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domingo, 17 de mayo de 2015

''El manantial'', Ayn Rand. Novela

 

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

El manantial

 Ayn Rand

 

 

 

Primera parte

Peter keating

 

 

Howard Roark se echó a reír.

 

Estaba desnudo, al borde de un risco. Abajo, a mucha distancia, yacía el lago. Las rocas se elevaban hacia el cielo sobre las aguas inmóviles, como una explosión de granito que se hubiese helado en su ascensión. El agua parecía inmutable; la piedra, en movimiento. Pero la piedra tenía la detención que se produce en ese breve momento de la lucha en que los antagonistas se encuentran y los impulsos se detienen en una pausa más dinámica que el movimiento. La piedra relucía bañada por los rayos del sol. El lago era solamente un delgado anillo de acero que cortaba las rocas por la mitad. Las rocas continuaban, inalterables, en la profundidad. Comenzaban y terminaban en el cielo. De manera que el mundo parecía suspendido en el espacio, semejando una isla que flotara en la nada, anclada a los pies del hombre que estaba sobre el risco.

 

Su cuerpo se recortaba contra el cielo. Era un cuerpo de líneas y ángulos largos y rectos, pues cada curva se quebraba en planos. Estaba de pie, rígido, con las manos colgándole a los costados y las palmas vueltas hacia fuera. Tenía la sensación de que sus omóplatos estaban estrechamente juntos, sentía la curva de su cuello y percibía el peso de la sangre en las manos. Sentía el viento atrás, en el hueco de la espina dorsal. El viento agitaba sus cabellos contra el cielo. Su cabello no era rubio ni rojo; tenía el color exacto de las naranjas maduras.

 

Reía de las cosas que le habían ocurrido aquella mañana y de las que después tenía que afrontar. Sabía que los días venideros serían difíciles, que tendría que enfrentarse con varios problemas y preparar un plan de acción. Pero también sabía que no necesitaría pensar, porque todo estaba ya suficientemente claro para él, porque hacía tiempo que había dispuesto el plan y porque necesitaba reírse.

 

Trató de pensar en ello. Pero lo olvidó. Estaba contemplando el granito. Cuando sus ojos se detenían atentamente en el mundo que lo circundaba, no reía. Su rostro era como una ley de la Naturaleza, algo imposible de discutir, alterar o conmover. Tenía pómulos pronunciados que se levantaban sobre las mejillas, hundidas y descarnadas; ojos grises, fríos y fijos; boca despectiva, firmemente cerrada, boca de santo o de verdugo.

 

Miró el granito. "Hay que cortarlo —se dijo— y transformarlo en paredes." Miró un árbol: "Hay que partirlo y transformarlo en cabrias." Contempló una estría de herrumbre de la piedra y pensó en las vetas de hierro que existían debajo del suelo. "Hay que fundirlo en vigas —se dijo—; en vigas que se levanten hasta el cielo."

 

"Estas rocas están aquí para que yo haga uso de ellas —prosiguió diciéndose—. Están esperando el barreno, la dinamita, y que mi voz dé la orden; están esperando que las arranquen, que las corten, que las machaquen, que las rehagan; están esperando la forma que les darán mis manos."

 

Después meneó la cabeza porque recordó lo sucedido por la mañana y pensó en las numerosas cosas que tenía que hacer. Avanzó hacia la orilla, levantó los brazos y se zambulló en el cielo que yacía abajo.

 

Cortó rectamente el lago en dirección a la parte opuesta de la costa, y llegó a las rocas donde había dejado su ropa. Miró con pesadumbre en torno. Durante tres años, desde que vivía en Stanton y siempre que tenía momentos libres, lo que ocurría a menudo, iba allí para pasar el tiempo, para nadar, para descansar, para meditar y sentirse solo y animado. En su nueva libertad, lo primero que deseó fue ir allá, porque sabía que ya no podría volver a hacerlo. Aquella mañana había sido expulsado de la Escuela de Arquitectura del Instituto Tecnológico de Stanton.

 

Se puso la ropa: pantalones viejos de dril ordinario, sandalias, una camisa de manga corta a la que le faltaban casi todos los botones. Descendió por una estrecha senda, entre cantos rodados, hacia un camino que a su vez conducía a la carretera por una verde cuesta.

 

Andaba rápidamente, con movimientos desenvueltos y descuidados. Descendía por el largo camino, bajo el sol. A lo lejos y al frente, en la costa de Massachussets, extendíase Stanton, ciudad pequeña que parecía no tener otra misión que alojar la joya de su existencia; el gran instituto, que se erguía más lejos, sobre una colina.

 

 

 

Para descargar el libro completo:

 

http://www.hacer.org/pdf/Rand00.pdf

 


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La libertad no hace felices a los humanos..., simplemente los hace humanos.

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