo no muchacha, nomás póngase  flojita —dijo y me dio una nalgada—. Ya ve cómo está tiesa. Así claro que no se  puede. Pero aflójese. Nadie se la va a comer si usted no quiere.
     
    Volvió a tocarme por todas partes como  si se hubiera acabado la prisa. Me gustó.
     
    —Ya ve cómo no muerdo —dijo hablándome  de usted como si fuera yo una diosa—. Fíjese, ya está mojada —comentó con el  mismo tono de voz que mi madre usaba para hablar complacida de sus guisos.  Luego se metió, se movió, resopló y gritó como si yo no estuviera abajo otra  vez tiesa, bien tiesa.
    —No sientes, ¿por qué no sientes? —preguntó  después.
    —Sí siento, pero el final no lo  entendí.
    —Pues el final es lo que importa —dijo  hablando con el cielo—. ¡Ay estas viejas! ¿Cuándo aprenderán?
     
    Y se quedó dormido. 
     
    Yo me pasé toda la noche despierta,  como encendida. Anduve caminando. Por las piernas me corría un liquido, lo  toqué. No era mío, él me lo había echado. Al amanecer me fui a dormir con mis  cavilaciones.
     
    Cuando él me sintió entrar en la cama  nomás estiró un brazo y me lo puso encima. Despertamos con los cuerpos  trenzados.
     
    —¿Por qué no me enseñas? —le dije.
    —¿A qué?
    —Pues a sentir.
    —Eso no se enseña, se aprende  contestó.
     
    Entonces me propuse aprender. Por lo  pronto me dediqué a estar flojita, tanto que a veces parecía lela. Andrés  hablaba y hablaba mientras caminábamos por la playa; yo columpiaba los brazos,  abría la boca como si se me cayera la mandíbula, metía y sacaba la barriga,  apretaba y aflojaba las nalgas.
     
    ¿De qué tanto hablaba el general? Ya  no me acuerdo exactamente, pero siempre era de sus proyectos políticos, y  hablaba conmigo como con las paredes, sin esperar que le contestaran, sin pedir  mi opinión, urgido sólo de audiencia. Por esas épocas andaba planeando cómo  ganarle al general Pallares la gubernatura del estado de Puebla. No lo bajaba  de pendejo, pero se ocupaba de él como si no lo fuera.
    —No ha de ser tan pendejo donde te  preocupa —le dije una tarde.
     
    Estabamos viendo la puesta del sol.
     
    —Claro que es un pendejo. Y tú qué te  metes, ¿quién te pidió tu opinión?
    —Hace cuatro días que hables de lo  mismo, ya me dio tiempo de tener una opinión.
    —Vaya con la señorita. No sabe ni cómo  se hacen los niños y ya quiere dirigir generales. Me está gustando —dijo.
     
    Cuando acabó la semana me devolvió a  mi casa con la misma frescura con que me había sacado y desapareció como un  mes. Mis padres me recibieron de regreso sin preguntas ni comentarios. No  estaban muy seguros de su futuro y tenían seis hijos, así que se dedicaron a  festejar que el mar fuera tan hermoso y el general tan amable que se molestó en  llevarme a verlo.
     
    —¿Por qué no vendrá don Andrés? —empezó  a preguntar mi papá como a los quince días de ausencia.
    —Anda en eso de ganarle al general  Pallares —dije yo, que más que pensar en él me había quedado obsesionada con  sentir.
     
    Ya no iba a la escuela, casi ninguna  mujer iba a la escuela después de la primaria, pero yo fui unos años más porque  las monjas salesianas me dieron una beca en su colegio clandestino. Estaba  prohibido que enseñaran, así que ni título ni nada tuve, pero la pasé bien.  Todo se agradecía. Aprendí los nombres de las tribus de Israel, los nombres de  los jefes y descendientes de cada tribu y los nombres de todas las ciudades y todos  los hombres y mujeres que cruzaban por la Historia Sagrada.
     
    Aprendí que Benito Juárez era masón y  había vuelto del otro mundo a jalarle la sotana a un cura para que ya no se  molestara en decir misas por él, que estaba en el infierno desde hacía un rato.
     
    Total, terminé la escuela con una  mediana caligrafía, algunos conocimientos de gramática, poquísimos de  aritmética, ninguno de historia y varios manteles de punto de cruz.
     
