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miércoles, 30 de diciembre de 2015

¡Feliz Año Nuevo!

¡Feliz Año Nuevo!
Ha sido un gran privilegio estar con ustedes. Un gran abrazo para todos.








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La libertad no hace felices a los humanos..., simplemente los hace humanos.

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viernes, 25 de diciembre de 2015

Re: Felicidades

Me da mucho gusto saludarte, amiga. Otro abrazo para ti.

El 25 de diciembre de 2015, 00:36, Marielos Segura<marielossf@gmail.com> escribió:

Que el año que esta por finalizar haya sido un año de logros y hoy que estamos celebrando la  navidad  , estemos llenos de ilusión ; comprension y amor al projimo. .Feliz Navidad .desde Costa Rica y un fuerte abrazo a Soren que tanta información nos ha dado de muchos temas.

El 24/12/2015 20:30, "Angie C" <angie200705@gmail.com> escribió:
Gracias Sören, igualmente para ti y los tuyos.​

El 24 de diciembre de 2015, 14:26, Sören Garza<srengarza@gmail.com> escribió:
¡Feliz Navidad para todos!





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Re: Felicidades

Gracias Angie, otro abrazo. Que estés bien.

El 24 de diciembre de 2015, 20:30, Angie C<angie200705@gmail.com> escribió:
Gracias Sören, igualmente para ti y los tuyos.​

El 24 de diciembre de 2015, 14:26, Sören Garza<srengarza@gmail.com> escribió:
¡Feliz Navidad para todos!





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jueves, 24 de diciembre de 2015

Re: Felicidades

Que el año que esta por finalizar haya sido un año de logros y hoy que estamos celebrando la  navidad  , estemos llenos de ilusión ; comprension y amor al projimo. .Feliz Navidad .desde Costa Rica y un fuerte abrazo a Soren que tanta información nos ha dado de muchos temas.

El 24/12/2015 20:30, "Angie C" <angie200705@gmail.com> escribió:
Gracias Sören, igualmente para ti y los tuyos.​

El 24 de diciembre de 2015, 14:26, Sören Garza<srengarza@gmail.com> escribió:
¡Feliz Navidad para todos!





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Re: Felicidades

Gracias Sören, igualmente para ti y los tuyos.​

El 24 de diciembre de 2015, 14:26, Sören Garza<srengarza@gmail.com> escribió:
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Felicidades

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lunes, 14 de diciembre de 2015

''El primer milagro'', José Martínez Ruiz, ''Azorín''. Cuento

 

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

 

El primer milagro

José Martínez Ruíz, "Azorín"

 

 

 

La tarde va declinando; se filtran los postreros destellos de sol por el angosto ventanito del sótano. Todo está en silencio. Las manos del anciano van removiendo, como si fuera una blanda masa, el montón de monedas de oro, relucientes, que está sobre la mesa. El anciano tiene una larga barba entrecana; los ojos aparecen hundidos. Los últimos fulgores del sol van desapareciendo; por el tragaluz ya sólo se escurre una débil y difusa claridad. Las monedas vuelven a la recia y sólida arca.

 

El anciano cierra la puerta con un cerrojo, con dos, con una armella, con unas barras de hierro, y luego asciende, lento, por la angosta escalerita. Ya está en la casa. La casa se levanta en un extremo del pueblo; se halla rodeada de extenso vergel, y tiene, a un lado, una accesoria para labriegos y servidumbre. El anciano camina lentamente por la casa; su índice —el de la mano derecha— pasa y repta sobre la curvada nariz. Al pasar por un corredor ha visto el viejo una puerta abierta; esta puerta ha mandado él que esté siempre cerrada. Se detiene un momento el viejo; da una voz de pronto; le enardece la cólera; acude un criado; el viejo impropera al criado, se acerca a él, le grita en su propia cara. Tiembla el pobre servidor, y prorrumpe en palabras de excusa. Y el viejecito de la barba larga prosigue su camino. De pronto se detiene otra vez; ha visto sobre un mueble unas migajas de pan. La cosa es insólita. No puede creer el anciano lo que ven sus ojos. Llegarán, por este camino, a dispersar, destruir su hacienda. Han estado aquí, sin duda, comiendo pan -pan salido, indudablemente, de la despensa-, y han dejado caer unas migajas. Y ahora su cólera es terrible. La casa se hunde a gritos; la mujer del viejo, los hijos, los criados, todos, todos, le rodean suspensos, temblorosos, mohinos, tristes. Y el viejo prosigue con sus gritos, con sus denuestos, con sus improperios, con sus injurias.

