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jueves, 12 de abril de 2012

Las aventuras de Telémaco (fragmento)

Un saludo de su amigo Sören Garza, desde México.

 

 

Las aventuras de Telémaco

 

 

 

Libro I

 

    Sin consuelo vivía Calipso desde la partida de Ulises, y el exceso de su dolor hacía se considerase más infeliz aún, por ser inmortal. No resonaban ya en su gruta los armoniosos acentos de su dulce voz, ni las ninfas que la acompañaban se atrevían a turbar su melancólico silencio. Paseábase muchas veces por las floridas praderas que esmaltaban la isla encantando la vista con las gracias de una perpetua primavera; mas lejos de templar su amargura la amenidad de tan deliciosos sitios, traían a su memoria el triste recuerdo de Ulises, a quien había visto complacida tantas veces a su lado. Quedábase inmóvil en la playa, y bañándola con sus lágrimas volvía sin cesar el rostro hacia el sitio por donde rompiendo las olas había desaparecido a sus ojos el navío de Ulises.

     Esta era su deplorable situación cuando descubrió los despojos de una nave que acababa de naufragar: flotaban sobre las aguas el mástil, las jarcias y el timón; veíanse esparcidos en la playa remos y bancos hechos pedazos, y descubríanse a lo lejos dos hombres, uno anciano al parecer, y el otro, aunque joven, semejante a Ulises en la arrogancia de su agradable aspecto, estatura y paso majestuoso. Conoció Calipso al momento que era Telémaco el hijo de aquel héroe; pero sin embargo de que los dioses exceden en mucho a la inteligencia humana, no pudo penetrar quién era el anciano venerable que le seguía, sin duda porque las deidades superiores ocultan a las inferiores cuanto les place, y Minerva, que acompañaba a Telémaco bajo la figura de Mentor, no quiso ser conocida de Calipso.

     Gozábase ésta entre tanto en el naufragio que conducía a su isla al hijo de Ulises, tan parecido a su padre. Adelantose hacia él, y ocultando haberle conocido le dijo estas palabras: «¿Cuál es la causa de que oses arribar a mi isla? Sabe, joven extranjero, que ninguno entra en ella impunemente.» Con cuya amenaza procuraba desfigurar el contento que a pesar suyo brillaba en su semblante.

     «Oh vos, respondió Telémaco, quien quiera que seáis, mortal o diosa, aunque al veros no es posible consideraros sino como una divinidad; ¿seríais insensible al infortunio de un hijo que ha visto perecer su nave contra esas rocas, cuando corría en busca de su padre a merced de los vientos y de las aguas?» «¿Quién es ese padre que buscáis?», replicó la diosa. «Llámase Ulises», dijo Telémaco; y es uno de los reyes que han arrasado la famosa ciudad de Troya, después de un sitio de diez años. Su nombre se ha hecho célebre en toda la Grecia y en el Asia por su valor en los combates, y más aún por su prudencia en los consejos. Mas ahora errante por la dilatada extensión de los mares, recorre los más terribles escollos; mientras al parecer huye de él su propia patria. Su esposa Penélope, y yo que soy su hijo, hemos perdido la esperanza de volverle a ver. Corro iguales peligros para adquirir noticias de su existencia. Pero ¿qué digo? tal vez se hallará sumergido en el profundo abismo de las aguas. Compadeced nuestras desgracias y si sabéis, oh diosa, lo que haya hecho el destino para salvar o perder a Ulises, dignaos comunicarlo a su hijo Telémaco.»

     Admirada y enternecida Calipso al advertir en tan floreciente juventud tal cordura y discreción, no se cansaba de mirarle y permanecía silenciosa. Por último le dijo: «Telémaco, yo os referiré lo que ha acaecido a vuestro padre; mas la historia es larga y debéis ya descansar de vuestras fatigas: venid a mi morada, yo os recibiré en ella como un hijo: venid a consolarme en la soledad en que vivo, yo proporcionaré vuestra dicha, si sabéis aprovecharos de ella.»



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