    Cuando tuve que permanecer encerrada  todo el día, mi madre puso su empeño en que fuera una excelente ama de casa,  pero siempre me negué a remendar calcetines y a sacarles la basurita a los  frijoles. Me quedaba mucho tiempo para pensar y empecé a desesperarme.
     
    Una tarde fui a ver a la gitana que  vivía por el barrio de La Luz y tenía fama de experta en amores. Había una fila  de gente esperando turno. Cuando por fin me tocó pasar, ella se sentó frente a  mí y me preguntó qué quería saber. Le dije muy seria:
     
    —Quiero sentir —se me quedó mirando,  yo también la miré, era una mujer gorda y suelta; por el escote de la blusa le  salía la mitad de unos pechos blancos, usaba pulseras de colores en los dos  brazos y unas arracadas de oro que se columpiaban de sus oídos rozándole las  mejillas.
     
    —Nadie viene aquí a eso —me dijo. No  sea que después tu madre me quiera echar pleito.
    —¿Usted tampoco siente? —pregunté.
     
    Por toda respuesta empezó a  desvestirse. En un segundo se desamarró la falda, se quitó la blusa y quedó  desnuda, porque no usaba calzones ni fondos ni sostenes.
     
    —Aquí tenemos una cosita —dijo  metiéndose la mano entre las piernas. Con ésa se siente. Se llama el timbre y  ha de tener otros nombres. Cuando estés con alguien piensa que en ese lugar  queda el centro de tu cuerpo, que de ahí vienen todas las cosas buenas, piensa  que con eso piensas, oyes y miras; olvídate de que tienes cabeza y brazos,  ponte toda ahí. Vas a ver si no sientes.
     
    Luego se vistió en otro segundo y me  empujó a la puerta.
     
    —Ya vete. No te cobro porque yo sólo  cobro por decir mentiras y lo que te dije es la verdad, por ésta, y besó la  cruz que hacía con dos dedos.
     
    Volví a casa segura de que sabía un  secreto que era imposible compartir. Esperé hasta que se apagaron todas las  luces y hasta que Teresa y Bárbara parecían dormidas sin regreso. Me puse la mano  en el timbre y la moví. Todo lo importante estaba ahí, por ahí se miraba, por  ahí se oía, por ahí se pensaba. Yo no tenía cabeza, ni brazos, ni pies ni  ombligo. Las piernas se me pusieron tiesas como si quisieran desprenderse. Y  sí, ahí estaba todo.
     
    —¿Qué te pasa Cati? ¿Por qué soplas? —preguntó  Teresa despavilándose. 
     
    Aldía siguiente amaneció contándole a  todo el mundo que yo la había despertado con unos ruidos raros, como si me  ahogara. A mi madre le entró preocupación y hasta quiso llevarme al doctor. Así  le había empezado la tuberculosis a la dama de las camelias.
     
    A veces todavía tengo nostalgia de una  boda en la iglesia. Me hubiera gustado desfilar por un pasillo rojo del brazo  de mi padre hasta el altar, con el órgano tocando la marcha nupcial y todos  mirándome. Siempre me río en las bodas. Sé que tanta faramalla acabará en el cansancio  de todos los días durmiendo y amaneciendo con la misma barriga junto. Pero la  música y el desfile señoreados por la novia todavía me dan más envidia que  risa.
     
    Yo no tuve una boda así. Me hubieran  gustado mis hermanas de damas color de rosa, bobas y sentimentales, con los  cuerpos forrados de organz a y  encaje. Mi papá de negro y mi madre de largo. Me hubiera gustado un vestido con  las mangas amplias y el cuello alto, con la cola extendida por todos los  escalopes hasta el altar. Eso no me hubiera cambiado la vida, pero podría jugar  con el recuerdo como juegan otras. Podría evocarme caminando el pasillo de  regreso, apoyada en Andrés y saludando desde la altura de mi nobleza recién adquirida,  desde la alcurnia que todos otorgan a una novia cuando vuelve del altar.
     
    Yo me hubiera casado en Catedral para  que el pasillo fuera aun más largo. Pero no me casé. Andrés me convenció de que  todo eso eran puras pendejadas y de que él no podía arruinar su carrera  política. Había participado en la guerra anticristera de Jiménez, le debía  lealtad al Jefe Máximo, ni de chiste se iba a casar por la iglesia. Por lo  civil sí, la ley civil había que respetarla, aunque lo mejor, decía, hubiera  sido un rito de casamiento militar. Lo estaba diciendo y lo estaba inventando,  porque nosotros nos casamos como soldados.
     