 

La hora de cenar ha llegado. Antes ha conversado el anciano con los cachicanes que llegan todas las noches de las heredades cercanas. Todos han de darle cuenta —cuenta menudísima, detallada— de la jornada diaria. No puede acostarse ningún día el viejo sin que sepa, concretamente, en qué se ha gastado el más pequeño dinero y qué es lo que han hecho, minuto por minuto, todos sus servidores. La relación de los labrantines se desliza entreverada por los gritos y denuestos del anciano. Y todos sienten ante él un profundo pavor.

 

El pastor se ha retrasado un poco esta noche. El pastor regresa de los prados próximos al pueblo, todas las noches, poco antes de sentarse a la mesa el anciano. El pastor apacienta una punta de cabras y un hatillo de carneros. Cuando llega, después de la jornada, por la noche, encierra su ganado en una corraliza del huerto y se presenta al amo para dar cuenta de la jornada del día. El anciano, un poco impaciente, se ha sentado a la mesa. Le intriga la tardanza del pastor. La cosa es verdaderamente extraña. A un criado que tarda en traerle una vianda —retraso de un minuto—, el anciano le grita desaforadamente. El criado se desconcierta; un plato cae al suelo; la mujer y los hijos del viejo se muestran despavoridos; sin duda, ante esta catástrofe —la caída de un plato—, la casa se va a venir abajo con el vociferar colérico, iracundo, tempestuoso, del viejo. Y, en efecto, media hora dura la terrible cólera del anciano. El pastor aparece en la puerta; trae cara de quien va a ser ajusticiado; en mal momento va a dar cuenta de su misión del día.

 

—¿Ocurre alguna novedad? —pregunta el viejo al pastor.

 

El pastor tarda un instante en responder; con el sombrero en la mano, mira absorto, indeciso, al señor.

 

—Ocurrir, como ocurrir —dice al cabo—, no ocurre nada…

—Cuando tú hablas de eso modo es que ha ocurrido algo…

—Ocurrir, como ocurrir… —repite el pastor dando vueltas entre las manos al sombrero.

—¡Sois unos idiotas, mentecatos, estúpidos! ¿No sabéis hablar? ¿No tienes lengua? Habla, habla…

 

Y el pastor, trémulo, habla. No ocurre novedad, no ha sucedido nada durante el día. Los carneros y las cabras han pastado, como siempre, en los prados de los alrededores. Los carneros y las cabras siguen perfectamente; han pastado bien; si, han pastado como todos los días… El viejo se impacienta.

 

—¡Pero, idiota, acabarás de hablar! —grita colérico.

 

Y el pastor dice, repite, torna a repetir que no ha ocurrido nada. No ha ocurrido nada; pero en el establo que se halla a la salida del pueblo, junto a la era —establo y era propiedad del señor—, ha visto, cuando regresaba el pastor a casa, una cosa que no había visto antes. Ha visto que dentro del establo había gente.

 

El viejo, al escuchar esas palabras, da un salto. No puede contenerse; se levanta, se acerca al pastor y le grita:

 

—¿Gente en el establo? ¿El establo que está junto a la era? Pero…, pero ¿es que no se respeta ya la propiedad? ¿Es que os habéis propuesto arruinarme todos?

