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lunes, 18 de junio de 2012

Los filósofos para Nietzsche

Un saludo de su amigo Sören Garza, desde México.

 

 

Más allá del bien y del mal, F. Nietzsche

 

 

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Poco a poco se me ha ido manifestando qué es lo que ha sido hasta ahora toda gran filosofía, a saber: la autoconfesión de su autor y una especie de memoires [memorias] no queridas y no advertidas; asimismo, que las intenciones morales (o inmorales) han constituido en toda filosofía el auténtico germen vital del que ha brotado siempre la planta entera. De hecho, para aclarar de qué modo han tenido lugar propiamente las afirmaciones metafísicas más remotas de un filósofo es bueno (e inteligente) comenzar siempre preguntándose: ¿a qué moral quiere esto (quiere él) llegar? Yo no creo, por lo tanto, que un «instinto de conocimiento » sea el padre de la filosofía, sino que, aquí como en otras partes, un instinto diferente se ha servido del conocimiento (¡y del desconocimiento!) nada más que como de un instrumento. Pero quien examine los instintos fundamentales del hombre con el propósito de saber hasta qué punto precisamente ellos pueden haber actuado aquí como genios (o demonios o duendes) inspiradores encontrará que todos ellos han hecho ya alguna vez filosofía, y que a cada uno de ellos le gustaría mucho presentarse justo a sí mismo como finalidad última de la existencia y como legítimo señor de todos los demás instintos. Pues todo instinto ambiciona dominar: y en cuanto tal intenta filosofar.  Desde luego: entre los doctos, entre los hombres auténticamente científicos acaso las cosas ocurran de otro modo —«mejor», si se quiere—, acaso haya allí realmente algo así como un instinto cognoscitivo, un pequeño reloj independiente que, una vez que se le ha dado bien la cuerda, se pone a trabajar de firme, sin que ninguno de los demás instintos del hombre docto participe esencialmente en ello. Por esto los auténticos «intereses» del docto se encuentran de ordinario en otros lugares completamente distintos, por ejemplo en la familia, o en el salario, o en la política; y hasta casi resulta indiferente el que su pequeña máquina se aplique a este o a aquel sector de la ciencia, y el que el joven y «esperanzador» trabajador haga de sí mismo un buen filólogo, o un experto en hongos, o un químico: lo que lo caracteriza no es que él llegue a ser esto o aquello. En el filósofo, por el contrario, nada, absolutamente nada es impersonal; y es especialmente su moral la que proporciona un decidido y decisivo testimonio de quién es él, es decir, de en qué orden jerárquico se encuentran recíprocamente situados los instintos más íntimos de su naturaleza.

 

 

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¡Qué malignos pueden ser los filósofos! Yo no conozco nada más venenoso que el chiste que Epicuro se permitió contra Platón y los platónicos: los llamó dionysiokolakes. Esta palabra, según su sentido literal, y en primer término, significa «aduladores de Dionisio», es decir, agentes del tirano y gentes serviles; pero, además, quiere decir «todos ellos son comediantes, en ellos no hay nada auténtico» (pues dionysokolax era una designación popular del comediante). Y en esto último consiste propiamente la malicia que Epicuro lanzó contra Platón: a Epicuro le molestaban los modales grandiosos, el ponerse uno a sí mismo en escena, cosa de que tanto entendían Platón y todos sus discípulos, ¡y de la que no entendía Epicuro!, él, el viejo maestro de escuela de Samos que permaneció escondido en su jardincillo de Atenas y escribió trescientos libros, ¿quién sabe?, ¿acaso por rabia y por ambición contra Platón? Fueron necesarios cien años para que Grecia se diese cuenta de quién había sido aquel dios del jardín, Epicuro. - ¿Se dio cuenta?

 

 

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En toda filosofía hay un punto en el que entra en escena la «convicción» del filósofo; o, para decirlo en el lenguaje de un antiguo mysterium:

 

adventavit asínus

pulcher et fortissimus

[ha llegado un asno

hermoso y muy fuerte].



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La libertad no hace felices a los humanos..., simplemente los hace humanos.

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