    Un día pasó en la mañana.
     
    —¿Están tus papás? —preguntó.
     
    Si estaban, era domingo. ¿Dónde  podrían estar sino metidos en la casa como todos los domingos?
     
    —Diles que vengo por ustedes para que  nos vayamos a casar.
    —¿Quiénes? —pregunté.
    —Yo y tú —dijo. Pero hay que llevar a  los demás.
    —Ni siquiera me has preguntado si me  quiero casar contigo —dije. ¿Quién te crees?
    —¿Cómo que quién me creo? Pues me creo  yo, Andrés Ascencio. No proteste y súbase al coche. Entró a la casa, cruzó tres  palabras con mi papá y salió con toda la familia detrás.
     
    Mi mamá lloraba. Me dio gusto porque  le imponía algo de rito a la situación. Las mamás siempre lloran cuando se  casan sus hijas.
     
    —¿Por qué lloras mamá?
    —Porque presiento, hija.
     
    Mi mamá se la pasaba presintiendo.  Llegamos al registro civil. Ahí estaban esperando unos árabes amigos de Andrés,  Rodolfo el compadre del alma, con Sofía su esposa, que me miró con desprecio.  Pensé que le darían rabia mis piernas y mis ojos, porque ella era de pierna  flaca y ojo chico. Aunque su marido fuera subsecretario de guerra.
     
    El juez era un chaparrito, calvo y  solemne.
     
    —Buenas, Cabañas —dijo Andrés.
    —Buenos días, general, qué gusto nos  da tenerlo por aquí. Ya está todo listo.
     
    Sacó una libreta enorme y se puso  detrás de un escritorio. Yo insistía en consolar a mi mamá cuando Andrés me  jaló hasta colocarme junto a él, frente al juez. Recuerdo la cara del juez  Cabañas, roja y chipotuda como la de un alcohólico; tenía los labios gruesos y  hablaba como si tuviera un puño de cacahuetes en la boca.
     
    —Estamos aquí reunidos para celebrar  el matrimonio del señor general Andrés Ascencio con la señorita Catalina  Guzmán. En mi calidad de representante de la ley, de la única ley que debe  cumplirse para fundar una familia, le pregunto: Catalina, ¿acepta por esposo al  general Andrés Ascencio aquí presente?
     
    —Bueno —dije.
    —Tiene que decir sí —dijo el juez.
    —Sí —dije.
    —General Andrés Ascencio, ¿acepta  usted por esposa a la señorita Catalina
    Guzmán?
    —Si —dijo Andrés. La acepto, prometo  las deferencias que el fuerte debe al débil y todas esas cosas, así que puedes  ahorrarte la lectura. ¿Dónde te firmamos? Toma la pluma Catalina.
     
    Yo no tenía firma, nunca había tenido  que firmar, por eso nada más puse mi nombre con la letra de piquitos que me  enseñaron las monjas: Catalina Guzmán.
     
    —De Ascencio, póngale ahí, señora —dijo  Andrés que leía tras mi espalda.
     
    Después él hizo un garabato breve que  con el tiempo me acostumbré a reconocer y hasta hubiera podido imitar.
     
    —¿Tú pusiste de Guzmán? —pregunté. 
    —No mi'ja, porque así no es la cosa. Yo  te protejo a ti, no tú a mí. Tú pasas a ser de mi familia, pasas a ser mía—dijo.
    —¿Tuya?
    —A ver los testigos —llamó Andrés, que  ya le había quitado el mando a Cabañas—. Tú, Yúnez, fírmale. Y tú Rodolfo.  ¿Para qué los traje entonces?
     
    Cuando estaban firmando mis papás, le  pregunté a Andrés dónde estaban los suyos. Hasta entonces se me ocurrió que él  también debía tener padres.
     
    —Nada más vive mi madre, pero está  enferma —dijo con una voz que le oí esa mañana por primera vez y que pasaba por  su garganta solamente cuando hablaba de ella. Pero para eso vinieron Rodolfo y  Sofía, mis compadres. Para que no faltara la familia.
    —Si firma Rodolfo, también que firmen  mis hermanos —dije yo.
    —Estás loca, si son puros escuincles.
    —Pero yo quiero que firmen. Si Rodolfo  firma, yo quiero que ellos firmen. Ellos son los que juegan conmigo —dije.
    —Que firmen, pues. Cabañas, que firmen  también los niños —dijo Andrés.
     