 

El establo son cuatro paredillas ruinosas; la puerta —de madera carcomida, desvencijada— puede abrirse con facilidad; una ventanita, abierta en la pared del fondo, da a la era. Ha entrado gente en el establo; se han instalado allí; pasarán allí la noche; tal vez estén viviendo allí desde hace días. Y todo esto en la propiedad, en la sagrada propiedad del viejo. Y sin pedirle a el permiso. Ahora la tormenta de cólera es tan grande, más grande, más estruendosa que antes. Sí, sí; indudablemente todos se han propuesto arruinar al pobre anciano; todos, descuidados, manirrotos, sin parar atención en la hacienda, se han propuesto que este anciano acabe en la pobreza, en la miseria. El caso de ahora es terrible; no se ha visto nunca cosa semejante; nunca ha entrado nadie en una propiedad —casa o tierra— de este viejo señor. Y el viejo señor, ante hecho tan peregrino, estupendo, decide ir él mismo a comprobar el desafuero, a remediarlo, a echar del establo a esos vagabundos.

 

—¿Qué gente era? —le pregunta al pastor

—Pues eran…, pues eran —replica titubeante el pastor— pues era un hombre y una mujer.

—¿Un hombre y una mujer? Pues ahora veréis.

 

Y el viejo de la larga barba ha cogido su sombrero, ha empuñado el bastón y se ha puesto en camino hacia la era próxima al pueblo.

 

La noche es clara, límpida, diáfana; brillan —como las moneditas de oro antes— las estrellitas en el cielo. Todo está sosegado; el silencio es grato, profundo. El anciano va caminando solo, nerviosamente, vibrando de cólera. Da fuertes golpazos con el callado en el suelo. La silueta del establo ante la blancura de la era, se percibe a lo lejos, sobre el cielo de un azul oscuro. Ya va llegando el anciano a las paredillas ruinosas. La puerta está cerrada. La mano del viejo pasa y repasa por la luenga barba. No quiere el viejo penetrar de pronto por la puerta. Se detiene un momento, y luego, despacito, se va acercando a la ventanita que da a la era. Se ve dentro un vivo resplandor. El anciano va a aplicar su cara hacia la ventana. Y sus ojuelos vivarachos están cerca del angosto hueco. La mirada del anciano penetra en lo interior. Y, de repente, el viejo lanza un grito, un grito que se esfuerza, un segundo después, por reprimir. La sorpresa ha paralizado los movimientos del anciano. A la sorpresa sucede la admiración, a la admiración, la estupefacción profunda. Todo el cuerpo del anciano está clavado junto a la pared con sólida inmovilidad. La respiración del viejo es anhelosa. Jamás ha visto el viejo lo que ha visto ahora; esto que el anciano contempla no lo han contemplado, sin duda, nunca ojos humanos. No se aparta la mirada del viejo del interior del establo. Pasan los minutos, pasan las horas insensiblemente. El espectáculo es maravilloso, sorprendente. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya? ¿Cómo medir el tiempo ante tan peregrino espectáculo? Tiene la sensación el anciano de que han pasado muchas horas, muchos días, muchos años… El tiempo no es nada al lado de esta maravilla, única en la tierra.

 

Regresaba lentamente, absorto, meditativo, el vino a su casa de la ciudad. Han tardado en abrirle la puerta, y él no ha dicho nada. Dentro de la casa, una criada ha dejado caer la vela cuando iba alumbrándole, y él no ha tenido ni la más leve palabra de reproche. Con la cabeza baja, reconcentrado, iba andando por los corredores como un fantasma. Su mujer, que le ha recibido en una sala, al hacer un movimiento brusco, ha derribado un mueble; han caído al suelo unas figuritas, y se han roto. El anciano no ha dicho nada. La sorpresa ha paralizado a la esposa del caballero. La sorpresa, el asombro ante la insólita mansedumbre del viejo ha sobrecogido a todos. El anciano, encerrado en un profundo mutismo, se ha sentado en un sillón. Sentado, ha dejado caer la cabeza sobre el pecho, ha estado meditando un largo rato. Le han llamado después —como se llama a un durmiente—, y él, con mansedumbre, con bondad, dócilmente cual un niño, se ha dejado llevar hasta la cama y ha consentido que le fueran desnudando. Y a la mañana siguiente, el viejo ha continuado silencioso, absorto; a unos pobres que han llamado a la puerta les ha entregado un puñado de monedas de plata. De su boca no sale ni la más leve palabra de cólera. La estupefacción es profunda en todos. De un monstruo se ha trocado en un niño el viejo señor. Su mujer, los hijos, están alarmados; no pueden imaginar tal cambio; algo grave debe de ocurrirle al viejo; durante su paseo, por la noche, a la era, al establo, algo ha debido de ocurrirle. Esta mansedumbre de ahora es acaso más terrible que las cóleras de antes; acaso pueda ser anuncio este abatimiento de algún grave mal. Todos miran, observan, examinan al anciano en silencio, recelosos, inquietos. No se deciden a interrogarle; él se obstina en su mutismo. Y la mujer, al cabo, dulcemente, con precauciones, interroga al anciano. El coloquio es largo, prolijo; el viejo no accede a revelar su secreto. Y al cabo, tras el mucho porfiar, con dulzura, de la mujer ha puesto, para hablar, para hacer la revelación suprema, sus labios. El asombro se pinta en la cara de la esposa.

