Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.
Clemencia
Ignacio Manuel Altamirano
Capítulo XXIII
La última Navidad
Conocidos estos sucesos, vuelvo a tomar el hilo de mi narración, por lo cual retrocederé hasta los últimos de diciembre de 1863, época en que todo el mundo en Guadalajara hacía ya sus aprestos, ora para salir también de la ciudad con el gobernador republicano, ora para recibir a los invasores.
Muy pocas familias se anticiparon a las tropas republicanas en la salida de Guadalajara para el sur de Jalisco. Las más lo hicieron después, por una especie de pánico que se apoderó de ellas al sentir la aproximación de los franceses; aunque justo es decir que la mayor parte de las referidas familias era compuesta de liberales y buenos patriotas que preferían las vicisitudes de la peregrinación, y aun el destierro, a vivir entre los enemigos de México. Muchas de estas familias partieron para California; y para las más acomodadas, efectivamente era San Francisco el mejor punto que podían elegir en aquel tiempo de borrasca y de adversidad.
Las tropas de Arteaga tenían ya sus disposiciones tomadas en virtud de las
órdenes superiores; pero permanecieron en la plaza hasta los primeros días de enero, como he dicho.
Enrique Flores y todos los jefes y oficiales del cuerpo a que pertenecía, incluso el coronel e incluso también Fernando Valle, cuya tristeza aumentaba cada día, así como su amor a Clemencia, decidieron pasar lo más ruidosamente posible aquellos últimos días de su permanencia en Guadalajara.
La Navidad estaba próxima, mejor dicho, era al día siguiente. ¿Cómo no pasar con alegría esa fiesta de la intimidad, esa fiesta del corazón, en unión de las personas queridas que iban a quedarse bien pronto abandonadas tal vez para no volverse a ver nunca?
Después de la Navidad estaban la guerra, las montañas, las privaciones, la derrota, tal vez la muerte. Era, pues, necesario libar el último cáliz de placer hasta la postrera gota; era preciso celebrar el último banquete de la familia con entusiasmo, con delirio.
Clemencia dijo a Flores, a Valle y a sus compañeros:
—La Navidad se celebrará aquí en casa, haremos un gran baile, tendremos una agradable cena, nos alegraremos por última vez con los nuestros, y después que vengan los franceses y nos degüellen.
Los oficiales se pusieron locos de contento.
La noche del 24 llegó; noche hermosísima en nuestra patria como en todo el mundo cristiano, y en que hasta los desgraciados y los malos se alegran y ríen.
Ya conocen ustedes la casa de Clemencia. Pues bien, la noche del 24 era un palacio de hadas. Se iluminaron el patio y los corredores, se pusieron por todas partes gigantescos ramilletes de flores y ramas de árboles cubiertas de heno y de escarcha. Se dio, en fin, a la casa el aspecto tradicional de las fiestas de Nochebuena.
El invierno con sus galas de nieve, con sus pinos y sus musgos (lo cual es una exageración en Guadalajara, donde casi no hay invierno) contribuyó a embellecer aquella mansión opulenta en que iban a tener lugar las alegrías íntimas dentro de pocas horas.
En el salón se había colocado ese precioso juguete alemán como le llama Carlos Dickens, el árbol de Navidad, precioso capricho no introducido todavía en México, y que es el objeto de la ansiedad de la infancia, de la alegría de la juventud y de la meditación de la vejez, en esos países del Norte donde aún se mantiene vivo con el calor del hogar el amor de la familia.
Había sido un capricho de Clemencia poner ese árbol, en cuyas frescas ramas había colocado algunas de sus más queridas alhajas, pañuelos, y pequeños juguetes que habían de repartirse entre sus afortunados amigos, con entero arreglo al estilo alemán; sólo que aquí en vez de niños eran valientes oficiales republicanos los que iban a obtener esos preciosos obsequios, como una muestra de eterno recuerdo.
A la medianoche debía hacerse este reparto, como es costumbre. Además,
Clemencia, prosiguiendo sus imitaciones del extranjero, había dispuesto que inmediatamente después de despojado el árbol de sus adornos, el primer valse que se bailase fuese como el valse de medianoche en el último día del año, el baile de los amantes, es decir, en el que debían escoger los hombres a sus preferidas, y éstas a los dueños de su alma. Tal vez no todos los amigos tenían allí a las amadas de su corazón, pero Clemencia en todo esto tenía una mira enteramente personal suya, y poco se cuidaba de lo demás.
Isabel había sido convidada, como era de suponerse; pero la pobre niña aún sufría los tormentos del desengaño, cada vez más amargos a medida que pasaba el tiempo.
