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sábado, 15 de abril de 2017

Jesús y la mujer adúltera

 

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

Jesús y la mujer adúltera

 

 

 

https://www.youtube.com/watch?v=psG39hx63dg

 

 

Cada quien tiene sus razones para hacer lo que hace. Los humanos somos inquisitivos, pero también podemos ser sensatos, prudentes y empáticos. En vez de ocuparnos de los problemas ajenos, primero arreglemos nuestros propios problemas.

 

 

Juan 8, 1-11: El que esté  libre de pecado, que tire la primera piedra

 

En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó otra vez en el Templo, y todo el pueblo acudía a Él. Entonces se sentó y se puso a enseñarles. Los escribas y fariseos le llevan una mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio y le dicen: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?» Esto lo decían para tentarle, para tener de qué acusarle. Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra. Pero, como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra». E inclinándose de nuevo, escribía en la tierra. Ellos, al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos; y se quedó solo Jesús con la mujer, que seguía en medio. Incorporándose Jesús le dijo: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?» Ella respondió: «Nadie, Señor». Jesús le dijo: «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más».

 

Reflexión

 

Una vez más, los letrados y fariseos le han tendido una trampa a Jesús. El mismo había dicho: "No creáis que haya venido a abolir la ley". Por lo tanto, según la ley, debe condenar a la mujer sorprendida en adulterio. Pero si la condena, perderá su fama de "misericordioso" y de "amigo de los pecadores" que se ha ganado entre el pueblo.

 

Pero si la deja libre, demostrará que pisotea la ley, y le podrán tachar de hereje. Jesús, aparentemente, no se interesa por la trampa que le han preparado con tanta perfidia: "Inclinándose escribía con el dedo en el suelo". Pero ellos insisten. Quieren conseguir la sentencia a todo precio.

 

Entonces Jesús se incorpora y les dice: Adelante, condenadla, lapidadla según la ley. Pero que aquel "que esté sin pecado, le tire la primera piedra".

 

Sucede como si hubiera levantado de repente la tapa de una cloaca: un hedor horrible. Y cada uno tiene que hacer las cuentas con aquel hedor, con la podredumbre de sus propios pecados, incluso de los más ocultos. Y le obliga a dejar caer al suelo la piedra que ya ha tomado en sus manos y que ahora le pesa como el plomo.

 

Y entonces "empiezan a retirarse uno a uno, empezando por los más viejos, hasta el último". La trampa esta vez ha sido para ellos mismos. Y así el tribunal se vacía. Se queda solo Jesús, el inocente, el único que tiene derecho de tirarle la piedra.

 

Y le dice: "Tampoco yo lo condeno". No te condeno porque yo, dentro de poco, seré condenado en tu lugar. Yo pagaré por tu pecado. Parece que la inocencia conoce una sola justicia: la de sufrir por los culpables.

 

Y agrega Jesús: "Anda, y en adelante no peques más". Ya no pecará más. ¿Cómo va a tener ganas de pecar en adelante? Se siente curada para siempre por aquella mirada que la ha salvado de todos. Perseguida, invadida por el recuerdo de una bondad, de un afecto tan tierno: ya no tendrá necesidad de llenar su pobre vida de pecados. Su corazón está lleno para siempre, de gratitud, de amor, de alegría.

 

Este episodio debería ser suficiente para quitar de la boca de un cristiano toda palabra de condenación ante un hermano, y para desvirtuar todo gesto de castigo.

 

Pero no es así. El episodio no ha logrado hacer desaparecer uno de los oficios más antiguos del mundo: la confesión de los pecados ajenos. Más que oficio es, tal vez, un juego de sociedad, incluso de una sociedad considerada cristiana. ¿Quién de nosotros no ha tomado parte en él alguna vez en su vida?

 

La única diferencia con los letrados y fariseos del Evangelio es que somos menos violentos en la ejecución. Hemos sustituido las piedras por el fango. Las piedras hacen daño. El fango no hace daño. Pero ensucia, mancha, salpica.

 

Para condenar a los demás, para acusarlos y calumniarlos, es necesario ser ciego: "¿Cómo es que miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que está en tu ojo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la paja del ojo de tu hermano". (Mt 7, 3-5)

 

Para condenar a los demás, es necesario sufrir una irremediable amnesia: olvidarse de lo que es la realidad más indiscutible: todos somos pecadores.

 

La "vida de los padres del desierto" nos cuenta: "Un hermano había caído en pecado. El sacerdote le ordenó que se alejase de la iglesia. Entonces el abad Besarión se levantó y salió al mismo tiempo diciendo: También yo soy pecador".

