Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.
Diario de un seductor
Sören Kierkegaard
Pronto se romperá el lazo del noviazgo. Ella misma lo romperá, para encadenarse mucho más, si esto fuera posible, con esta ruptura, de la misma forma que los anillos rotos de una cadena aprisionan más los aún intactos. Si fuera yo el que rompiera el noviazgo, no asistiría a ese salto mortal y erótico, que resulta muy seductor y es signo seguro de su intrepidez. Signo para mí muy importante. Toda esta aventura tendrá para mí desagradables consecuencias en relación con los demás hombres. Saldré malparado, odiado, despreciado, aunque sin razón, ¿pues no sería una ventaja para muchas? Hay muchas doncellas que, no habiendo conseguido encontrar novio, se sentirían muy contentas de llegar tan cerca de su noviazgo. A fuer de ser sincero, diré que es bueno infligir una pequeña herida, pues, aunque se luche por conseguir un puesto en la lista de espera, subsiste el riesgo de quedarse sin competencia; y cuanto más alto se coloca uno, cuanto más se le empuja adelante, termina teniendo menos competencia. En el mundo del amor no vale el principio de ancianidad, respecto a los ascensos y esperas. Y sucede que una doncella se cansa de estar siempre encerrada en la tranquilidad doméstica, y tiene necesidad de que su vida se vea agitada por una aventura. Y por esto no hay nada comparable con una buena historia de amor infeliz, sobre todo si se puede aguantar fácilmente. Uno se ve entonces, con la ayuda del prójimo, formando parte del grupo de las engañadas, y si no tiene méritos suficientes para que la acojan en un beaterio de Magdalenas, no le queda más remedio que refugiarse en una congregación de lacrimosas. Como consecuencia, me odian. Y a éstas se une el grupo de las que han sido completamente engañadas, a medias, o en tres cuartos. En este sentido hay muchos grados, desde las que tienen un anillo al que hace referencia su dolor hasta las que su odio recuerda un apretón de manos en un baile. Su herida se abre con cualquier nuevo dolor. El odio de éstas lo tomo como suplemento. Todas éstas que odian son naturalmente cripto-amantes, aspirantes a mi pobre corazón. Ahora bien, un rey sin corona es una figura ridícula, pero una guerra de sucesión, entre un grupo de pretendientes a un trono sin reino, supera toda ridiculez. Y de esta forma yo tendría que ser amado y considerado por el bello sexo como un banco. Un novio que se precie puede ocuparse de una sola, pero a una cuadrilla tan grande sólo la puede contentar, o mejor dicho tolerablemente contentar, un número adecuado de amantes. Y esta última parte del discurso no me afecta, más aún tengo, por causa de esa ruptura, la ventaja de presentarme en un puesto bastante nuevo. Las jovencitas me compadecerán, tendrán compasión de mí, suspirarán por mí, mientras yo me inmiscuyo en su coro y puedo conseguir alguna presa.
Es muy raro, pero en los últimos tiempos me doy cuenta con dolor de que me está saliendo esa marca deshonrosa que Horacio auguraba a toda jovencita infiel: un diente negro, y además un incisivo. ¡Hasta qué punto se puede ser supersticioso! Este diente me angustia constantemente, no consigo tolerar ninguna alusión sobre el particular, es mi punto débil. Mientras en otros aspectos estoy completamente acorazado, sin embargo el más tonto, por el simple hecho de insinuarme algo sobre el dichoso diente, me hiere más profundamente de lo que él se piense. Intento inútilmente, por todos los medios, que se ponga blanco.
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