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lunes, 16 de marzo de 2015

''Una realidad aparte'', Carlos Castañeda. Novela

 

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

Una realidad aparte. Nuevas conversaciones con don Juan

Carlos Castañeda

 

 

 

Don Juan me dijo una vez que un hombre de conocimiento tiene predilecciones. Le pedí explicar este enunciado.

 

—Mi predilección es ver —dijo.

—¿Qué quiere usted decir con eso?

—Me gusta ver —dijo— porque sólo viendo puede un hombre de conocimiento saber.

—¿Qué clase de cosas ve usted?

—Todo.

—Pero yo también veo todo y no soy un hombre de conocimiento.

—No. Tú no ves.

—Por supuesto que sí,

—Te digo que no.

—¿Por qué dice usted eso, don Juan?

—Tú solamente miras la superficie de las cosas.

—¿Quiere usted decir que todo hombre de conocimiento ve a través de lo que mira?

—No. Eso no es lo que quiero decir. Dije que un hombre de conocimiento tiene sus propias predilecciones; la mía es sencillamente ver y saber; otros hacen otras cosas.

—¿Qué otras cosas, por ejemplo?

—Ahí tienes a Sacateca: es un hombre de conocimiento y su predilección es bailar. Así que él baila y sabe.

—¿Es la predilección de un hombre de conocimiento algo que él hace para saber?

—Sí, pues.

—¿Pero cómo podría el baile ayudar a Sacateca a saber?

—Podríamos decir que Sacateca baila con todo lo que tiene.

—¿Baila como yo bailo? Digo, ¿cómo se baila?

—Digamos que baila como yo veo y no como tú bailas.

—¿También ve como usted ve?

—Sí, pero también baila.

—¿Cómo baila Sacateca?

—Es difícil explicar eso. Es un baile muy especial que usa cuando quiere saber. Pero lo único que te puedo decir es que, a menos que entiendas los modos del que sabe, es imposible hablar de bailar o de ver.

—¿Lo ha visto usted bailar?

—Sí. Pero no todo el que mira su baile puede ver que ésa es su forma especial de saber.

 

 

Yo conocía a Sacateca, o al menos sabía quién era. Nos habían presentado y una vez le invité una cerveza. Se portó con mucha cortesía y me dijo que fuera a su casa con entera libertad en cualquier momento que quisiese. Pensé largo tiempo en visitarlo, pero no se lo dije a don Juan.

 

La tarde del 14 de mayo de 1962, fui a casa de Sacateca; me había dado instrucciones para llegar y no tuve dificultad en hallarla. Estaba en una esquina y tenía una cerca en torno. La verja estaba cerrada. Di la vuelta para ver si podía atisbar el interior de la casa. Parecía desierta.

 

—Don Elías —llamé en voz alta. Las gallinas asustadas, se desparramaron por el patio cacareando con furia. Un perrito se llegó a la cerca. Esperé que me ladrara; en vez de ello, se sentó a mirarme. Grité de nuevo y las gallinas estallaron otra vez en cacareos.

 

Una vieja salió de la casa. Le pedí llamar a don Elías.

 

—No está —dijo.

—¿Dónde puedo hallarlo?

—Está en el campo.

—¿En qué parte del campo?

—No sé. Ven más tarde. Él regresa como a las cinco.

—¿Es usted la mujer de don Elías?

—Sí, soy su mujer —dijo y sonrió.

 

Traté de hacerle preguntas sobre Sacateca, pero se excusó y dijo que no hablaba bien el español. Subí en mi coche y me alejé.

 

Volví a la casa a eso de las seis. Me estacioné ante la verja y grité el nombre de Sacateca. Esta vez salió él de la casa. Encendí mi grabadora, que en su estuche de cuero café parecía una cámara colgada de mi hombro.

 

Sacateca pareció reconocerme.

 

—Ah, eras tú —dijo sonriendo—. ¿Cómo está Juan?

—Muy bien. ¿Pero cómo está usted, don Elías?

 

No respondió. Parecía nervioso. Pese a su gran compostura exterior, sentí que se hallaba disgustado.

 

—¿Te mandó Juan con algún recado?

—No. Vine yo solo.

—¿Y para qué?

 

Su pregunta pareció traicionar su sorpresa genuina.

 

—Nada más quería hablar con usted —dijo, tratando de parecer lo más despreocupado posible—. Don Juan me ha contado cosas maravillosas de usted y me entró la curiosidad y quería hacerle unas cuantas preguntas.

 

Sacateca estaba de pie frente a mí. Su cuerpo era delgado y fuerte. Llevaba camisa y pantalones caqui. Tenía los ojos entrecerrados; parecía adormilado o quizá borracho. Su boca estaba entreabierta y el labio inferior colgaba. Noté su respiración profunda; casi parecía roncar. Se me ocurrió que Sacateca se hallaba sin duda borracho sin medida. Pero esa idea resultaba incongruente, porque apenas unos minutos antes, al salir de su casa, había estado muy alerta y muy consciente de mi presencia.