 

—¡Tres reyes y un niño! —exclama sin poder contenerse.

 

Y el anciano le indica que calle, poniéndose el índice de través en la boca. Sí, sí, la mujer callará. Callará, pero pensará siempre lo que está pensando ahora. No sabe la buena señora qué es peor, si lo de antes —la cólera de antes— o esta locura, sí, locura, de ahora. ¡Tres reyes en un establo y un niño! Evidentemente; durante su paseo nocturno debió de ocurrirle algo al anciano. Poco a poco se difunde por la casa la noticia de que la mujer del anciano conoce el secreto de éste; preguntan los hijos a la madre; la madre se resiste a hablar; al cabo, pegando la boca al oído de la hija, revela el secreto del padre. Y la exclamación no se hace esperar.

 

—¡Qué locura! ¡Pobre!

 

La servidumbre se enteran de que los hijos conocen la causa del mutismo del señor; no se atreven, por lo pronto, a interrogar a los hijos; al cabo, una sirvienta anciana, que lleva en la casa treinta años, pregunta a la hija. Y la hija, poniendo sus labios a la par del oído de la anciana, le dice unas palabras.

 

—¡Oh, qué locura! ¡Pobre, pobre señor! —exclama la vieja.

 

Poco a poco la noticia se ha ido difundiendo por toda la casa. Sí; el señor está loco; padece una singular locura; todos mueven a un lado la cabeza tristemente, compasivamente, cuando hablan del anciano. ¡Tres reyes y un niño en un establo! ¡Pobre señor!

 

Y el viejo de la larga barba, sin impaciencias, sin irritación, sin cóleras, va viendo, en profundo sosiego, cómo pasan los días. A la mansedumbre se junta en su persona la persona la liberalidad. Da de su dinero a los pobres, a los necesitados; tiene palabras dulces para todos, exorables. Y todos en la casa, asombrados, recelosos, entristecidos —sí, entristecidos—, le miran con mirada larga y piadosa. El señor se ha vuelto loco; no puede ser de otra manera. ¡Tres reyes en un estado! La mujer, inquieta, va a buscar a un famoso doctor. Este doctor es un hombre muy sabio; conoce las propiedades de los simples, de las piedras y las plantas. Cuando ha entrado el doctor a la casa le han conducido a presencia del viejo; ha dejado éste hacer al doctor; parecía un niño, un niño dócil y débil. El doctor le ha ido examinando; le interrogaba sobre la vida, sobre sus costumbres, sobre su alimentación. El anciano sonríe con dulzura. Y cuando le ha revelado su secreto al doctor, después de un prolijo interrogatorio, el doctor ha movido la cabeza, asintiendo, como se asiente, para no desazonarlo, a los despropósitos de un loco.

 

—Sí, sí —decía el doctor—. Sí, sí; es posible. Sí, sí; tres reyes y un niño en un establo.

 

Y otra vez tornaba a mover la cabeza. Y cuando se han despedido, en el zaguán, a la mujer del anciano, que le interrogaba ansiosamente, ha dicho:

 

—Locura pacífica, sí; una locura pacífica. Nada de peligro; ningún cuidado. Loco, sí, pero pacífico.

