Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.
Adolfo
Rafael Delgado
I
—¿Quiere usted saber esa historia?... Era un guapo mozo. La última vez que vino a visitarme fue en Navidad, después del baile de la señora de P…, aquel baile de fantasía, suntuoso y brillante como una fiesta de hadas, que tanto dio que hablar a los periódicos y tanto que disparatar en jerga hispano-gálica a los Langostinos de la prensa.
Estuvo sentado en ese sillón, cerca de esta mesa, triste, desalentado como un enfermo. Durante la conversación, si tal nombre merece el hablar con monosílabos, jugaba con este lindo cuchillo de nácar, o se entretenía en hojear una colección de estampas de Goupil.
Era un guapo mozo: distinguido, elegante, un ser mimado de la Fortuna. Me parece que le veo Gallardo cuerpo, frente despejada y hermosa, facciones delicadas, recta y fina nariz; pálido, con la palidez de Byron o de Werther; ojos negros, grandes, rasgados, vivos, llenos de pasión; barba cortada en punta, a la antigua usanza española; bigote retorcido y echado hacia adelante; en fin, algo de "la fatal belleza de un Valois." Además, talento, cultura, juventud y riqueza.
Amado de sus padres, como hijo único, heredero de cuantioso capital, admirado por sus trenes y sus caballos, rodeado siempre de amigos, le envidiaban todos los hombres e interesaba en su favor a todas las mujeres.
¡Qué distinguido cuando se vestía el frac! ¡Qué gentil a caballo, vestido con nuestro elegante traje nacional! ¡Qué regia majestad la suya en el baile de la señora P...! Calzas negras, de seda; jubón y ropilla de terciopelo negro, acuchillado de azul; birretina de luenga pluma, y al cinto una daga milanesa con el puño cuajado de brillantes.
Entró en el salón, alegre, regocijado, feliz, ebrio de vida y de amor; pero después de la media noche, en el cotillón, a la hora del juego de los ramilletes y de la manzana de oro, observé que al estrechar la mano de Enriqueta, la encantadora hija del General A convertida esa noche en una Ofelia "deliciosa y espiritual" —así lo dijo en "El Abanico" el cronista Querubín—, cuando todas las miradas estaban fijas en él, le vi demudarse, temblar, bajar los ojos, y murmurar al oído de su compañera una de esas frases frívolas y vanas, una estupidez de salón, acaso encubridora de pena profunda.
A poco salía de aquella casa para principiar una vida de horribles degradaciones que acabarán por llevarle al sepulcro.
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