Este espacio quedaba libre; en el centro del salón se comenzó a bailar. Enrique dio la señal llevando por compañera a Clemencia.
Ya desde ese momento Fernando notó ciertas inteligencias entre su pérfido amigo y la hermosa joven, inteligencias que habían comenzado en las visitas que en los últimos días había hecho Enrique a la coqueta, seguramente nuevo objeto de su galantería después de la repulsa de Isabel, repulsa de que Valle no tenía conocimiento, pues también hacía tiempo que había dejado de visitar a su prima. El pobre joven se colocó en un rincón, y desde allí procuró observarlo todo, palpitándole el corazón de dolor y de miedo, porque ya le daba miedo pensar que Clemencia se enamorase también de Flores.
Esto se explica: Fernando estaba entregado ciegamente a su amor por Clemencia, y no había para él medio entre ser amado de ella o morir.
El baile siguió alegre. El reloj dio las doce de la noche, y todo el mundo vino a agruparse en derredor del árbol de Navidad.
Comenzó la rifa. Cada uno sacó su número, y Clemencia fue distribuyendo la alhaja o el juguete que correspondía a aquel número. Llegó su turno a Fernando. Sacó el número 13, número fatal entre los fatales. Clemencia bajó de una rama del árbol un lindo pañuelo de batista que tenía este número.
—Valle —dijo la joven alargando el pañuelo a Fernando— Isabel y yo hemos bordado juntas este pañuelo... por esto debe serle a usted doblemente querido.
—Lo guardaré como una reliquia sagrada —respondió Fernando.
—Y cuando reciba usted alguna herida, empápele usted en sangre generosa, esa será la mejor manera de honrarle.
—Yo lo prometo —murmuró Fernando palideciendo. Acababa de sentir ese extraño temor que la vista de Clemencia le había causado la primera vez que la vio.
Después de distribuidas las alhajas, los concurrentes, formando grupos para examinar el objeto que les había tocado en suerte, se fueron dirigiendo a la pieza en que estaba puesta la mesa para la cena.
Fernando, pensativo y lleno de funestos presentimientos, en vez de seguir a los demás se colocó junto a una puerta del salón que daba al corredor, y casi se puso a cubierto con una gran cortina. De repente dos personas pasaron junto a la puerta, por el lado de afuera, caminando lentamente. Eran Clemencia y Enrique.
—Será una alhaja querida —decía Enrique— pero hubiera yo preferido el pañuelo bordado por ti. ¡Qué fortuna de chico! la otra vez una flor, ahora un pañuelo.
—¿Y tengo yo la culpa, Enrique? Pero no seas niño... toma y consuélate: tu árbol de Navidad es mi mano, y ella te alarga esto. ¿Estás contento?
—¡Ah, qué dicha! —y sonaron dos besos apagados que Enrique daba al objeto
que le alargó Clemencia.
—Retrato y cabello que pediste... Ahora, enójate.
Los jóvenes se alejaron. Fernando cayó desplomado sobre una silla. Lo que acababa de escuchar era cuanto podía sucederle de imprevisto, de horroroso, de terrible.
Poco después le fue preciso salir al corredor; se ahogaba... estaba loco. Si alguna vez hizo propósitos insensatos, fue entonces. Su pecho era un volcán, su cerebro ardía, y no le venían a la boca más que blasfemias. Se acordó que traía guardada y cuidadosamente envuelta la flor que Clemencia le había dado algunos días antes. Sacóla del pecho y la arrojó con cólera sobre el mismo jarrón japonés en que estaba la planta que la había producido.
—Conservarla —dijo— sería adorar la burla.
Pero su ausencia había sido notada en la cena, y Clemencia, acompañada de
Enrique, vino luego a buscarle.
—Fernando ¿no viene usted a cenar? —le dijo la joven.
—No, mil gracias; me siento un poco mal; prefiero estar aquí —respondió Valle secamente.
—Hombre ¿se está usted haciendo el romántico en una noche como ésta?
—Amigo Flores, conténtese usted con ser dichoso y déjeme en paz —replicó Valle sin poder contenerse.
—Amigo Valle, dice usted eso con un acento tan trágico que me causa terror y, sobre todo, a esta señorita. ¡Se diría que está usted rabioso!
—Rabioso no es la palabra; indignado, sí, como un hombre sincero que descubre una perfidia...
—¿Perfidia de quién?
—Hombre, me interroga usted mucho, y a su vez se pone usted trágico, lo cual me da también terror y, sobre todo, a esta señorita.