—Esperemos…

 

 

 

Fuente:

 

http://albalearning.com/audiolibros/azorin/primer.html

 


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domingo, 6 de diciembre de 2015

''Navidad en los Andes'', Ciro Alegría. Cuento

 

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

Navidad en los Andes

Ciro Alegría

 

 

 

Marcabal Grande, hacienda de mi familia, queda en una de las postreras estribaciones de los Andes, lindando con el río Marañon. Compónenla cerros enhiestos y valles profundos. Las frías alturas azulean de rocas desnudas. Las faldas y llanadas propicias verdean de sembríos, donde hay gente que labre, pues lo demás es soledad de naturaleza silvestre. En los valles aroman el café, el cacao y otros cultivos tropicales, a retazos, porque luego triunfa el bosque salvaje. La casa hacienda, antañona construcción de paredes calizas y tejas rojas, álzase en una falda, entre eucaliptos y muros de piedra, acequias espejeantes y un huerto y un jardín y sembrados y pastizales. A unas cuadras de la casa, canta su júbilo de aguas claras una quebrada y a otras tantas, diseña su melancolía de tumbas un panteón. Moteando la amplitud de la tierra, cerca, lejos, humean los bohíos de los peones. El viento, incansable transeúnte andino, es como un mensaje de la inmensidad formada por un tumulto de cerros que hieren el cielo nítido a golpe de roquedales.

 

Cuando era niño, llegaba yo a esa casa cada diciembre durante mis vacaciones. Desmontaba con las espuelas enrojecidas de acicatear al caballo y la cara desollada por la fusta del viento jalquino. Mi madre no acababa de abrazarme. Luego me masajeaba las mejillas y los labios agrietados con manteca de cacao. Mis hermanos y primos miraban las alforjas indagando por juguetes y caramelos. Mis parientes forzudos me levantaban en vilo a guisa de saludo. Mi ama india dejaba resbalar un lagrimón. Mi padre preguntaba invariablemente al guía indio que me acompañó si nos había ido bien en el camino y el indio respondía invariablemente que bien. Indio es un decir, que algunos eran cholos. Recuerdo todavía sus nombres camperos: Juan Bringas, Gaspar Chiguala, Zenón Pincel. Solían añadir, de modo remolón, si sufrimos lluvia, granizada, cansancio de caballos o cualquier accidente. Una vez, la primera respuesta de Gaspar se hizo más notable porque una súbita crecida llevóse un puente y por poco nos arrastra el río al vadearlo. Mi padre regañó entonces a Gaspar:

 

—¿Cómo dices que bien?

 

—Si hemos llegao bien, todo ha estao bien—, fue su apreciación.

 

El hecho era que el hogar andino me recibía con el natural afecto y un conjunto de características a las que podría llamar centenarias y, en algunos casos, milenarias.

 

Mi padre comenzaba pronto a preparar el Nacimiento. En la habitación más espaciosa de la casona, levantaba un armazón de cajones y tablas, ayudado por un carpintero al que decían Gamboyao y nosotros los chicuelos, a quienes la oportunidad de clavar o serruchar nos parecía un privilegio. De hecho lo era, porque ni papá ni Gamboyao tenían mucha confianza en nuestra destreza.

 

Después, mi padre encaminábase hacia alguna zona boscosa, siempre seguido de nosotros los pequeños, que hechos una vocinglera turba, poníamos en fuga a perdices, torcaces, conejos silvestres y otros espantadizos animales del campo. Del monte traíamos musgo, manojos de unas plantas parásitas que crecían como barbas en los troncos, unas pencas llamadas achupallas, ciertas carnosas siemprevivas de la región, ramas de hojas olorosas y extrañas flores granates y anaranjadas. Todo ese mundillo vegetal capturado, tenía la característica de no marchitarse pronto y debía cubrir la armazón de madera. Cumplido el propósito, la amplia habitación olía a bosque recién cortado.

