Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.
La muerte de Artemio Cruz
Carlos Fuentes
(novela de la revolución mexicana)
(1913 — Diciembre 4)
ÉL sintió el hueco de la rodilla de la mujer, húmedo, junto a su cintura. Siempre sudaba de esa manera ligera y fresca: cuando él separó el brazo de la cintura de Regina, allí también sintió la humedad de cristales líquidos. Extendió la mano para acariciar toda la espalda, lentamente, y creyó dormirse: podría permanecer así durante horas, sin más ocupación que acariciar la espalda de Regina. Cuando cerró los ojos, se dio cuenta de la infinidad amorosa de ese cuerpo joven abrazado al suyo: pensó que la vida entera no bastaría para recorrerlo y descubrirlo, para explorar esa geografía suave, ondulante, de accidentes negros, rosados.
El cuerpo de Regina esperaba y él, sin voz y sin vista, se estiró sobre la cama, tocando los barrotes de fierro con las puntas de las manos y de los pies: se alargó hacia ambos extremos de la cama. Vivían dentro de este cristal negro: la madrugada aún estaba lejos. El mosquitero no pesaba y los aislaba de todo lo que quedaba fuera de los dos cuerpos. Abrió los ojos. La mejilla de la muchacha se acercó a la suya; la barba revuelta raspó la piel de Regina. No bastaba la oscuridad. Los ojos largos de Regina brillaban, entreabiertos, como una cicatriz negra y luminosa. Respiró hondo. Las manos de Regina se unieron sobre la nuca del hombre y los perfiles volvieron a acercarse. El calor de los muslos se fundió en una sola llama.
Él respiró: recámara de blusas y faldones almidonados, de membrillos abiertos sobre la mesa de nogal, de veladora apagada. Y más cerca, el tufo marino de la mujer humedecida y blanda. Las uñas hicieron un ruido de gato entre las sábanas; las piernas volvieron a levantarse, ligeras, para apresar la cintura del hombre. Los labios buscaron el cuello. Las puntas de los senos temblaron alegremente cuando él acercó sus labios, riendo, apartando la larga cabellera revuelta.
Si Regina hablara: él sintió el aliento cercano y le tapó los labios con la mano. Sin lengua y sin ojos: sólo la carne muda, abandonada a su propio placer. Ella lo entendió. Se apretó más junto al cuerpo del hombre. Su mano descendió al sexo del hombre y la de él al monte duro y casi lampiño de esta niña: la recordó desnuda, de pie, joven y dura en su inmovilidad, pero ondulante y suave en cuanto caminaba: a lavarse en secreto, correr las cortinas, abanicar el brasero. Volvieron a dormir, cada uno poseído del centro del otro. Sólo las manos, una mano, se movió en el sueño sonriente.
—Te seguiré.
—¿En dónde vivirás?
—Me colaré a cada pueblo antes de que lo tomen. Y allí te esperaré.
—¿Lo dejas todo?
—Me llevaré unos cuantos vestidos. Tú me darás para comprar fruta y comida y yo te esperaré. Cuando entres al pueblo, ya estaré allí. Con un vestido tengo.
Esa falda que ahora descansaba sobre la silla del cuarto alquilado. Cuando despierta, le gusta tocarla y tocar también las otras cosas: las peinetas, las zapatillas negras, los pequeños aretes dejados sobre la mesa. Quisiera, en esos momentos, ofrecerle algo más que estos días de separaciones y encuentros difíciles. Ya en otras ocasiones alguna orden imprevista, la necesidad de dar caza al enemigo, alguna derrota que los hacía retroceder al norte, los separó durante varias semanas. Pero ella, como una gaviota, parecía distinguir, por encima de las mil incidencias de la lucha y la fortuna, el movimiento de la marea revolucionaria: si no en el pueblo que habían dicho, aparecería tarde o temprano en otro. Iría de pueblo en pueblo, preguntando por el batallón, escuchando las respuestas de los viejos y mujeres que quedaban en las casas:
—Hace ya como quince días que pasaron por aquí.
—Dicen que no quedó ni uno vivo.
—Quién sabe. Puede que regresen. Dejaron unos cañones olvidados.
—Tenga cuidado con los federales, que andan tronando a todo el que le da ayuda a los alzados.
Y acabarían por encontrarse de nuevo, como ahora. Ella tendría el cuarto listo, con fruta y comida, y la falda estaría arrojada sobre una silla. Lo esperaría así, lista como si no quisiera perder un minuto en las cosas innecesarias. Pero nada es innecesario. Verla caminar, arreglar la cama, soltarse el pelo. Quitarle las últimas ropas y besar todo el cuerpo, mientras ella permanece de pie y él se va hincando, recorriéndola con los labios, saboreando la piel y el vello, la humedad del caracol: recogiendo en la boca los temblores de la niña erguida que acabará por tomar la cabeza del hombre entre las manos para obligarlo a descansar, a dejar los labios en un solo lugar. Y se dejará ir de pie, apretando la cabeza del hombre, con un suspiro entrecortado, hasta que él la sienta limpia y la cargue a la cama en brazos.
