Pages

lunes, 13 de agosto de 2012

''El Periquillo Sarniento'', J.J. Fernández de Lizardi (Fragmento)

Un saludo de su amigo Sören Garza, desde México.

 

 

El Periquillo Sarniento

 

José Joaquín Fernández de Lizardi

 

 

 

I

 

Comienza Periquillo escribiendo el motivo que tuvo para dejar a sus hijos estos cuadernos, y da razón de sus padres, patria, nacimiento y demás ocurrencias de su infancia

 

Postrado en una cama muchos meses hace, batallando con los médicos y enfermedades, y esperando con resignación el día en que, cumplido el orden de la divina Providencia, hayáis de cerrar mis ojos, queridos hijos míos, he pensado dejaros escritos los nada raros sucesos de mi vida, para que os sepáis guardar y precaver de muchos de los peligros que amenazan y aún lastiman al hombre en el discurso de sus días.

 

No creáis que la lectura de mi vida os será demasiado fastidiosa, pues como yo sé bien que la variedad deleita el entendimiento, procuraré evitar aquella monotonía o igualdad de estilo, que regularmente enfada a los lectores.

 

Ya leeréis en mis discursos retazos de erudición y rasgos de elocuencia; y ya veréis seguido un estilo popular mezclado con los refranes y paparruchadas del vulgo.

 

También os prometo que todo esto será sin afectación ni pedantismo, sino según me ocurra a la memoria, de donde pasará luego al papel, cuyo método me parece el más análogo con nuestra natural veleidad.

 

Últimamente, os mando y encargo, que estos cuadernos no salgan de vuestras manos, porque no se hagan el objeto de la maledicencia de los necios o de los inmorales; pero si tenéis la debilidad de prestarlos alguna vez, os suplico no los prestéis a esos señores, ni a las viejas hipócritas, ni a los curas interesables y que saben hacer negocio con sus feligreses vivos y muertos, ni a los médicos y abogados chapuceros, ni a los escribanos, agentes, relatores y procuradores ladrones, ni a los comerciantes usureros, ni a los albaceas herederos, ni a los padres y madres indolentes en la educación de su familia, ni a las beatas necias y supersticiosas, ni a los jueces venales, ni a los corchetes pícaros, ni a los alcaldes tiranos, ni a los poetas y escritores remendones como yo, ni a los oficiales de la guerra y soldados fanfarrones hazañeros, ni a los ricos avaros, necios, soberbios y tiranos de los hombres, ni a los pobres que lo son por flojera, inutilidad o mala conducta, ni a los mendigos fingidos; ni los prestéis tampoco a las muchachas que se alquilan, ni a las mozas que se corren, ni a las viejas que se afeitan ni..., pero va larga esta lista.

 

Por tanto, o leed para vosotros solos mis cuadernos, o en caso de prestarlos sea únicamente a los verdaderos hombres de bien, pues éstos, aunque como frágiles yerren o hayan errado, conocerán el peso de la verdad sin darse por agraviados, advirtiendo que no hablo con ninguno determinadamente, sino con todos los que traspasan los límites de la justicia; mas a los primeros (si al fin leyeren mi obra), cuando se incomoden o se burlen de ella, podréis decirles, con satisfacción de que quedarán corridos: ¿De qué te alteras? ¿Qué mofas, si con distinto nombre de ti habla la vida de este hombre desarreglado?

 

 

Mi patria, padres, nacimiento y primera educación

 

Nací en México, capital de la América Septentrional, en la Nueva España. Ningunos elogios serían bastantes en mi boca para dedicarlos a mi cara patria; pero, por serlo, ningunos más sospechosos. Los que la habitan y los extranjeros que la han visto pueden hacer su panegírico más creíble, y así dejando la descripción de México para los curiosos imparciales, digo: que nací en esta rica y populosa ciudad por los años de 1771 a 73, de unos padres no opulentos, pero no constituidos en la miseria; al mismo tiempo que eran de una limpia sangre, la hacían lucir y conocer por su virtud. ¡Oh, si siempre los hijos siguieran constantemente los buenos ejemplos de sus padres!