 

Las figuras del Nacimiento eran sacadas entonces de un armario y colocadas en el centro de la armazón cubierta de ramas, plantas y flores. San José, la Virgen y el Niño, con la mula y el buey, no parecían estar en un establo, salvo por el puñado de paja que amarilleaba en el lecho del Niño. Quedaban en medio de una síntesis de selva. Tal se acostumbraba tradicionalmente en Marcabal Grande y toda la región. Ante las imágenes relucía una plataforma de madera desnuda, que oportunamente era cubierta con n mantel bordado, y cuyo objeto ya se verá.

 

En medio de los preparativos, mamá solía decir a mi padre, sonriendo de modo tierno y jubiloso:

 

—José, pero si tú eres ateo...

—Déjame, déjame, Herminia, replicaba mi padre con buen humor—, no me recuerdes eso ahora y... a los chicos les gusta la Navidad...

 

Un ateo no quería herir el alma de los niños. Toda la gente de la región, que hasta ahora lo recuerda, sabía por experiencia que mi padre era un cristiano por las obras y cotidianamente.

 

Por esos días llegaban los indios y cholos colonos a la casa, llevando obsequios, a nosotros los pequeños, a mis padres, a mi abuela Juana, a mis tíos, a quien quisieran elegir entre los patrones. Más regalos recibía mamá. Obsequiábannos gallinas y pavos, lechones y cabritos, frutas y tejidos y cuantas cosillas consideraban buenas. Retornábaseles la atención con telas, pañuelos, rondines, machetes, cuchillas, sal, azúcar... Cierta vez, un indio regalóme un venado de meses que me tuvo deslumbrado durante todas las vacaciones.

 

Por esos días también iban ensayando sus cantos y bailes las llamadas "pastoras", banda de danzantes compuesta por todas las muchachas de la casa y dos mocetones cuyo papel diré luego.

 

El día 24, salido el sol apenas, comenzaba la masacre de animales, hecha por los sirvientes indios. La cocinera Vishe, india también, a la cual nadie le sabía la edad y mandaba en la casa con la autoridad de una antigua institución, pedía refuerzos de asistentes para hacer su oficio. Mi abuela Juana y mamá, con mis tías Carmen y Chana, amasaban buñuelos. Mi padre alineaba las encargadas botellas de pisco y cerveza, y acaso alguna de vino, para quien quisiese. En la despensa hervía roja chicha en cónicas botijas de greda. Del jardín llevábanse rosas y claveles al altar, la sala y todas las habitaciones. Tradicionalmente, en los ramos entremezclábanse los colores rojo y blanco. Todas las gentes y las cosas adquirían un aire de fiesta.

 

Servíase la cena en un comedor tan grande que hacía eco, sobre una larga mesa iluminada por cuatro lámparas que dejaban pasar una suave luz a través de pantallas de cristal esmerilado. Recuerdo el rostro emocionadamente dulce de mi madre, junto a una apacible lámpara. Había en la cena un alegre recogimiento aumentado por la inmensa noche, de grandes estrellas, que comenzaba junto a nuestras puertas. Como que rezaba el viento. Al suave aroma de las flores que cubrían las mesas, se mezclaba la áspera fragancia de los eucaliptos cercanos.

 

Después de la cena pasábamos a la habitación del Nacimiento. Las mujeres se arrodillaban frente al altar y rezaban. Los hombres conversaban a media voz, sentados en gruesas sillas adosadas a las paredes. Los niños, según la orden de cada mamá, rezábamos o conversábamos. No era raro que un chicuelo demasiado alborotador, se lo llamara a rezar como castigo. Así iba pasando el tiempo.

 

De pronto, a lo lejos sonaba un canto que poco a poco avanzaba acercándose. Era un coro de dulces y claras voces. Deteníase junto a la puerta. Las "pastoras" entonaban una salutación, cantada en muchos versos. Recuerdo la suave melodía. Recuerdo algunos versos:

 

En el portal de Belén

hay estrellas, sol y luna;

a Virgen y San José

y el niño que esta en la cuna.

 

Niñito, por qué has nacido

en este pobre portal,

teniendo palacios ricos

donde poderte abrigar...

