Un saludo de su amigo Sören Garza, desde México.
Beowulf
Capítulo I
Grendel, el derramador de sangre
Como todos los días, Hrothgar bajó de su habitación al amanecer para reunirse en la sala del Herot con sus invitados. Mientras desayunaba, Wulfgar, su heraldo, se acercó y le dijo:
—Mi señor, ha desaparecido uno de tus guerreros
—¿Como puede ser?
—Nadie lo sabe, mi rey
—¿Y por qué ha desaparecido?.
—Tampoco se sabe
El monarca consultó con Esker, el mejor de sus caballeros, pero tampoco él sabía los motivos de la fuga. El guerrero había huido durante la noche, sin dejar ningún rastro.
Hrothgar estaba asombrado. ¿Por qué habría de escapar uno de mis guerreros?. No tenía razones —se decía a si mismo— Era un hombre muy rico. ¡Qué extraño que decidiera marcharse!
Tres días después, a la mañana temprano, Wulfgar volvió y le dijo:
—Cuatro de tus guerreros han desaparecido anoche.
—¿Otra vez? ¿Cómo ha sucedido?
—Nadie lo sabe, señor
—¿Y por qué han desaparecido?
—Tampoco se sabe. Pero puedo decirte que esta vez sí han dejado rastros. Hemos encontrado manchas de sangre en el piso de tu palacio.
Hrothgar mandó a llamar inmediatamente a Esker. Le ordenó que revisara el palacio entero y el bosque que lo rodeaba, cada milla, cada pulgada. El guerrero reunió a las huestes armadas con escudos y espadas de gran filo. No hubo sitio que no revisaran minuciosamente. Pero no encontraron nada.
El monarca comenzó a dudar de que los guerreros se hubieran ido por propia voluntad. Algo les debía haber sucedido, aunque ignoraba qué. Consultó con su consejo de sabios, pero no obtuvo una respuesta satisfactoria. Suponían que algún enemigo los había secuestrado, pero no había rastros de extranjeros en el palacio ni en las cercanías.
Otros guerreros daneses desaparecieron las noches siguientes. Todo ocurría cuando la nieve era cubierta por el negro de las sombras. Al amanecer, el heraldo le comunicaba al rey lo que había sucedido. Cada mañana, Hrothgar bajaba preocupado de su alcoba. Cuando veía que Wulfgar se le acercaba, ya sabía lo que venía a decirle.
Durante la tarde, mientras compartían su estancia en el palacio, todos hablaban de las desapariciones nocturnas. El rey de los daneses recordó algunos relatos que circulaban por su reino. Nunca hasta ese momento les había prestado atención, pues creía que se trataba sólo de leyendas. La gente del pueblo aseguraba que existían dos grandes espíritus, seres malignos que siempre rondaban en torno a una ciénaga. Uno tenía el aspecto de una hembra, mientras que el otro vagaba en forma de hombre y su tamaño era mayor. Lo llamaban Gréndel. Ambos merodeaban oscuras loberas y riscos inhóspitos.
Cuando el cielo comenzó a enrojecer de a poco y el sol ya había dejado de entibiar la nieve, el rey se retiró a dormir. La fiesta había terminado. Los caballeros cerraron las puertas y ventanas del palacio para que el frío no entrara en la sala y se acomodaron sobre las mantas para dormir. Esker montó guardia con dos guerreros fuera del palacio.
Mientras esto sucedía en el Herot, una criatura oscura y repugnante marchaba hacia allí, como todas las noches.
Grendel vivía en las grutas y en los fangales donde el agua de lluvia se estancaba. Era un antiguo descendiente de Caín, que aborrecía a todo ser que no fuera como él. Se desplazó con sus torpes movimientos hasta acercarse al Herot. Desde los lindes del bosque, observó la mansión. El ruido de la música que tanto lo atormentaba había cesado.
Ni Esker ni sus compañeros pudieron verlo cuando entró al palacio, pues lo rodeaba una espesa tiniebla que desdibujaba sus formas. Los gritos llegaron a oídos de la guardia cuando ya era tarde. Esker alcanzó a divisar a lo lejos la silueta del ogro que se internaba en el bosque con los guerreros atrapados en las garras. Grendel logró escapar arrastrando a su ciénaga a los quince hombres que estaban dentro del Herot. Los que no creían en la existencia del monstruo, desde ese día le temieron.
Al amanecer, el palacio estaba envuelto en llanto. Los gritos se expandían por la comarca a medida que la historia iba recorriendo las casas. No fue necesario que el heraldo le comunicara la noticia al rey. Hrothgar supo qué había pasado apenas escuchó el primer lamento. Todo su reino era una tragedia. Tampoco él había creído hasta ese día en la leyenda de las dos criaturas.
Desde esa noche, el ogro no les dio tregua, había probado la carne humana y ya ningún otro alimento lo satisfacía. Esperaba ansiosamente la caída del sol para ir en busca de sus presas.
Hrothgar observaba cada noche cómo sus guerreros abandonaban el Herot, huyendo de la furia del monstruo que acechaba en la oscuridad. Buscaban un lecho seguro, en algún sitio apartado, a salvo del peligro. El rey se cercioraba que nadie quedara en la sala antes de retirarse. Las noches de luna, una tenue luz penetraba por los ventanales más altos y recorría el desolado palacio. No existía sitio más desierto.
Doce años duró el asedio de Grendel y su historia se difundió en aquel tiempo por tierras extranjeras. Se decía que todas las riquezas de Dinamarca no bastaban para saciar al ogro que habitaba en una ciénaga maldita, escondida en las sombras. Sin embargo, nadie podía describirlo, pues aquel que lo hubiera visto no había sobrevivido.
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La libertad no hace felices a los humanos..., simplemente los hace humanos.
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