 

Cuantas veces nosotros, como el abad Besarión, tendríamos que abandonar nuestras reuniones de grupo, reuniones sociales diciendo como él: También yo soy pecador, también yo he caído en lo que estamos condenando.

 

Y lo peor de todo: con nuestros juicios, nuestras acusaciones estamos preparando nuestra propia condenación. El Evangelio no deja ninguna duda al respecto: "No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida que midáis seréis medidos". (Mt 7,1 s.)

 

Mis juicios, mis sentencias de condenación son un material precioso que Dios lo conserva celosamente, que lo tiene todo registrado. Algún día me lo hará escuchar. Y entonces el condenado seré yo. Y me lo he buscado. Lo he sabido desde siempre, desde que escuché el Evangelio, el de la mujer adúltera.

 

¡Qué así sea!

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Amén.

 

Padre Nicolás Schwizer

Instituto de los Padres de Schoenstatt

 

 

 

Fuente:

 

http://courseware.url.edu.gt/Facultades/Facultad%20de%20Teolog%C3%ADa/Segundo%20Ciclo%202010/Quien%20Fue%20Jes%C3%BAs%20de%20Narareth/Objetos%20de%20Aprendizaje/Los%20amigos%20de%20Jes%C3%BAs/06-QFJesus-Amigos/lectura__mujer_adltera.html

 

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viernes, 31 de marzo de 2017

''La Iliada'', Canto I, fragmento

 

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

La Iliada

 

Canto I*

Peste - Cólera

 

 

* Después de una corta invocación a la divinidad para que cante "la perniciosa ira de Aquiles", nos refiere el poeta que Crises, sacerdote de Apolo, va al campamento aqueo para rescatar a su hija, que  había sido hecha cautiva y adjudicada como esclava a Agamenón; éste desprecia al sacerdote, se niega a darle la hija y lo despide con amenazadoras palabras; Apolo, indignado, suscita una terrible peste en el campamento; Aquiles reúne a los guerreros en el ágora por inspiración de la diosa Hera, y, habiendo dicho al adivino Calcante que hablara sin miedo, aunque tuviera que referirse a Agamenón, se sabe por fin que el comportamiento de Agamenón con el sacerdote Crises ha sido la causa del enojo del dios. Esta declaración irrita al rey, que pide que, si ha de devolver la esclava, se le prepare otra recompensa; y Aquiles le responde que ya se la darán cuando tomen Troya. Así, de un modo tan natural, se origina la discordia entre el caudillo supremo del ejército y el héroe más valiente. La riña llega a tal punto que Aquiles desenvaina la espada y habría matado a Agamenón si no se lo hubiese impedido la diosa Atenea; entonces Aquiles insulta a Agamenón, éste se irrita y amenaza a Aquiles con quitarle la esclava Briseida, a pesar de la prudente amonestación que le dirige Néstor; se disuelve el ágora y Agamenón envía a dos heraldos a la tienda de Aquiles que se llevan a Briseide; Ulises y otros griegos se embarcan con Criseida y la devuelven a su padre; y, mientras tanto, Aquiles pide a su madre Tetis que suba al Olimpo a impetre de Zeus que conceda la victoria a los troyanos para que Agamenón comprenda la falta que ha cometido; Tetis cumple el deseo de su hijo, Zeus accede, y este hecho produce una violenta disputa entre Zeus y Hera, a quienes apacigua su hijo Hefesto; la concordia vuelve a reinar en el Olimpo y los dioses celebran un festín espléndido hasta la puesta del sol, en que se recogen en sus palacios.

 

1 Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves —cumplíase la voluntad de Zeus— desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.

 

8 ¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan? El hijo de Leto y de Zeus. Airado con el rey, suscitó en el ejército maligna peste, y los hombres perecían por el ultraje que el Atrida infiriera al sacerdote Crises. Éste, deseando redimir a su hija, se había presentado en las veleras naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas de Apolo, el que hiere de lejos, que pendían de áureo cetro, en la mano; y a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos, así les suplicaba:

 

17 —¡Atridas y demás aqueos de hermosas grebas! Los dioses, que poseen olímpicos palacios, os permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar felizmente a la patria! Poned en libertad a mi hija y recibid el rescate, venerando al hijo de Zeus, a Apolo, el que hiere de lejos.