—Artemio, ¿te volveré a ver?
—Nunca digas eso. Haz de cuenta que sólo nos conocimos una vez.
Nunca volvió a preguntar. Se avergonzó de haberlo hecho una vez, de haber pensado que su amor podría tener fin o medirse como se mide el tiempo de otras cosas. No tenía por qué recordar en dónde, o por qué, conoció a esa joven de veinticuatro años. Era innecesario cargarse de algo más que el amor y los encuentros durante los escasos días de descanso, cuando las tropas tomaban una plaza y se detenían a reponerse, asegurar su presencia en el territorio arrebatado a la dictadura, abastecerse y proyectar la siguiente ofensiva. Así lo decidieron, los dos, sin decirlo nunca. Jamás pensarían en el peligro de la guerra ni en el tiempo de la separación. Si uno de ellos no se presentaba a la siguiente cita, cada cual seguiría su camino sin decir nada: él hacia el sur, hasta la capital; ella de regreso al norte, a las costas de Sinaloa donde lo conoció y se dejó querer.
—Regina... Regina...
—¿Te acuerdas de aquella roca que se metía al mar como un barco de piedra? Allí ha de estar todavía.
—Allí te conocí. ¿Ibas mucho a ese lugar?
—Todas las tardes. Se forma una laguna entre las rocas y uno puede mirarse en el agua blanca. Allí me miraba y un día apareció tu cara junto a la mía. De noche, las estrellas se reflejaban en el mar. De día, se veía al sol arder.
—No sabía qué hacer esa tarde. Veníamos peleando y de repente aquello se hundió, los "pelones" se rindieron y uno ya estaba acostumbrado a otra vida. Entonces me empecé a acordar de las demás cosas y te encontré sentada sobre esa roca. Con las piernas mojadas.
—Yo también lo quería. Apareciste a mi lado, en mi lado, reflejado en el mismo mar. ¿No te diste cuenta que lo quería yo también?
La madrugada tardó en llegar, pero un velo gris descubrió el sueño de los dos cuerpos, unidos por las manos. Él despertó primero y miró el sueño de Regina. Parecía el hilo más tenue de la telaraña de los siglos: parecía un gemelo de la muerte: el sueño. Las piernas recogidas, el brazo libre sobre el pecho del hombre, la boca húmeda. Les gustaba el amor de la aurora: lo vivían como una fiesta para celebrar el nuevo día. La luz opaca apenas recogía los perfiles de Regina. Dentro de una hora, se escucharían los ruidos del pueblo. Ahora, sólo la respiración de la joven morena que duerme llena de serenidad, que es la parte viva del mundo en reposo. Sólo una cosa tendría derecho a despertarla, sólo una felicidad tendría derecho a interrumpir esta felicidad del cuerpo sereno en el sueño, recortado sobre la sábana, envuelto en sí mismo con una tersura de luna enlutada. ¿Tiene derecho?
La imaginación del joven saltó por encima del amor: la contempló dormida como si reposara del nuevo amor que en breves segundos la despertaría. ¿Cuándo es mayor la felicidad? Acarició el seno de Regina. Imaginar lo que será una nueva unión; la unión misma; la alegría fatigada del recuerdo y nuevamente el deseo pleno, aumentado por el amor, de un nuevo acto de amor: felicidad. Besó la oreja de Regina y vio de cerca su primera sonrisa: acercó el rostro para no perder el primer gesto de alegría. Sintió que la mano volvía a jugar con él. El deseo floreció por dentro, sembrado de gotas grávidas: las piernas lisas de Regina volvieron a buscar la cintura de Artemio; la mano llena lo sabía todo: la erección escapó a los dedos y despertó con ellos; los muslos se separaron temblando, llenos, y la carne erguida encontró la carne abierta y entró acariciada, rodeada del pulso ansioso, coronada de huevecillos jóvenes, apretada entre ese universo de piel blanda y amorosa; reducidos al encuentro del mundo, a la semilla de la razón, a las dos voces que nombran en silencio, que adentro bautizan todas las cosas; adentro, cuando él piensa en todo menos en esto, piensa, cuenta las cosas, no piensa en nada, para que esto no se acabe; trata de llenarse la cabeza de mares y arenas, de frutos y vientos, de casas y bestias, de peces y siembras, para que esto no se acabe; adentro, cuando levanta el rostro con los ojos cerrados y el cuello se estira con toda la fuerza de las venas hinchadas, cuando Regina se pierde y se deja vencer y contesta con el aliento grueso, frunciendo el ceño y con los labios sonrientes que sí, que sí, que le gusta, que sí, que no la deje, que siga, que sí, que no se acabe, que sí, hasta darse cuenta de que todo ha sucedido al mismo tiempo, sin que uno haya podido contemplar al otro porque ambos eran la misma cosa y decían las mismas palabras:
—Ahora soy feliz.