    Nunca se me olvidarán mis hermanos  pasando a firmar. Hacia tan poco que habíamos llegado de Tonanzintla que no se  les quitaba lo ranchero todavía. Bárbara estaba segura de que yo había  enloquecido y abría sus ojos asustados. Teresa no quiso jugar. Marcos y Daniel  firmaron muy serios, con los pelos engomados por delante y despeinados por  atrás. Ellos se peinaban como si les fueran a tomar una foto de frente, lo  demás no importaba. A Pía le habíamos puesto en la cabeza un moño casi de su  tamaño. Los ojos le llegaban a la altura del escritorio y de ahí para arriba  todo era un enorme listón rojo con puntos blancos.
     
    —Después no digas que en tu familia no  se pusieron sus moños —dijo Andrés pellizcándome la cintura, y para que lo  oyera mi papá. 
     
    Entonces no me di cuenta de que era  para eso, hoy tengo la certidumbre de que lo dijo para mi papá. Con los años  aprendí que Andrés no decía nada por decir. Y que le hubiera gustado tener que  amenazar a mi padre. La tarde anterior había hablado con él. Le había dicho que  se quería casar conmigo, que si no le parecía, tenía modo de convencerlo, por  las buenas o por las malas.
     
    —Por las buenas, general, será un  honor —había dicho mi padre incapaz de oponerse.
     
    Años después, cuando su hija Lilia se  andaba queriendo casar, Andrés me dijo:
     
    —¿Piensas que yo voy a ser con mis  hijas como tu papá contigo? Ni madres. A mis hijas no se las lleva cualquier  cabrón de la noche a la mañana. A mis hijas me las vienen a pedir con tiempo  para que yo investigue al cretino que se las quiere coger. Yo no regalo a mis  crías. El que las quiera que me ruegue y se ponga con lo que tenga. Si hay  negocio lo hacemos; si no, se me va luego a la chingada. Y se me casan por la iglesia,  que ya se jodió Jiménez en su pleito con los curas.
     
    Pía no supo firmar y pintó una bolita  con dos ojos. El juez le dio una palmada en el moño y respiró profundo para que  no se le notara que iba perdiendo la paciencia. Por suerte, ahí terminó todo.  Rodolfo y Chofi firmaron rápido, se morían de hambre el par de gordos.
     
    Nos fuimos a desayunar a los portales.  Andrés pidió café para todos, chocolate para todos, tamales para todos.
     
    —Yo quiero jugo de naranja —dije.
    —Usted se toma su café y su chocolate  como todo el mundo. No meta el desorden —regañó Andrés.
    —Pero es que yo no puedo desayunar sin  jugo.
    —Usted lo que necesita es una guerra.  Orita mismo aprende a desayunar sin jugo. ¿De dónde saca que siempre va a tener  jugo?
    —Papá, dile que yo tomo jugo en las  mañanas —pedí.
    —Tráigale un jugo de naranja a la niña  —dijo mi papá con tal tono de desafío que el mesero salió corriendo.
    —Está bien. Tómate tu jugo, pareces  gringa. ¿Qué campesino amanece con jugo en este país? Ni creas que vas a tener  siempre todo lo que quieras. La vida con un militar no es fácil. De una vez  velo sabiendo. Y usted don Marcos, acuérdese que ella ya no es su niña y que en  esta mesa mando yo.
     
    Hubo un silencio largo durante el cual  sólo se oyó a Chofi morder una campechana recién dorada.
     
    —¿Y qué? —dijo Andrés. ¿Por qué tan callados  si estamos de fiesta? Se casó
    su hermana, niños, ¿ni una porra le  van a echar?
    —¿Aquí? —dijo Teresa que tenía un  sentido del ridículo profundamente arraigado. Usted está loco.
    —¿Qué dijiste? —preguntó Andrés.
    —¡Mucha suerte, muchas felicidades! —gritó  Bárbara echándonos arroz en la cabeza. Mucha suerte Cati —decía y metía el  arroz por mi pelo, y me lo sobaba en la cabeza acariciándome—. Mucha suerte —seguía  diciendo mientras me abrazaba y me daba besos hasta que las dos empezamos a llorar.
     
     
     
    Fuente: http://www.bibliocomunidad.com/web/libros/Arrancame%20la%20vida.pdf
    
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La libertad no hace felices a los humanos..., simplemente los hace humanos.        -- 
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