 

Súbitamente las "pastoras" irrumpían en la habitación, de dos en dos, cantando y bailando a la vez. La música de los versos había cambiado y estos eran más simples.

 

Cuantas muchachas quisieron formar la banda, tanto las blancas hijas de los patrones como las sirvientas indias y cholas, estaban allí confundidas. Todas vestían trajes típicos de vivos colores. Algunas ceñíanse una falda de pliegues precolombina, llamada anaco. Todas llevaban los mismos sombreros blancos adornados con cintas y unas menudas hojas redondas de olor intenso. Todas calzaban zapatillas de cordobán. Había personajes cómicos. Eran los "viejos". Los dos mocetones habíanse disfrazado de tales, simulando jorobas con un bulto de ropas y barbazas con una piel de chivo. Empuñaban cayados. Entre canto y canto, los "viejos" lanzaban algún chiste y bailaban dando saltos cómicos. Las muchachas danzaban con blanda cadencia, ya en parejas o en forma de ronda. De cuando en vez, agitaban claras sonajas. Y todo quería ser una imitación de los pastores que llegaron a Belén, así con esos trajes americanos y los sombreros peruanísimos. El cristianismo hondo estaba en una jubilosa aceptación de la igualdad. No había patrona ni sirvientitas y tampoco razas diferenciadoras esa noche.

 

La banda irrumpía el baile para hacer las ofrendas. Cada "pastora" iba hasta la puerta, donde estaban los cargadores de los regalos y tomaba el que debía entregar. Acercándose al altar, entonaba un canto alusivo a su acción.

 

— Señora Santa Ana,

¿por qué llora el Niño?

—Por una manzana

que se le ha perdido.

 

—No llore por una,

yo le daré dos:

una para el Niño

y otra para vos

 

La muchacha descubríase entonces, caía de rodillas y ponía efectivamente dos manzanas en la plataforma que ya mencionamos. Si quería dejaba más de las enumeradas en el canto. Nadie iba a protestar. Una tras otra iban todas las "pastoras" cantando y haciendo sus ofrendas. Consistían en juguetes, frutas, dulces, café y chocolate, pequeñas cosas bellas hechas a mano. Una nota puramente emocional era dada por la "pastora" más pequeña de la banda. Cantaba:

 

A mi niño Manuelito

todas le trae un don

Yo soy chica y nada tengo,

le traigo mi corazón.

 

La chicuela arrodillábase haciendo con las manos el ademán del caso. Nunca faltaba quien asegurara que la mocita de veras parecía estar arrancándose el corazón para ofrendarlo.

 

Las "pastoras" íbanse entonando otros cantos, en medio de un bailecito mantenido entre vueltas y venias. A poco entraban de nuevo, con los rebozos y sombreros en las manos, sonrientes las caras, a tomar parte en la reunión general.

 

Como habían pasado horas desde la cena, tomábase de la plataforma los alimentos y bebidas ofrendados al Niño Jesús. No se iba a molestar el Niño por eso. Era la costumbre. Cada uno servíase lo que deseaba. A los chicos nos daban además los juguetes. Como es de suponer, las "pastoras" también consumían sus ofrendas. Conversábase entre tanto. Frecuentemente, pedíase a las "pastoras" de mejor voz, que cantaran solas. Algunas accedían. Y entonces todo era silencio, para escuchar a una muchacha erguida, de lucidas trenzas, elevando una voz que era a modo de alta y plácida plegaria.

 

La reunión se disolvía lentamente. Brillaban linternas por los corredores. Me acostaba en mi cama de cedro, pero no dormía. Esperaba ver de nuevo a mamá. Me gustaba ver que mi madre entraba caminando de puntillas y como ya nos habían dado los juguetes, ponía debajo de mi almohada un pañuelo que había bordado con mi nombre. Me conmovía su ternura. Deseaba yo correspondérsela y no le decía que la existencia había empezado a recortarme los sueños. Ella me dejó el pañuelo bordado, tratando de que yo no despertara, durante varios años.

 

 

 

Fuente:

 

http://www.elalmanaque.com/navidad/cuentos_archivos/Navidad%20en%20los%20Andes.htm

 


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