—Ahora soy feliz.
—Te quiero, Regina.
—Te amo, mi hombre.
—¿Te hago feliz?
—No termina nunca; cómo dura; cómo me llenas.
Mientras en las calles sonó un cubetazo de agua sobre el polvo y los patos silvestres pasaron graznando junto al río y un chiflado anunció las cosas que nadie podría detener: las botas arrastraron el ruido de las espuelas, los cascos volvieron a sonar y los olores de aceite y manteca corrieron entre las puertas y las casas. Él alargó la mano y buscó los cigarrillos en el parche de la camisa. Ella se acercó a la ventana y la abrió. Permaneció allí, respirando, con los brazos abiertos, sobre las puntas de los pies. El círculo de montañas pardas avanzó con el sol hacia los ojos de los amantes. Ascendió el olor de la panadería del pueblo y, de más lejos, el sabor de arrayanes enredados con la maleza de las barrancas podridas. Él sólo vio el cuerpo desnudo, de brazos abiertos que querían, ahora, tomar las espaldas del día y arrastrarlo con ella a la cama.
—¿Quieres tu desayuno?
—Es muy temprano. Déjame acabarme el cigarrillo antes.
La cabeza de Regina se recostó en el hombro del joven. La mano larga y nervuda acarició la cadera. Los dos sonrieron.
—Cuando era niña, la vida era bonita. Había muchos momentos bonitos. Las vacaciones, los descansos, los días de verano, los juegos. No sé por qué cuando crecí empecé a esperar cosas. De niña no. Por eso empecé a ir a esa playa. Me dije que era mejor esperar. No sabía por qué había cambiado tanto durante aquel verano y había dejado de ser niña.
—Lo eres todavía, ¿sabes?
—¿Contigo? ¿Con todo lo que hacemos?
Él se rió y la besó y ella dobló la rodilla, en la posición de un ave de alas cerradas, anidada en el pecho de él. Se colgó al cuello del hombre, entre risas y lloriqueos fingidos:
—¿Y tú?
—Yo no recuerdo. Te encontré y te quiero mucho.
—Dime. ¿Por qué supe, en cuanto te vi, que ya no iba a importar nada más? Sabes: me dije que en ese mismo momento tenía que decidirme. Que si tú pasabas de largo, perdería toda mi vida. ¿Tú no?
—Sí, yo también. ¿No creíste que era un soldado más, buscando en qué divertirse?
—No, no. No vi tu uniforme. Sólo vi tus ojos reflejados en el agua y entonces ya no pude ver mi reflejo sin el tuyo a mi lado.
—Linda; amor; anda y ve si tenemos café.
Cuando se separaron, esa mañana idéntica a todas las de un amor de siete meses jóvenes, ella le preguntó si la tropa volvería a salir pronto. Él dijo que no sabía qué pensaba hacer el general. Quizás tendrían que salir a desbaratar algunos grupos de federales derrotados que todavía quedaban por la comarca, pero en todo caso el cuartel permanecería en este pueblo. Había agua abundante y ganado en las cercanías. Era un buen lugar para detenerse un rato. Venían cansados, desde Sonora, y merecían un asueto. A las once debían reportarse todos en la comandancia de la plaza. Por cuanto pueblo pasaba, el general averiguaba las condiciones de trabajo y expedía decretos reduciendo la jornada a ocho horas y repartiendo las tierras entre los campesinos.
Si había una hacienda en el lugar, mandaba quemar la tienda de raya. Si había prestamistas —y siempre estaban allí, si no habían huido con los federales— declaraba nulas todas las deudas. Lo malo era que la mayor parte de la población andaba en armas y casi todos eran campesinos, de manera que faltaba quien se encargara de aplicar los decretos del general. Entonces era mejor que le quitaran en seguida el dinero a los ricos que quedaban en cada pueblo y esperaran a que triunfara la revolución para legalizar lo de las tierras y lo de la jornada de ocho horas.
Ahora había que llegar a México y correr de la presidencia al borracho Huerta, el asesino de don Panchito Madero. ¡Qué de vueltas! —murmuró mientras se fajaba la camisa caqui dentro del pantalón blanco— ¡qué de vueltas! De Veracruz, de la tierra, hasta la ciudad de México y de allí hasta Sonora, cuando el maestro Sebastián le pidió que hiciera lo que los vicios ya no podían: ir al norte, tomar las armas y liberar al país. Si era un escuincle entonces, aunque estuviera por cumplir los veintiún años. Palabra, ni siquiera se había acostado con una mujer. Y cómo le iba a fallar al maestro Sebastián, que le había enseñado las tres cosas que sabía: leer, escribir y odiar a los curas.
La libertad no hace felices a los humanos..., simplemente los hace humanos.
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