Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.
Estatismo y anarquía
Mijail Bakunin
La Asociación Internacional de los Trabajadores, cuyo origen apenas se remonta a nueve años, ha conseguido durante ese tiempo llegar a una tal influencia sobre el desenvolvimiento práctico de las cuestiones económicas, sociales y políticas en toda Europa, que ningún periodista u hombre de Estado puede rehusarle, en la hora que corre, el interés más serio y con frecuencia el más inquietante. El mundo oficial y oficioso, y el mundo burgués en general, ese mundo de felices explotadores del trabajo penoso, la considera con esa emoción interior que se experimenta a la aproximación de un peligro amenazador aunque desconocido o apenas definido; como si se tratara de un monstruo que deberá tragar infaliblemente todo este sistema social y económico si no se tomasen desde ahora medidas enérgicas, aplicadas simultáneamente en todos los países de Europa, para poner fin a su éxito rápido y creciente.
Se sabe bien que después de la última guerra que rompió la hegemonía histórica de la Francia estatista en Europa —reemplazándola por la hegemonía aún más detestada del pangermanismo estatista—, las medidas contra la Internacional se convirtieron en objeto preferido de las negociaciones intergubernamentales. Es un fenómeno excesivamente natural. Los Estados que, en el fondo, se odian unos a otros y que son eternamente irreconciliables, no han podido ni pueden encontrar otra base de entente que el sometimiento concertado de las masas trabajadoras que forman la base común, el fin de su existencia. No es necesario decir que el príncipe de Bismarck ha sido, y sigue siéndolo, el inspirador principal de esa nueva Santa Alianza. Sin embargo, no fue él quien primero presentó sus proposiciones. Dejó ese honor dudoso a la iniciativa del humillado gobierno del Estado francés que acababa justamente de arruinar.
El ministro de los negocios extranjeros de la administración pseudopopular, ese traidor de la república, pero al contrario, amigo abnegado y defensor de la orden de los jesuitas, que cree en Dios y desprecia la humanidad, y es despreciado a su vez por todos los defensores honestos de la causa del pueblo —el famoso hablador Jules Favre, que cede quizás únicamente al señor Gambetta el honor de ser el prototipo de todos los abogados—, ese hombre asumió con regocijo la misión de calumniador feroz y de denunciante. Entre los miembros del gobierno llamado de "Defensa nacional" estaba, sin duda, uno de los que más contribuyeron al desarme de la defensa nacional y a la capitulación notoriamente pérfida de París, en manos del vencedor arrogante, insolente y despiadado. El príncipe de Bismarck se burló de él y lo insultó ante el mundo. Y he ahí que ese Jules Favre, como enorgullecido de esa doble infamia —la suya propia y la de Francia traicionada, y quizá vendida por él—, movido al mismo tiempo por el deseo de entrar en la buena consideración del humillador, el gran canciller del victorioso imperio germánico, y por su odio profundo al proletariado, en general, y sobre todo al obrero parisiense, helo ahí haciendo su aparición con una denuncia formal contra la Internacional. Los miembros de ésta que, en Francia, se encontraban a la cabeza de las masas obreras, intentaron suscitar una sublevación popular contra los conquistadores alemanes tanto como contra los explotadores, los gobernantes y los traidores del interior. Crimen terrible por el cual la Francia oficial o burguesa castigará con una severidad ejemplar a la Francia popular.
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