 

Luego que nací, después de las lavadas y demás diligencias de aquella hora, mis tías, mis abuelas y otras viejas del antiguo cuño querían amarrarme las manos, y fajarme o liarme como un cohete, alegando que si me las dejaban sueltas, estaba yo propenso a espantarme, a ser muy manilargo.

 

¡Válgame Dios, cuánto tuvo mi padre que batallar con las preocupaciones de las benditas viejas! ¡Cuánta saliva no gastó para hacerles ver que era una quimera y un absurdo pernicioso el liar y atar las manos a las criaturas! ¡Y qué trabajo no le costó persuadir a estas ancianas inocentes a que el azabache, el hueso, la piedra, ni otros amuletos de ésta ni ninguna clase, no tienen virtud alguna contra el aire, rabia, mal de ojos, y semejantes faramallas!

 

Tenían los pobres viejos menos conocimiento del mundo que el que yo he adquirido, pues tengo muy profunda experiencia de que los más de los padrinos no saben las obligaciones que contraen respecto a los ahijados, y así creen que hacen mucho con darles medio real cuando los ven, y si sus padres mueren, se acuerdan de ellos como si nunca los hubieran visto. Bien es verdad que hay algunos padrinos que cumplen con su obligación exactamente, y aun se anticipan a sus propios padres en proteger y educar a sus ahijados. ¡Gloria eterna a semejantes padrinos!

 

En efecto, los míos, ricos, me sirvieron tanto como si jamás me hubieran visto; bastante motivo para que no me vuelva a acordar de ellos.

 

Bautizáronme, por fin, y pusiéronme por nombre Pedro, llevando después, como es uso, el apellido de mi padre, que era Sarmiento.

 

Mi madre era bonita, y mi padre la amaba con extremo; con esto y con la persuasión de mis discretas tías, se determinó nemine discrepante (de manera unánime), a darme nodriza, o chichigua como acá decimos.

 

¡Ay, hijos! Si os casaréis algún día y tuvieres sucesión, no la encomendéis a los cuidados mercenarios de esta clase de gentes.

 

¡Ah! Si estas pobres criaturas de quienes hablo tuvieran sindéresis, al instante que se vieran las inocentes abandonadas de sus madres, cómo dirían llenas de dolor y entusiasmo: Mujeres crueles, ¿por qué, tenéis el descaro y la insolencia de llamaros madres? ¿Conocéis acaso, la alta dignidad de una madre? ¿Sabéis las señales que la caracterizan? ¿Habéis atendido alguna vez a los afanes que le cuesta a una gallina la conservación de sus pollitos? ¡Ah! No. Vosotras nos concebisteis por apetito, nos paristeis por necesidad, nos llamáis hijos por costumbre, nos acariciáis tal cual vez por cumplimiento, y nos abandonáis por un demasiado amor propio o por una execrable lujuria.

 

Quedé, pues, encomendado al cuidado o descuido de mi chichigua, quien seguramente carecía de buen natural, esto es de un espíritu bien formado.

 

Si las madres advirtieran, a lo menos, estas resultas de su abandono, quizá no fueran tan indolentes con sus hijos.

 

No sólo consiguieron mis padres hacerme un mal genio con su abandono, sino también enfermizo con su cuidado. Mis nodrizas comenzaron a debilitar mi salud, y hacerme resabido, soberbio e impertinente con sus desarreglos y descuidos, y mis padres la acabaron de destruir con su prolijo y mal entendido cuidado y cariño; porque luego que me quitaron el pecho, que no costó poco trabajo, se trató de criarme demasiado regalón y delicado, pero siempre sin dirección ni tino.

 

Bastaba que yo manifestara deseo de alguna cosa, para que mi madre hiciera por ponérmela en las manos, aunque fuera injustamente.

