Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.
La doble prueba
Marqués de Sade
Hace mucho tiempo que se ha dicho que la cosa más inútil del mundo era probar a una mujer; los medios de hacerla sucumbir son tan conocidos, su debilidad tan segura, que las tentativas se vuelven completamente superfluas. Las mujeres, como las ciudades de guerra, tienen todas un lado indefenso; sólo se trata de buscarlo. Una vez descubierto, la plaza pronto es rendida; este arte, como todos los demás, tiene principios de los que se pueden deducir algunas reglas particulares, en razón de los diferentes físicos que caracterizan a las mujeres que se ataca.
Hay, sin embargo, algunas excepciones a estas reglas generales, y para probarlas es para lo que se escribe esta historia.
El duque de Ceilcour, de treinta años de edad, lleno de ingenio, de rostro encantador, y, cosa que vale más que estas ventajas porque hace valer todas las otras, con ochocientas mil libras de renta que gastaba con un gusto y una magnificencia incomparable, había puesto en su lista, desde hacía cinco años que gozaba de esta prodigiosa fortuna, a treinta al menos de las más bonitas mujeres de París, y, como empezaba a cansarse, antes de ser totalmente insensible, Ceilcour quiso casarse.
Poco satisfecho de las mujeres que había conocido, al no haber hallado en todas más que arte en lugar de franqueza, aturdimiento en lugar de razón, egoísmo en lugar de humanidad, y jerigonza en lugar de sentido común..., al haber visto a todas buscar exclusivamente motivos de interés o de placer, al no haber encontrado en su posesión más que pudor sin virtud, o libertinaje sin voluptuosidad, Ceilcour se volvió exigente, y para no equivocarse lo más mínimo en un asunto del que dependía el reposo y la felicidad de su vida, decidió poner en práctica al mismo tiempo cuanto podía seducir y cuanto, una vez asegurada su victoria, podía convencerle, destruyendo la ilusión a la que quizá la debía, de lo que realmente le había valido su conquista. Esta clase de maniobra era segura para llevarle a una apreciación racional; pero, ¡cuántos peligros le rodeaban! ¿Había en el mundo una mujer que pudiera resistir la prueba? Y si la embriaguez de los sentidos en que Ceilcour quería sumirla primero conseguía entregársela, ¿resistiría ella en la caída del prestigio, amaría en última instancia a Ceilcour por sí mismo, o no amaría en él más que su arte? La artimaña era muy peligrosa; cuanto más se daba cuenta de ello, más determinado estaba a abandonar de modo irremisible a aquélla cuyo desinterés quedase suficientemente al descubierto, no amando de él más que a él mismo y reduciendo a nada el fasto con que él iba a rodearse en su designio de seducirla.
Dos mujeres centraban entonces sus miradas, y fue en ellas en quienes se detuvo, determinado a escoger a aquélla que le mostrara más franqueza, y, sobre todo, desinterés.
Una de las mujeres se llamaba baronesa Dolsé; era viuda desde hacía dos años de un viejo marido que la había desposado a los dieciséis, y que sólo la había conservado dieciocho meses, sin obtener de ella heredero.
Dolsé tenía uno de esos rostros celestes con que el Albani caracterizaba sus ángeles. Era alta... muy delgada... con cierta dejadez e indolencia en el carácter..., con esa especie de abandono en los modales que anuncia casi siempre a una mujer ardiente que, más ocupada de sentir que de aparentar, sólo parece ignorar que es bella para demostrarlo con mayor seguridad. Un carácter dulce, un alma tierna, un espíritu algo novelesco acababan de convertir a esta mujer en la criatura más seductora que hubiera por entonces en París.
La otra, la condesa de Nelmours, igualmente viuda y de veintiséis años de edad, tenía una clase de belleza que no era igual; una fisonomía marcada, rasgos un poco a la romana, ojos bellísimos, un talle alto y lleno, más majestad que gentileza, menos atractivos que pretensiones, un carácter exigente e imperioso, una inclinación excesiva al placer, mucho ingenio, bastante mal corazón, elegancia, coquetería, y a la espalda, dos o tres aventuras, no lo suficientemente claras para empañar su reputación, pero demasiado públicas, no obstante, para no ser acusada de imprudencia.
De no escuchar más que a su vanidad o a su interés, Ceilcour no hubiera dudado un momento. En París no había posesión de una mujer tan lisonjera como la de la Señora de Nelmours. Arrastrarla a un segundo himeneo era una especie de victoria que nadie osaba pretender; mas el corazón no siempre escucha a este tropel de consideraciones con que el amor propio se nutre: deja que el orgullo las observe, y se decide sin consultarle.
Esa era la pretensión del señor de Ceilcour. Aunque sintiere en sí un gusto bastante vivo por la señora de Nelmours, al analizar el sentimiento que experimentaba reconocía en él más ambición que delicadeza, y mucho menos amor que pretensión.
Examinaba, por el contrario, el impulso que le arrastraba hacia la interesante Dolsé: no encontraba en él más que una ternura pura, desprovista de cualquier otro motivo. En una palabra, quizá hubiera deseado que le creyeran amante de Nelmours; pero sólo de Dolsé quería convertirse en esposo.
Sin embargo, demasiado engañado ya por las apariencias de las mujeres, totalmente seguro, por desgracia, de que apenas se las conocía mejor poseyéndolas, desconfiando de sus ojos, no creyendo ya su corazón, remitiéndose sólo a su cabeza, el duque quiso sondear el carácter de aquellas dos mujeres y no decidirse, como hemos dicho, sino por aquélla de quien le fuera imposible dudar.
Para descargar el libro completo:
http://seronoser.free.fr/sade/1788%20Los%20crimenes%20del%20amor%20I.pdf
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