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domingo, 28 de junio de 2015

''Leyendas de Guatemala'', Miguel Ángel Asturias

 

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

Leyendas de Guatemala

Miguel Ángel Asturias

 

 

 

 

Guatemala

 

 

La carreta llega al pueblo rodando un paso hoy y otro mañana. En el apeadero, donde se encuentran la calle y el camino, está la primera tienda. Sus dueños son viejos, tienen güegüecho (bocio), han visto espantos, andarines y aparecidos, cuentan milagros y cierran la puerta cuando pasan los húngaros: esos que roban niños, comen caballo, hablan con el diablo y huyen de Dios. La calle se hunde como la hoja de una espada quebrada en el puño de la plaza. La plaza no es grande. La estrecha el marco de sus portales viejos, muy nobles y muy viejos. Las familias principales viven en ella y en las calles contiguas, tienen amistad con el obispo y el alcalde y no se relacionan con los artesanos, salvo, el día del apóstol Santiago, cuando, por sabido se calla, las señoritas sirven el chocolate de los pobres en el Palacio Episcopal.

 

En verano, la arboleda se borra entre las bojas amarillas, los paisajes aparecen desnudos, con claridad de vino viejo, y en invierno, el río crece y se lleva el puente.

 

Como se cuenta en las historias que ahora nadie cree —ni las abuelas ni los niños—, esta ciudad fue construida sobre ciudades enterradas en el centro de América. Para unir las piedras de sus muros la mezcla se amasó con leche. Para señalar su primera huella se enterraron envoltorios de tres dieces de plumas y tres dieces de cañutos de oro en polvo junto a la yerba-mala, atestigua un recio cronicón de linajes; en un palo podrido, saben otros, o bien bajo rimeros de leña o en la montaña de la que surgen fuentes.

 

Existe la creencia de que los árboles respiran el aliento de las personas que habitan las ciudades enterradas, y por eso, costumbre legendaria y familiar, a su sombra se aconsejan los que tienen que resolver casos de conciencia, los enamorados alivian su pena, se orientan los romeros perdidos del camino y reciben inspiración los poetas.

 

Los árboles hechizan la ciudad entera. La tela delgadísima del sueño se puebla de sombras que la hacen temblar. Ronda por Casa-Mata la Tatuana. El Sombrerón recorre los portales de un extremo a otro; salta, rueda, es Satanás de hule. Y asoma por las vegas el Cadejo, que roba mozas de trenzas largas y hace ñudos en las crines de los caballos. Empero, ni una pestaña se mueve en el fondo de la ciudad dormida, ni nada pasa realmente en la carne de las cosas sensibles.

 

El aliento de los árboles aleja las montañas, donde el camino ondula como hilo de humo. Oscurece, sobrenadan naranjas, se percibe el menor eco, tan honda repercusión tiene en el paisaje dormido una hoja que cae o un pájaro que canta, y despierta en el alma el Cuco de los Sueños.

 

El Cuco de los Sueños hace ver una ciudad muy grande —pensamiento claro que todos llevamos dentro—, cien veces más grande que esta ciudad de casas pintaditas en medio de la Rosca de San Blas. Es una ciudad formada de ciudades enterradas, superpuestas, como los pisos de una casa de altos. Piso sobre piso. Ciudad sobre ciudad. ¡Libro de estampas viejas, empastado en piedra con páginas de oro de Indias, de pergaminos españoles y de papel republicano! ¡Cofre que encierra las figuras heladas de una quimera muerta, el oro de las minas y el tesoro de los cabellos blancos de la luna guardados en sortijas de plata! Dentro de esta ciudad de altos se conservan intactas las ciudades antiguas. Por las escaleras suben imágenes de sueño sin dejar huella, sin hacer ruido. De puerta en puerta van cambiando los siglos. En la luz de las ventanas parpadean las sombras. Los fantasmas son las palabras de la eternidad. El Cuco de los Sueños va hilando los cuentos.

 

 

 

Para descargar el libro completo:

 

 

http://biblio3.url.edu.gt/Libros/asturias/leyendas_de_guatemala.pdf

 


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