 

22 Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetara al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate; mas el Atrida Agamenón, a quien no plugo el acuerdo, le despidió de mal modo y con altaneras voces:

 

26 —No dé yo contigo, anciano, cerca de las cóncavas naves, ya porque ahora demores tu partida, ya porque vuelvas luego, pues quizás no te valgan el cetro y las ínfulas del dios. A aquélla no la soltaré; antes le sobrevendrá la vejez en mi casa, en Argos, lejos de su patria, trabajando en el telar y aderezando mi lecho. Pero vete; no me irrites, para que puedas irte más sano y salvo.

 

33 Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. Fuese en silencio por la orilla del estruendoso mar; y, mientras se alejaba, dirigía muchos ruegos al soberano Apolo, a quien parió Leto, la de hermosa cabellera:

 

37 —¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila, a imperas en Ténedos poderosamente! ¡Oh Esminteo! Si alguna vez adorné tu gracioso templo o quemé en tu honor pingües muslos de toros o de cabras, cúmpleme este voto: ¡Paguen los dánaos mis lágrimas con tus flechas!

 

43 Así dijo rogando. Oyóle Febo Apolo e, irritado en su corazón, descendió de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros; las saetas resonaron sobre la espalda del enojado dios, cuando comenzó a moverse. Iba parecido a la noche. Sentóse lejos de las naves, tiró una flecha y el arco de plata dio un terrible chasquido. Al principio el dios disparaba contra los mulos y los ágiles perros; mas luego dirigió sus amargas saetas a los hombres, y continuamente ardían muchas piras de cadáveres.

 

53 Durante nueve días volaron por el ejército las flechas del dios. En el décimo, Aquiles convocó al pueblo al ágora: se lo puso en el corazón Hera, la diosa de los níveos brazos, que se interesaba por los dánaos, a quienes veía morir. Acudieron éstos y, una vez reunidos, Aquiles, el de los pies ligeros, se levantó y dijo:

 

59 —¡Atrida! Creo que tendremos que volver atrás, yendo otra vez errantes, si escapamos de la muerte; pues, si no, la guerra y la peste unidas acabarán con los aqueos. Mas, ea, consultemos a un adivino, sacerdote o intérprete de sueños —pues también el sueño procede de Zeus—, para que nos diga por qué se irritó tanto Febo Apolo: si está quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, y si quemando en su obsequio grasa de corderos y de cabras escogidas, querrá libramos de la peste.

 

68 Cuando así hubo hablado, se sentó. Levantóse entre ellos Calcante Testórida, el mejor de los augures —conocía lo presente, lo futuro y lo pasado, y había guiado las naves aqueas hasta Ilio por medio del arte adivinatoria que le diera Febo Apolo—, y benévolo los arengó diciendo:

 

74 —¡Oh Aquiles, caro a Zeus! Mándasme explicar la cólera de Apolo, del dios que hiere de lejos. Pues bien, hablaré; pero antes declara y jura que estás pronto a defenderme de palabra y de obra, pues temo irritar a un varón que goza de gran poder entre los argivos todos y es obedecido por los aqueos. Un rey es más poderoso que el inferior contra quien se enoja; y, si bien en el mismo día refrena su ira, guarda luego rencor hasta que logra ejecutarlo en el pecho de aquél. Dime, pues, si me salvarás.

 

84 Y contestándole, Aquiles, el de los pies ligeros, le dijo:

 

85 —Manifiesta, deponiendo todo temor, el vaticinio que sabes; pues ¡por Apolo, caro a Zeus; a quien tú, Calcante, invocas siempre que revelas oráculos a los dánaos!, ninguno de ellos pondrá en ti sus pesadas manos, cerca de las cóncavas naves, mientras yo viva y vea la luz acá en la tierra, aunque hablares de Agamenón, que al presente se jacta de ser en mucho el más poderoso de todos los aqueos.

 

 

 

 

Para descargar el libro completo:

 

 http://www.ecdotica.com/biblioteca/Homero%20-%20La%20Il%C3%ADada.pdf

 

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lunes, 27 de marzo de 2017

''El almohadón de plumas'', Horacio Quiroga. Cuento

Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.

 

 

 

 

 

El almohadón de plumas

Horacio Quiroga (uruguayo)

 

 

 

 

 

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

 

Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

 

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

 

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

 

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

 

—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

 

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

 

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

 

—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

 

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

 

—¡Soy yo, Alicia, soy yo!

 

Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

 

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

 

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

 

—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...

—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

 

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

 

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.

 

Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

 

—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

 

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

 

—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.

 

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

 

—¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.

—Pesa mucho  —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

 

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

 

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón habría impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

 

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

 

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