Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.
Amor y desgracia
Florencio María del Castillo
Llena de profunda tristeza concluía la tarde; una capa de nubes blancas y cenicientas ocultaba la faz del cielo; no lucían los rayos vivificantes del sol; la luz era azulada, opaca, como la que pasa a través de un velo, y un viento frío y penetrante levantaba por momentos nubes de polvo, que volvían a caer al instante.
Eran como las cinco y la luz penetraba apenas por una estrecha ventana en la estancia donde deben pasar algunas escenas de la historia presente. Es imposible calcular cuánto influye en nuestra imaginación el carácter del tiempo; una tarde fría y triste como la que describo, hace ver todos los objetos con un tinte indefinible de melancolía; en esas horas es imposible tener el corazón expansivo. Cerca de la ventana, un joven escribía afanosamente sobre una mesa: tenía la frente apoyada sobre la palma de la mano izquierda, mientras que con la derecha trazaba algunas líneas sobre el papel blanco que tenía delante.
Reinaba un profundo silencio, interrumpido tan sólo de vez en cuando por e l rechinido de la pluma o por algún gemido del joven. La luz que penetraba a través de los opacos cristales de la ventana, apenas alcanzaba a iluminar, como e l moribundo resplandor del crepúsculo, la mesa donde el joven escribía, y sus luengos y castaños cabellos, que s e habían desprendido y caían sobre su frente formando un velo que Impedí a ver su s facciones; todo lo demás de la habitación se perdía entre las sombras, y sólo un pequeño espejo colocado en pared opuesta, retrataba parte de la ventana, que por un efecto de óptica parecía una distancia muy grande, aumentándose así, en apariencia, los límites de la habitación .
De pronto, el joven lanzó un gemido más doloroso que los que ante s habían agitado su pecho, y dejó caer con desaliento la pluma; se levantó con las manos en los cabellos y murmuró a media voz:
—¡Es imposible!... ¡No tendrán compasión de mí!...
Luego añadió con más energía:
—¡Quisiera volverme loco!...,¡quisiera morir!...
Volvió a reinar un silencio profundo, que parecía zumbar en los oídos.
—¡Ya es casi de noche —continuó—, y no he podido estudiar un instante! ¿Pero está en mí mano hacerlo cuando todo se conjura contra mí? ¡Dios mío!, tú que lees en los corazones, ¿es acaso un crimen el que yo he cometido?... ¡Oh no!... ¿Podía ver padecer…, ¿podía ver morir sin remedio ni consuelo a ese pobre ángel, y llevar mi probidad hasta conservar intacto ese funesto depósito? ¡Oh!, haberlo hecho así hubiera sido un crimen…, un asesinato, porque los auxilios a tiempo te han salvado… Pero, ¿quién hubiera podido pensar que a tan extremo llegaría la inhumanidad de ese hombre? ¿No le he prometido servir de rodillas si así lo quiere? ¡Seré su esclavo! ¡Le daría mi vida, mi sangre! ¿Tiene corazón de piedra, que no le enternece mi situación? ¡Una prisión!, esa idea me llena de espanto…
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