—Vamos, usted se ha vuelto loco, Fernando; por fortuna yo le desprecio lo bastante para hacerle caso.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —dijo Clemencia muy agitada al notar el ademán de Valle que, próximo a estallar, pudo sin embargo dominarse y se contentó con sonreír, mirando a Enrique con un gesto de supremo desdén.
—Señorita, no tema usted —añadió— este caballero y yo nos conocemos hace tiempo, y sabe que soy respetuoso en ciertos lugares... en otros ya es diferente, tiempo nos queda... En cuanto a usted, le pido mil perdones por mi descortesía hoy, y por mi candidez antes, y... el permiso para retirarme.
—Pero, señor Valle, van a notar que se ausenta usted así de una manera
singular... se dirá...
—Nada... yo le ruego a usted manifieste a su papá que me retiro porque estoy un poco enfermo. Ya me conocen y no lo extrañarán.
Y luego, volviéndose del lado de Flores, le cogió de un brazo y le dijo sordamente:
—¡Mañana!
—Sí, mañana -respondió éste llevándose a Clemencia, que había perdido enteramente su aire altivo y que parecía trémula de emoción.
—Por Dios y ¿qué va a suceder?
—Va a suceder que le mataré, Clemencia; hace tiempo que me fastidia este personaje de Byron, y ahora con más justicia. ¿Se creía con derecho quizás a tu amor? Había tomado la compasión y la amabilidad por cariño. Pues es modesto el joven.
—Enrique, prométeme que no le harás nada.
—¡Oh! en cuanto a eso, yo estoy acostumbrado, amor mío, a hacer tragar las amenazas a quien me las dirige. Pero no temas, no es espada la que él verá enfrente, sino mi látigo.
Clemencia, generosa por carácter, se sintió mal al escuchar esta fanfarronada que traspasaba los límites de lo verosímil.
—¡Oh, no! dicen que es muy valiente Fernando.
—A pesar de eso, sentirá mi látigo.
—¡Adiós, alegría de Navidad! —murmuró Clemencia enjugándose sus lágrimas—. Ya no voy a tener gusto en toda la noche, y vale más que esto se acabe pronto.
—Pero ¿por qué, mi vida? —dijo Enrique inclinándose a besar los perfumados cabellos de Clemencia- te preocupas mucho por las palabras de un imbécil. Vas a ver si te quito la pena. Bailaremos el primer valse ¿no es esto lo convenido?
—Sí, pero se acabará todo después.
Entraron. La cena se concluyó alegre, pero la frente de Clemencia permaneció nublada y triste.
Tocóse el valse consabido. Enrique hizo prodigios de galantería y de imaginación para distraer a Clemencia; pero ésta sonreía tristemente, ocultaba bajo su larga y sedosa pestaña alguna lágrima que asomaba a sus radiantes ojos negros, y en un descanso dijo a Enrique mirándole fijamente con los ojos entrecerrados y llenos de pasión:
—¿Me amas, Enrique?
—Más que a mi vida...
—Pues no hagas caso a Valle... ¡desgraciado! Él me quiere también...
—Esa es una razón de más...
—Esa es una razón para tenerle piedad... quizá yo tengo la culpa de que esté enamorado así, y celoso.
—Tú le quieres algo, Clemencia.
—¿Que le quiero?... Si yo no amo más que a ti, a ti nomás, y desde el primer momento, y tu amor me ha costado lágrimas y sufrimientos atroces... te amo, te amaré siempre.
La ardiente joven decía estas palabras con ese aparente disimulo con que hablan siempre en un baile los enamorados, que no parece sino que platican acerca de la música, de los candiles y de los vestidos. Pero la voz de la joven era tanto más enérgica cuanto más apagada, llena de ternura y resolución. Y sus dedos oprimían convulsivamente el brazo de Enrique, y los latidos de su corazón parecían ahogar sus palabras. Estaba apasionada frenéticamente.
El baile concluyó pronto, Clemencia no estaba contenta ya. ¿Temía por Enrique? ¿Temía por Fernando? ¡Quién sabe! Lo probable es que temía por cualquiera de los dos, pues bien sabía que ella era la causa de lo que iba a suceder.
Así es que otra vez, al recogerse en aquella aristocrática y deliciosa estancia que ya conocimos en la noche del té, volvió a repetir pensativa y llena de remordimientos las mismas palabras:
—¿Qué he hecho, Dios mío? ¿Qué he hecho?
Para descargar el libro completo:
http://allsalvador2009.wikispaces.com/file/view/Clemencia,%20Ignacio%20Manuel%20Altamirano.pdf
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