Un saludo de su amigo Sören Garza (soy hombre), desde México.
El mundo y sus demonios. Carl Sagan
Yo fui niño en una época de esperanza. Quise ser científico desde mis primeros días de escuela. El momento en que cristalizó mi deseo llegó cuando capté por primera vez que las estrellas eran soles poderosos, cuando constaté lo increíblemente lejos que debían de estar para aparecer como simples puntos de luz en el cielo. No estoy seguro de que entonces supiera siquiera el significado de la palabra «ciencia», pero de alguna manera quería sumergirme en toda su grandeza. Me llamaba la atención el esplendor del universo, me fascinaba la perspectiva de comprender cómo funcionan realmente las cosas, de ayudar a descubrir misterios profundos, de explorar nuevos mundos... quizá incluso literalmente. He tenido la suerte de haber podido realizar este sueño al menos en parte. Para mí, el romanticismo de la ciencia sigue siendo tan atractivo y nuevo como lo fuera aquel día, hace más de medio siglo, que me enseñaron las maravillas de la Feria Mundial de 1939.
Popularizar la ciencia —intentar hacer accesibles sus métodos y descubrimientos a los no científicos— es algo que viene a continuación, de manera natural e inmediata. No explicar la ciencia me parece perverso. Cuando uno se enamora, quiere contarlo al mundo. Este libro es una declaración personal que refleja mi relación de amor de toda la vida con la ciencia.
Pero hay otra razón: la ciencia es más que un cuerpo de conocimiento, es una manera de pensar. Preveo cómo será la América de la época de mis hijos o nietos: Estados Unidos será una economía de servicio e información; casi todas las industrias manufactureras clave se habrán desplazado a otros países; los temibles poderes tecnológicos estarán en manos de unos pocos y nadie que represente el interés público se podrá acercar siquiera a los asuntos importantes; la gente habrá perdido la capacidad de establecer sus prioridades o de cuestionar con conocimiento a los que ejercen la autoridad; nosotros, aferrados a nuestros cristales y consultando nerviosos nuestros horóscopos, con las facultades críticas en declive, incapaces de discernir entre lo que nos hace sentir bien y lo que es cierto, nos iremos deslizando, casi sin darnos cuenta, en la superstición y la oscuridad.
La caída en la estupidez de Norteamérica se hace evidente principalmente en la lenta decadencia del contenido de los medios de comunicación, de enorme influencia, la programación de nivel ínfimo, las crédulas presentaciones de pseudociencia y superstición, pero sobre todo en una especie de celebración de la ignorancia. En estos momentos, la película en vídeo que más se alquila en Estados Unidos es Dumb and Dumber. Beavis y Buttheadi siguen siendo populares (e influyentes) entre los jóvenes espectadores de televisión. La moraleja más clara es que el estudio y el conocimiento —no sólo de la ciencia, sino de cualquier cosa— son prescindibles, incluso indeseables.
Hemos preparado una civilización global en la que los elementos más cruciales —el transporte, las comunicaciones y todas las demás industrias; la agricultura, la medicina, la educación, el ocio, la protección del medio ambiente, e incluso la institución democrática clave de las elecciones— dependen profundamente de la ciencia y la tecnología. También hemos dispuesto las cosas de modo que nadie entienda la ciencia y la tecnología.
Eso es una garantía de desastre. Podríamos seguir así una temporada pero, antes o después, esta mezcla combustible de ignorancia y poder nos explotará en la cara.
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La libertad no hace felices a los humanos..., simplemente los hace humanos.
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