Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.
La historia sin fin
Michael Ende
Fantasía en peligro
A sus agujeros, nidos y madrigueras se dirigían todos los animales del Bosque de Haule.
Era medianoche, y en las copas de los viejísimos y gigantescos árboles rugía un viento tempestuoso. Los troncos, gruesos como torres, rechinaban y gemían.
De pronto, un resplandor suave cruzó en zig-zag por el bosque, se quedó temblando aquí o allá, levantó el vuelo, se posó en una rama y se apresuró a continuar. Era una esfera luminosa, aproximadamente del tamaño de una pelota, que daba grandes saltos, rebotaba de vez en cuando en el suelo y volvía a flotar en el aire. Pero no era una pelota.
Era un fuego fatuo. Y se había extraviado. Un fuego fatuo infatuado, lo que resulta bastante raro, incluso en Fantasía. Normalmente son los fuegos fatuos los que hacen que otros se infatúen.
En el interior del redondo resplandor se veía una figura pequeña y muy viva, que saltaba y corría a más no poder. No era un hombrecito ni una mujercita, porque esas diferencias no existen entre los fuegos fatuos. Llevaba en la mano derecha una diminuta bandera blanca, que tremolaba a sus espaldas. Se trataba, pues, de un mensajero o de un parlamentario.
No había peligro de que, en sus grandes saltos aéreos en la oscuridad, se diera contra el tronco de algún árbol, porque los fuegos fatuos son increíblemente ágiles y ligeros y pueden cambiar de dirección en mitad de un salto. A eso se debía su ruta en zig-zag, porque, en general, se movía siempre en una dirección determinada.
Hasta que llegó a un saliente rocoso y retrocedió asustado. Jadeando como un perrito, se sentó en la oquedad de un árbol y reflexionó un rato, antes de atreverse a asomar de nuevo y mirar con precaución al otro lado de la roca.
Ante él se extendía un claro del bosque y allí, a la luz de una hoguera, había tres personajes de clase y tamaño muy distintos. Un gigante que parecía hecho de piedra gris y que tenía casi diez pies de largo estaba echado sobre el vientre. Apoyaba en los codos la parte superior de su cuerpo y miraba a la hoguera. En su rostro de piedra erosionada, que resultaba extrañamente pequeño sobre sus hombros poderosos, la dentadura sobresalía como una hilera de cinceles de acero. El fuego fatuo se dio cuenta de que el gigante pertenecía a la especie de los comerrocas. Eran seres que vivían inconcebiblemente lejos del Bosque de Haule, en una montaña..., pero no sólo vivían en esa montaña, sino también de ella, porque se la iban comiendo poco a poco. Se alimentaban de rocas. Afortunadamente, eran muy frugales y un solo bocado de ese alimento, para ellos sumamente nutritivo, les bastaba para semanas y meses. Además, no había muchos comerrocas y, por otra parte, la montaña era muy grande. Pero como aquellos seres vivían allí desde hacía mucho tiempo —eran mucho más viejos que la mayoría de las criaturas de Fantasía—, la montaña, con el paso de los años, había adquirido un aspecto muy raro. Parecía un gigantesco queso de Emmental lleno de agujeros y cavernas. Sin duda por eso la llamaban la Montaña de los Túneles.
Pero los comerrocas no sólo se alimentaban de piedra, sino que hacían de ella todo lo que necesitaban: muebles, sombreros, zapatos, herramientas..., hasta relojes de cucu. Y por eso no resultaba muy sorprendente que aquel comerrocas tuviera detrás una especie de bicicleta totalmente hecha del material citado, con dos ruedas que parecían robustas piedras de molino. En conjunto, la bicicleta parecía una apisonadora con pedales.
El segundo personaje que se sentaba a la derecha de la hoguera era un pequeño silfo nocturno. Como mucho, era dos veces mayor que el fuego fatuo y parecía una oruga negra como la pez, cubierta de piel, que se hubiera puesto de pie. Gesticulaba vivamente al hablar, con sus dos diminutas manitas de color rosa, y allí donde, bajo unos pelos negros y revueltos, debía de tener la cara, ardían dos grandes ojos, redondos como lunas.
Silfos nocturnos, de las formas y los tamaños más variados, había en Fantasía por todas partes y, por eso, no se podía saber a primera vista si aquél había llegado de cerca o de lejos. De todos modos, parecía estar también de viaje, porque la montura habitual de los silfos nocturnos —un gran murciélago— colgaba boca abajo, envuelta en sus alas como un paraguas cerrado, de una rama situada detrás de él.
Al tercer personaje del lado izquierdo de la hoguera sólo lo descubrió el fuego fatuo al cabo de un rato, porque era tan pequeño que, desde aquella distancia, sólo podía verse con dificultad. Pertenecía a la especie de los diminutenses, y era un tipejo muy fino, con un trajecito de colores y un sombrero de copa rojo en la cabeza.
Sobre los diminutenses el fuego fatuo no sabía casi nada. Sólo una vez había oído decir que ese pueblo construía ciudades enteras en las ramas de los árboles, en las que las casitas estaban unidas entre sí por escalerillas, escalas de cuerda v toboganes. Sin embargo, esas gentes vivían en una parte totalmente distinta del reino sin fronteras de Fantasía, más lejos, mucho más lejos aún que los comerrocas. Por eso era tanto más extraño que la cabalgadura que aquel diminutense tenía a su lado fuera precisamente un caracol. Estaba detrás de él. Sobre su concha de color rosa brillaba una sillita de montar plateada, y también el bocado y las riendas que sujetaban sus cuernos brillaban como hilos de plata.
El fuego fatuo se maravilló de que aquellos seres tan diversos se sentasen juntos armoniosamente, porque por lo común, en Fantasía, no todas las especies vivían en paz y armonía. A menudo había luchas y guerras, existían también rivalidades de siglos entre determinadas especies, y además no sólo había criaturas buenas y honradas, sino también rapaces, perversas y crueles. El propio fuego fatuo pertenecía a una familia a la que podían ponerse reparos en materia de credibilidad y fiabilidad.
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