 

—¿De qué quieres hablar? —dijo por fin.

 

La voz sonaba cansada; era como si las palabras reptaran una tras otra. Me sentí muy incómodo. Era como si su fatiga fuese contagiosa y me jalara.

 

—De nada en particular —respondí—, Nada más vine a que platicáramos como amigos. Usted me invitó una vez a venir a su casa.

—Pues sí, pero esto no es lo mismo.

—¿Por qué no es lo mismo?

—¿Qué no hablas con Juan?

—Sí.

—¿Entonces para qué quieres hablar conmigo?

—Pensé que quizá podría hacerle unas preguntas…

—Pregúntale a Juan, ¿Qué no te está enseñando?

—Sí, pero de todos modos me gustaría preguntarle a usted acerca de lo que don Juan me enseña, y tener su opinión. Así podré saber a qué atenerme.

—¿Para qué andas con esas cosas? ¿No te confías en Juan?

—Sí.

—¿Entonces por qué no le preguntas a él todo lo que quieres saber?

—Sí le pregunto. Y me dice todo. Pero si usted también pudiera hablarme de lo que don Juan me enseña, tal vez yo entendería mejor.

—Juan puede decirte todo. Él es el único que puede. ¿No entiendes eso?

—Sí, pero es que me gusta hablar con gente como usted, don Elías. No todos los días encuentra uno a un hombre de conocimiento.

—Juan es un hombre de conocimiento.

—Lo sé.

—¿Entonces por qué me estás hablando a mí?

—Ya le dije que vine a que habláramos como amigos.

—No, no es cierto. Tú te traes otra cosa.

 

Quise explicarme y no pude sino mascullar incoherencias. Sacateca no dijo nada. Parecía escuchar con atención. Te nía de nuevo los ojos entrecerrados, pero sentí que me escudriñaba. Asintió casi imperceptiblemente. Sus párpados se abrieron de pronto, y vi sus ojos. Parecía mirar más allá de mí. Golpeó despreocupadamente el suelo con la punta de su pie derecho, justo atrás de su talón izquierdo. Tenía las piernas levemente arqueadas, los brazos inertes contra los costados. Luego alzó el brazo derecho; la mano estaba abierta con la palma perpendicular al suelo; los dedos extendidos señalaban en mi dirección. Dejó oscilar la mano un par de veces antes de ponerla al nivel de mi rostro. La mantuvo en esa posición durante un instante y me dijo unas cuantas palabras. Su voz era muy clara, pero las palabras se arrastraban.

 

Tras un momento dejó caer la mano a su costado y permaneció inmóvil, adoptando una posición extraña. Estaba parado en los dedos de su pie izquierdo. Con la punta del pie derecho, cruzado tras el talón del izquierdo, golpeaba el suelo suave y rítmicamente.

 

Experimenté una aprensión sin motivo, una especie de inquietud. Mis ideas parecían disociadas. Pensaba yo en cosas sin conexión ni sentido que nada tenían que ver con lo que ocurría. Advertí mi incomodidad y traté de encauzar nuevamente mis pensamientos hacia la situación in mediata, pero no pude a pesar de una gran pugna.

 

Era como si alguna fuerza me evitara concentrarme o pensar cosas que vinieran al caso.

 

Sacateca no había pronunciado palabra y yo no sabía qué más decir o hacer. En forma totalmente automática, di la media vuelta y me marché.

 

Más tarde me sentí empujado a narrar a don Juan mi encuentro con Sacateca. Don Juan rió a carcajadas.

 

—¿Qué es lo que realmente pasó? —pregunté.

—¡Sacateca bailó! —dijo don Juan —. Te vio, y después bailó.

—¿Qué me hizo? Me sentí muy frío y mareado.

—Parece que no le caíste bien, y te paró tirándote una palabra.

—¿Cómo pudo hacer eso? —exclamé, incrédulo.

—Muy sencillo; te paró con su voluntad.

—¿Cómo dijo usted?

—¡Te paró con su voluntad!

 

La explicación no bastaba. Sus afirmaciones me sonaban a jerigonza. Traté de sacarle más, pero no pudo explicar el evento de manera satisfactoria para mí.

 

Obviamente, dicho evento, o cualquier evento que ocurriese dentro de este ajeno sistema de sentido común, sólo podía ser explicado o comprendido en términos de las unidades de significado propias de tal sistema. Esta obra es, por lo tanto, un reportaje, y debe leerse como reportaje. El sistema en aprendizaje me era incomprensible; así que la pretensión de hacer algo más que reportar sobre él sería engañosa e impertinente. En este aspecto, he adoptado el método fenomenológico y luchado por encarar la brujería exclusivamente como fenómenos que me fueron presenta dos. Yo, como perceptor, registré lo que percibí, y en el momento de registrarlo me propuse suspender todo juicio.

 

 

Para descargar todo el libro:

 

 

http://www.federaljack.com/ebooks/Castenada/books/2.%20UNA%20REALIDAD%20APARTE.pdf

 


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La libertad no hace felices a los humanos..., simplemente los hace humanos.

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