 

Si alguna criada me incomodaba, hacía mi madre que la castigaba, como para satisfacerme, y esto no era otra cosa que enseñarme a ser soberbio y vengativo.

 

Me daban de comer cuanto quería, indistintamente a todas horas, sin orden ni regla en la cantidad y calidad de los alimentos, y con tan bonito método lograron verme dentro de pocos meses cursiento, barrigón y descolorido.

 

Yo, a más de esto, dormía hasta las quinientas y cuando me despertaban, me vestían y envolvían como un tamal de pies a cabeza; de manera que según me contaron, yo jamás me levantaba de la cama sin zapatos, ni salía del jonuco sin la cabeza entrapajada.

 

De esta suerte fue mi primera educación física: ¿y qué podía resultar de la observancia de tantas preocupaciones juntas, sino el criarme demasiado débil y enfermizo? Como jamás, o pocas veces, me franqueaban el aire, ni mi cuerpo estaba acostumbrado a recibir sus saludables impresiones, al menor descuido las extrañaba mi naturaleza, y ya a los dos o tres años padecía catarros constipados con frecuencia, lo que me hizo medio raquítico.

 

Otra candidez tuvo la pobrecita de mi madre, y fue llenarme la fantasía de cocos, viejos y macacos, con cuyos extravagantes nombres me intimidaba cuando estaba enojada y yo no quería callar, dormir o cosa semejante. Esta corruptela me formó un espíritu cobarde y afeminado, de manera que aún ya de ocho o diez años, yo no podía oír un ruidito a medianoche sin espantarme, ni ver un bulto que no distinguiera, ni un entierro, ni entrar en un cuarto oscuro, porque todo me llenaba de pavor; y aunque no creía entonces en el coco, pero sí estaba persuadido de que los muertos se aparecían a los vivos cada rato, que los diablos salían a rasguñamos y apretamos el pescuezo con la cola cada vez que estaban para ello, que había bultos que se nos echaban encima, que andaban las ánimas en pena mendigando nuestros sufragios, y creía otras majaderías de esta clase más que los artículos de la fe. ¡Gracias a un puñado de viejas necias que, o ya en clase de criadas o de visitas, procuraban entretener al niño con cuentos de sus espantos, visiones y apariciones intolerables! ¡Ah, qué daño me hicieron estas viejas! ¡De cuántas supersticiones llenaron mi cabeza!

 

Mi padre era, como he dicho, un hombre muy juicioso y muy prudente; siempre se incomodaba con estas boberías; era demasiadamente opuesto a ellas; pero amaba a mi madre con extremo, y este excesivo amor era causa de que por no darle pesadumbre, sufriera y tolerara, a su pesar, casi todas sus extravagantes ideas, y permitiera, sin mala intención, que mi madre y mis tías se conjuraran en mi daño.

 

Finalmente, así viví en mí casa los seis años primeros que vi el mundo. Es decir, viví como un mero animal, sin saber lo que me importaba saber y no ignorando mucho de lo que me convenía ignorar.

 

Llegó, por fin, el plazo de separarme de casa por algunos ratos; quiero decir, me pusieron en la escuela, y en ella ni logré saber lo que debía, y supe, como siempre, lo que nunca había de haber sabido, y todo esto por la irreflexiva disposición de mi querida madre; pero los acontecimientos de esta época, os los escribiré en el capítulo siguiente.

 

 

Fuente: http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/literatura/periquillo/1_1.html



--
La libertad no hace felices a los humanos..., simplemente los hace humanos.

--
Has recibido este mensaje porque estás suscrito al grupo "Francia" de Grupos de Google.
Para publicar una entrada en este grupo, envía un correo electrónico a francia@googlegroups.com.
Para anular tu suscripción a este grupo, envía un correo electrónico a francia+unsubscribe@googlegroups.com
Para tener acceso a más opciones, visita el grupo en http://groups.google.com/group/francia?hl=es.

0 comentarios:

Publicar un comentario