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lunes, 19 de mayo de 2014

''Historia de la sexualidad I'', Michel Foucault. Filosofía

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

Historia de la sexualidad I

Michel Foucault

 

 

 

 

Mucho tiempo habríamos soportado, y padeceríamos aún hoy, un régimen Victoriano. La gazmoñería imperial figuraría en el blasón de nuestra sexualidad retenida, muda, hipócrita.

 

Todavía a comienzos del siglo XVII era moneda corriente, se dice, cierta franqueza. Las prácticas no buscaban el secreto; las palabras se decían sin excesiva reticencia, y las cosas sin demasiado disfraz; se tenía una tolerante familiaridad con lo ilícito. Los códigos de lo grosero, de lo obsceno y de lo indecente, si se los compara con los del siglo XIX, eran muy laxos. Gestos directos, discursos sin vergüenza, trasgresiones visibles, anatomías exhibidas y fácilmente entremezcladas, niños desvergonzados vagabundeando sin molestia ni escándalo entre las risas de los adultos: los cuerpos se pavoneaban. A ese día luminoso habría seguido un rápido crepúsculo hasta llegar a las noches monótonas de la burguesía victoriana. Entonces la sexualidad es cuidadosamente encerrada. Se muda. La familia conyugal la confisca. Y la absorbe por entero en la seriedad de la función reproductora. En torno al sexo, silencio. Dicta la ley la pareja legítima y procreadora. Se impone como modelo, hace valer la norma, detenta la verdad, retiene el derecho de hablar —reservándose el principio del secreto. Tanto en el espacio social como en el corazón de cada hogar existe un único lugar de sexualidad reconocida, utilitaria y fecunda: la alcoba de los padres. El resto no tiene más que esfumarse; la conveniencia de las actitudes esquiva los cuerpos, la decencia de las palabras blanquea los discursos. Y el estéril, si insiste y se muestra demasiado, vira a lo anormal: recibirá la condición de tal y deberá pagar las correspondientes sanciones.

 

Lo que no apunta a la generación o está trasfigurado por ella ya no tiene sitio ni ley. Tampoco verbo. Se encuentra a la vez expulsado, negado y reducido al silencio. No sólo no existe sino que no debe existir y se hará desaparecer a la menor manifestación —actos o palabras. Por ejemplo, es sabido que los niños carecen de sexo: razón para prohibírselo, razón para impedirles que hablen de él, razón para cerrar los ojos y taparse los oídos en todos los casos en que lo manifiestan, razón para imponer un celoso silencio general. Tal sería lo propio de la represión y lo que la distingue de las prohibiciones que mantiene la simple ley penal: funciona como una condena de desaparición, pero también como orden de silencio, afirmación de inexistencia, y, por consiguiente, comprobación de que de todo eso nada hay que decir, ni ver, ni saber. Así marcharía, con su lógica baldada, la hipocresía de nuestras sociedades burguesas. Forzada, no obstante, a algunas concesiones. Si verdaderamente hay que hacer lugar a las sexualidades ilegítimas, que se vayan con su escándalo a otra parte: allí donde se puede reinscribirlas, si no en los circuitos de la producción, al menos en los de la ganancia. El burdel y el manicomio serán esos lugares de tolerancia: la prostituta, el cliente y el rufián, el psiquiatra y su histérico —esos "otros Victorianos", diría Stephen Marcus— parecen haber hecho pasar subrepticiamente el placer que no se menciona al orden de las cosas que se  contabilizan; las palabras y los gestos, autorizados entonces en sordina, se intercambian al precio fuerte. Únicamente allí el sexo salvaje tendría derecho a formas de lo real, pero fuertemente insularizadas, y a tipos de discursos clandestinos, circunscritos, cifrados. En todos los demás lugares el puritanismo moderno habría impuesto su triple decreto de prohibición, inexistencia y mutismo.

 

¿Estaríamos ya liberados de esos dos largos siglos donde la historia de la sexualidad debería leerse en primer término como la crónica de una represión creciente? Tan poco, se nos dice aún. Quizá por Freud. Pero con qué circunspección, qué prudencia médica, qué garantía científica de inocuidad, y cuántas precauciones para mantenerlo todo, sin temor de "desbordamiento", en el espacio más seguro y discreto, entre diván y discurso: aún otro cuchicheo en un lecho que produce ganancias. ¿Y podría ser de otro modo? Se nos explica que si a partir de la edad clásica la represión ha sido, por cierto, el modo fundamental de relación entre poder, saber y sexualidad, no es posible liberarse sino a un precio considerable: haría falta nada menos que una trasgresión de las leyes, una anulación de las prohibiciones, una irrupción de la palabra, una restitución del placer a lo real y toda una nueva economía en los mecanismos del poder; pues el menor fragmento de verdad está sujeto a condición política. Efectos tales no pueden, pues, ser esperados de una simple práctica médica ni de un discurso teórico, aunque fuese riguroso. Así, se denuncia el conformismo de Freud, las funciones de normalización del psicoanálisis, tanta timidez bajo los arrebatos de Reich, y todos los efectos de integración asegurados por la "ciencia" del sexo o las prácticas, apenas sospechosas, de la sexología.

 

Bien se sostiene este discurso sobre la moderna represión del sexo. Sin duda porque es fácil de sostener. Lo protege una seria caución histórica y política; al hacer que nazca la edad de la represión en el siglo XVII, después de centenas de años de aire libre y libre expresión, se lo lleva a coincidir con el desarrollo del capitalismo: formaría parte del orden burgués. La pequeña crónica del sexo y de sus vejaciones se traspone de inmediato en la historia ceremoniosa de los modos de producción; su futilidad se desvanece. Del hecho mismo parte un principio de explicación: si el sexo es reprimido con tanto rigor, se debe a que es incompatible con una dedicación al trabajo general e intensiva; en la época en que se explotaba sistemáticamente la fuerza de trabajo, ¿se podía tolerar que fuera a dispersarse en los placeres, salvo aquellos, reducidos a un mínimo, que le permitiesen reproducirse? El sexo y sus efectos quizá no sean fáciles de descifrar; su represión, en cambio, así restituida, es fácilmente analizable. Y la causa del sexo —de su libertad, pero también del conocimiento que de él se adquiere y del derecho que se tiene a hablar de él— con toda legitimidad se encuentra enlazada con el honor de una causa política: también el sexo se inscribe en el porvenir. Quizá un espíritu suspicaz se preguntaría si tantas precauciones para dar a la historia del sexo un padrinazgo tan considerable no llevan todavía la huella de los viejos pudores: como si fueran necesarias nada menos que esas correlaciones valorizantes para que ese discurso pueda ser pronunciado o recibido.

 

 

Para descargar el libro completo:

 

http://www.uruguaypiensa.org.uy/imgnoticias/681.pdf



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